Universidad
El grito en la noche

Frente a los disturbios generalizados en todo el mundo, llama la atención la paz que reina en las Universidades argentinas, noveló Guillermo Borda. Del Ministro del Interior, acaso lo único que el país desconocía era su sentido de humor, su capacidad irónica, un vértice que él recién desnudó el miércoles último: veinticuatro horas después, las huestes policiales despedazaban en Rosario (Santa Fe) una concentración estudiantil, ante los ojos de Juan C. Gardella, el Juez que osó permitirla. Hubo un herido grave, Eduardo Saguier, un activista radical.
Un perturbador, sin duda, uno de los tantos que la semana pasada cometieron en todo el país la puerilidad de gritar "Viva la Reforma", porque —según el Ministro— "los estudiantes argentinos distinguen perfectamente entre ambas reformas: una se apoya en slogans que pertenecen al pasado, otra, que mira hacia el futuro. Ellos quieren esta última que nosotros nos empeñamos en llevar a cabo y por eso no respondieron a agitadores profesionales; es que a los verdaderos universitarios sólo les interesa la modernización de nuestras casas de estudio".
Salvo levísimos avances en materia de reequipamiento, nadie podría explicar de manera coherente en qué consiste la modernización de los institutos superiores con que se empalaga Borda: a la demagogia que reinó en ellos durante la Administración Illia, sucedió una actitud paternalista, vigente a través del nuevo Estatuto; el enciclopedismo pedante dejó paso a la especialización en departamentos-estancos, apoyada en la exigencia de la "nueva sociedad industrial". Por fin, el griterío reformista se diluyó en un suave monólogo profesoral —como los que suele entonar Enrique Nores Martínez, Rector en Córdoba— o en el parloteo del hematólogo porteño Raúl Devoto, quien promete alumbrar la "Universidad del desarrollo".
Que los alumnos se hayan tomado del cincuentenario de la Reforma —una filosofía perimida, es cierto— para manifestar sus querellas, muestra el fracaso de esa política basada en el monólogo rectoral. Explica, también, por qué la semana anterior presenció la más gigantesca movilización policial que conozca la Argentina desde junio del 66; pero el Gobierno hizo más: resuelto a disimular ante el país las grietas de la Universidad oficial, apeló a otro medio —la censura de prensa—, que Borda dijo desconocer.
En efecto, el martes 11 recaló en las emisoras de todo el país un boletín firmado por el capitán de navío (re) Carlos Ibarra, presidente del CONART (Consejo Nacional de Radios y Televisión): "Hasta nueva orden —señalaba— solicito disponga que previo emitir cualquier información referente a problemas universitarios, consulte al señor Gobernador."
Según el Ministro, las precauciones se justificaron por la presencia. en el país de grupos de agitadores extranjeros, cuyos nombres, sin embargo, no proporcionó. Es dudoso que los infiltrados hayan llegado hasta las radios y estaciones de televisión; más cierto parece que el Gobierno temió que, a través de la imagen, la agitación se trasladara a los sectores obreros.
Es que, impensadamente, la algarada estudiantil nació el miércoles 5, en Córdoba, cuando una manifestación de mecánicos condenados a la cesantía por la industria del automóvil se refugió, ante la carga policial, en las Facultades de Arquitectura e Ingeniería, que se abrieron para ellos. También se abrió para ellos el temor oficial: funcionarios del Gobierno central pidieron a la firma que preparaba los despidos un aplazamiento de la medida.
El aplazamiento de cualquier disturbio en Córdoba lo facilitó, en cambio, el sector estudiantil Integralista, que el lunes 11 declaró: "La Reforma no representa una perspectiva nacional, popular o revolucionaria para los trabajadores y estudiantes, y sus postulados superficiales y perimidos no constituyen una respuesta válida para la Argentina".
Acertaba el Integralismo —cuya capacidad de reacción fue demostrada a fines de 1966, en la revuelta que epilogó con el asesinato de Santiago Pampillón— al no cargar sobre sí los pesados errores de la Reforma: el apoyo a los golpes de 1930, 1943 y 1955, la hostilidad a Yrigoyen y a Perón, que epilogaron con la ocupación de la Universidad por los grupos más sectarios del liberalismo.
Pero se equivocaban sus líderes al pensar que la Reforma fue el motivo desencadenante de los sucesos de la última semana; en realidad, esa ficción sólo sirvió de apoyo a una protesta general contra el Gobierno. Hasta los líderes de las principales corrientes adversas al reformismo admitieron que la magnitud del paro del viernes 14 superó toda esperanza, aun la más optimista. Aunque "si hubiésemos acordado un programa trascendente, la huelga hubiese sido total", aseguró a Primera Plana Julio Bárbaro, titular de la Liga Humanista. "El enemigo es común y queremos trabajar unidos con todos los sectores; claro que, antes, debemos especificar el contenido de la lucha", declamó. Él y los jefes del Frente Nacional Estudiantil ambicionan una acción común con los obreros,
Ese operativo fracasó. En Tucumán, donde la presencia de Raimundo Ongaro parecía predecir un aluvión, la batalla se limitó a los alumnos que ocuparon, durante unas horas, la Biblioteca de la Universidad, y fueron desalojados a garrotazos por la Policía. Saldo: un estudiante desaparecido en misteriosas condiciones; sólo se sabe que su apellido es Figueroa y que sus compañeros lo transportaron, herido, cerca del instituto antes de perderlo de vista. Se lo cree preso.
También La Plata y Buenos Aires se convirtieron en campos de Agramante; en la Capital, el jueves 6, unos 200 alumnos de Filosofía improvisaron por escasos minutos una barricada, en Independencia al 3000. Luego, el miércoles 12, la agitación se reanudó en La Plata, con la ocupación, también transitoria, de la Universidad, mientras en Corrientes otra falange hacía lo propio en Agronomía.
Ese día, en Rosario, frente a Ciencias Matemáticas, unos 300 revoltosos montaron un nuevo muro desde el cual lucharon con la Policía; aun así, el disturbio sólo fue un entremés: los rosarinos se prometían una concentración total para el jueves 13, y hasta contaron con la autorización judicial para realizarla en el local cerrado del Centre Catalá. Pero, una vez más, la Policía se empeñó en burlar a la Justicia: bloqueó los accesos del salón y entonces los jóvenes se volcaron a la céntrica calle Córdoba; en ella, durante horas, se sucedieron las corridas y los gases, pese a los intentos del Juez Gardella por imponer su investidura.
Para entonces, la Policía era dueña de la Universidad de La Plata, cuyos claustros acabaron invadidos por los vigilantes, hasta el punto de que ciertos rompehuelgas decidieron volverse a sus casas: ningún profesor se atrevía a dictar clases en tales condiciones. La ocupación se prolongó el viernes: ese día, Buenos Aires, patrullada por carros Neptuno y escuadrones de la Guardia de Infantería, no vivió tranquila. Pero nada pasó, salvo a la noche, cuando unos 400 alumnos se concentraron en Córdoba y Junín; como por ensalmo, aparecieron camionetas policiales que desalojaron, inclusive, el café Los Estudiantes, donde azotaron a gente que nada tenía en común con los jóvenes huelguistas.
Por fin, el sábado, el fogonazo estudiantil se apagaba sin remedio; falto de eco en las organizaciones obreras, apenas cabía esperar que el Gobierno comprendiese el verdadero sentido de la protesta: estudiar es un diálogo, y para concretarlo se necesita algo más que la palabra de un solo interlocutor. El Ministro Borda, que alguna vez sugirió a la Universidad como el remedio para acabar con la división de las clases sociales, debe eludir sus raptos de ironía y ocuparse —es una de sus grandes tareas en el Gabinete— en dotar a la Argentina de un sistema de enseñanza acorde con la época, y no de una paz obtenida gracias al terror policial. Para eso, sin duda, se necesita un nuevo Secretario de Educación: el doctor José María Astigueta parece haber probado, ya, que su antecesor Carlos Gelly y Obes no era el único funcionario anticuado del Gobierno.
Revista Primera Plana
18 de junio de 1968

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