Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 


UNIVERSIDAD
LOS ESTUDIANTES Y SUS MUERTOS
Revista Periscopio
12.05.1970

Los poderes intentaron, la semana pasada, demostrar su eficiencia: los estudiantes, con motivo del primer aniversario de las muertes de Juan José Cabral y Adolfo Ramón Bello; las fuerzas de seguridad, para medir el grado de eficiencia y la calidad de los pertrechos obtenidos este año.
Ya el lunes 11, en Corrientes, la Policía montaba un show de dudoso gusto. Por el Canal 13 de televisión y la radio, LT 7 (ambas pertenecientes a una firma dirigida por el capitán retirado Jorge Félix Gómez) se exhibió la flamante Compañía Control de Disturbios. "Acción y Corrección" es el lema de esta nueva unidad.
El refinamiento de los equipos dejó boquiabierto al pueblo correntino: cascos de poliéster y fibra de vidrio con visores de policarbonato; escudos anti motines de igual material; metralletas; escopetas de combate; lanzagases; fusiles fan; bastones de goma; bastones de madera —algo más largos—; bastones con spray paralizante; bastones electrónicos; proyectiles de gases; granadas lacrimógenas, fumígenas, diarreicas, vomitivas y saltarinas; coches patrulleros con equipos de radio destellador y sirena: vehículos livianos y semipesados; carros de asalto; celulares; Neptunos; equipos de comunicaciones de corto y largo alcance y, naturalmente, ambulancias sanitarias.
Su campaña de lanzamiento fue, acaso, la circunstancia que restó gente al acto recordatorio de la noche del viernes: sólo dos mil personas pudieron congregarse en la Plaza Cabral. La Compañía Control de Disturbios no se dejó ver; los manifestantes se mantuvieron correctos y los agentes no necesitaron entrar en acción.
Mientras, el Jefe de Policía de Córdoba, teniente coronel (re) Héctor Romanutti, arengaba a los estudiantes, intentando suavizar tensiones ante el inminente aniversario del cordobazo. La primera semana de mayo había sido un anticipo de la dureza estudiantil prevista para el 29 y 30. Las asambleas —invariablemente— terminaron en choques con la Policía. El Rector Olsen Ghirardi decidió suspender las actividades.
Romanutti, por su parte, alegaba tener órdenes de reprimir toda exteriorización estudiantil. Su tradicional actitud conciliadora chocó esta vez con el empecinamiento de exhibir el aparato represivo, cargando la responsabilidad de lo que suceda sobre "los protagonistas, conscientes o inconscientes, que promueven el desorden".
En Rosario, el batallón especial contra disturbios preparaba su debut. También lo hacían las fuerzas del 2º Cuerpo de Ejército, luego de un ejercicio de guerra —Irupé II— organizado por el Comando en Jefe con el propósito de capear arrestos subversivos. El propio general Lanusse certificó las últimas estratagemas. En las tres ciudades donde se acentuaban los dispositivos de seguridad, repuntaba también la agitación, estudiantil.
El pico estuvo dado por los correntinos, muñidos de cierto apoyo popular, en su protesta por la muerte de Cabral. La célebre fiereza correntina pudo producir otras víctimas, de no ser por la gestión moderadora de Ernesto J. Maeder, Rector de la Universidad del Nordeste. Fue él quien obtuvo la libertad de los cuatro detenidos durante las manifestaciones que se sucedieron desde el lunes. Maeder, en abierto homenaje a Cabral, declaró el viernes un asueto.
Desde el punto de vista estudiantil, el caso de Corrientes es único. Tras los sucesos de mayo de 1969, los estudiantes permanecieron en torno de una Coordinadora que agrupa a los movimientos más poderosos. Su lucha contra la escisión les ha dado efectividad. No obstante, la Federación Universitaria del Nordeste (vinculada a FUA) decretó una jornada de repudio por su cuenta, cumplida el viernes.
La situación rosarina era diferente. La férrea Coordinadora estudiantil surgida tras la muerte de Bello, autora de posteriores movilizaciones, ha quedado totalmente disgregada. Las tres centrales que se disputan el liderazgo en la Universidad (FEN, FUA, UNE) orquestaron, la semana pasada, actos autónomos. Sin embargo, el objetivo común era llegar al climax el 19 de mayo. Las ventajas fueron de UNE. Responsable de los mayores incidentes desatados desde principios de año, tenía a su favor un fuerte entrenamiento contra la represión. El jueves, los reformistas desnudaban su estrategia. En pleno centro rosarino tributaron un pacífico homenaje a Bello; luego a Luis Norberto Blanco, abatido 48 horas después. Contaron con el espaldarazo de la regional cegetista.
En Córdoba se guardaba calma: a los disturbios anteriores siguió la laxitud ordenada por el Rector Ghirardi. Los estudiantes foráneos aprovecharon la pausa para retornar a casa. La FUC (Federación Universitaria de Córdoba) ha comenzado a recuperar el poder que le disputaba el Integralismo, ahora escindido. La reapertura del comedor universitario ha facilitado la acción a las agrupaciones estudiantiles. Con la reiniciación de las clases, los activistas procurarán movilizar a sus compañeros. "Estamos resignados —confiesan— a perder todo el mes de mayo."
En San Juan, el mediodía del viernes, la Policía desalojaba a los estudiantes que durante cinco días se aposentaron en la Facultad de Ingeniería en protesta por la exclusión de quince aspirantes al ingreso. Pero lo más grave había sucedido en Buenos Aires: dos alumnos reformistas de la Facultad de Derecho resultaron baleados el jueves, tras una asamblea de homenaje a Cabral, en un enfrentamiento con las huestes del Sindicato Universitario de Derecho. En Filosofía, las corridas sucedieron a una asamblea organizada por el FEN y desautorizada por el Decano Ángel Castellán, donde se analizaba la apertura de concursos para cubrir las cátedras en esa Facultad.
El homenaje del viernes tuvo características diferentes. Los tucumanos se
conformaron con una moderada asamblea realizada en las escalinatas de la Universidad, a mediodía. Los universitarios chaqueños atolondraron el centro de Resistencia con sus actos relámpago; una Policía pertrechada de perros y carros de asalto logró hacer nueve detenidos.
En Santa Fe, fueron 18 los arrestados. En Rosario, a las nueve de la noche, los efectivos del Batallón Motorizado de Represión concluyeron su labor, dejando limpias de universitarios las calles. Pero, sin embargo, se temían nuevas violencias.

II
Darwy Berti, en Corrientes, y Eduardo Belgrano Rawson, en Rosario y Las Rosas, evocan el primer aniversario de la muerte de Cabral y Bello.
"La última vez que vi a Juan José fue un domingo antes de que la Policía lo asesinara", dice María Delia Cabral, 26, soltera, profesora de Ciencias de la Educación en el aristocrático Colegio San José, de Corrientes.
La hermana del estudiante baleado el 15 de mayo de 1969 —a pocos pasos del monumento a su tocayo, el sargento Cabral; eran las 13.45— refleja en sus grandes ojos castaños un rencor que el tiempo no ha disipado. Sobre su cama cuelga un gran retrato del hermano;) enfrente, otro del poeta Nicolás Guillén. El pequeño cuarto está repleto de libros, discos y posters.
—¿Juan José y vos se veían a menudo?
—Nos veíamos con frecuencia y recuerdo que nuestra última conversación fue sobre una visita que realizó a la Universidad del Nordeste un Decano paraguayo, invitado por [el entonces Rector] Carlos Walker. Sobre eso El Negro se expresó en términos que no puedo repetir de ningún modo.
—Algunos dicen acá que tu hermano sólo se preocupaba por recibirse, que no le interesaban otras cosas.
—Es mentira, y creo que proviene de interesados en empequeñecer su figura combativa. El Negro era retraído y tímido, pero vivía intensamente la política universitaria. Mucho antes del problema del comedor [aumento del ticket al doble], Juan José estaba permanentemente tomando conciencia de los problemas que afligen a nuestro país y a América latina. Era un apasionado por la guerra de Vietnam, que él calificaba de genocida por parte de los norteamericanos. Ahora, no sabría decir en qué movimiento se hallaba enrolado, pero sé que consideraba que la Universidad debía ser algo muy distinto de una fábrica de tecnócratas al servicio del imperialismo. Pienso que El Negro deseaba verla enrolada en una línea democrática y popular.
De mis cuatro hermanos, yo tenía mayor contacto con Juan José. Desde 1968, cuando empecé a trabajar en el Colegio San José, él era mi confidente: así pude saber la orientación de sus lecturas: leía a Sebreli, a Lefevre. Se interesaba por China y la revolución cubana. Desde 1965 vivía en Corrientes, antes en Paso de los Libres. Aquí comenzó Medicina. Sus amigos más íntimos eran Héctor Bartle y el paraguayo López Colombino. Algunos que no quieren a los que luchan por el pueblo dicen que Juan José se metió allí circunstancialmente, pero eso es falso. No sólo participó conscientemente y con entusiasmo en aquella manifestación sino en todas las que se realizaron aquí desde que llegó. Estoy segura de que fue porque quería, sabiendo lo que se jugaba, porque pese a ser tan callado era valiente. Cuando estábamos los dos solos en mi pueblo, la presencia suya me daba gran seguridad porque yo sabía que estaba con un hombre en casa. Le solía contar cosas mías, eso que era tres años mayor que él.
Aquel día —añade— yo estaba en la calle. El 15 de mayo. Terminé de almorzar y salí a recorrer los lugares donde se manifestaba. Había muchos policías armados que tenían orden de matar, según se decía. Yo estaba alterada porque la situación era muy fea. Pensé que mi hermano andaría por allí, pero no intenté verlo. Me encontré con Arnaldo, mi otro hermano, que me llevó en auto. "¿Sentís que son balas?", me dijo cuando sonaron unos disparos. "Balas en serio." Eran las dos menos cuarto. Yo no sabía distinguir. Ahora pienso que en ese instante debieron de haberlo matado. Entonces ni lo presentí, porque yo no tengo presentimientos.
Fuimos a la casa de Arnaldo y comencé a prepararle una comida, porque él andaba sin comer. En eso entró Tompi a llamar a Arnaldo. Nosotros estábamos discutiendo con la dueña de casa, una señora conservadora. Tompi le arrancó las llaves de las manos a Arnaldo porque no le daba artículo. Luego Arnaldo me dijo: "El Negro está herido. Llamá a casa y deciles que vengan". Yo dije que era una locura, sería matar a papá y mamá. Ellos salieron, sin quererme llevar. Entonces yo salí corriendo sola: pasaba un señor en jeep y lo atajé. Le pedí que me llevara al Hospital Vidal, pero allí me dijeron que no había ningún estudiante herido.
El señor del jeep me pedía que me calmara, porque yo iba llorando todo el tiempo. Me dejó en casa, pero volví a salir dispuesta a recorrer todos los sanatorios hasta encontrar al Negro. La señora de la casa me dijo llorando: "¿Viste lo que le pasó a tu hermano?" Pero yo seguía creyendo que estaba herido solamente. Llegué al Sanatorio Paraná y allí había mucha gente. Cacho estaba en la puerta, me dijo que habían matado al Negro. No me dejaron entrar. Recién a la noche, cuando lo llevaron a la Morgue de la Facultad vieja, pude verlo.
—Luego de la muerte de tu hermano, ¿tuviste problemas en el colegio de monjas donde trabaja o los tuvieron tus padres allá en tu pueblo?
—Continué trabajando sin problemas. Claro que yo tampoco me puse en actitud revolucionaria y supongo que si lo hubiera hecho los tendría, no sólo en el colegio sino también afuera, como todo el mundo. En cuanto a mi casa, en Paso de los Libres, se volvió un centro de personas con ideas populares. Otras, en cambio, dejaron de ir, se alejaron de mi familia.
—¿A quién admiraba más Juan José?
—Supongo que al Che. El Negro era más revolucionario de lo que parecía, leyó su Diario y tenía los cuatro tomos de sus obras y todo lo que circulaba respecto a él.
Me acompaña hasta la puerta y desde allí la ciudad es distinta. La calle Santa Fe, en bajada hacia el Parque Mitre, aparece totalmente gris.

III
Acerca a sus labios el pocilio de café cuando dos disparos la estremecen. Nélida Esther Turlione, 24, sale a la puerta de la Confitería Palace: el gentío la arrebata. Una —¿providencial?— galería le sirve de refugio, junto a circunstanciales acompañantes. El grupo es arreado por un exasperado policía, pistola Colt en la mano izquierda, cachiporra en la derecha, que profiere insultos. Antes de verlo disparar contra la frente de un joven, Nélida Turlione se horroriza por el cachiporrazo que el funcionario acaba de descargar sobre una joven pelirroja.
Es Haydée Inés Rosalen, 27. Integrante de la manifestación de repudio por la muerte del estudiante Cabral, también se había colado en la Galería
Melipal. Lamentó vivamente su decisión: tras ellos —pistola en la mano izquierda— ingresaba Juan Agustín Lezcano, el oficial inspector mil veces encargado de la represión en la Facultad de Filosofía y Letras, a la cual Haydée Rosalen pertenece. Su golpe la atonta; alcanza, sin embargo, a presenciar el asesinato: Lezcano, con el arma a 30 centímetros de la cabeza de Adolfo Ramón Bello, 22, aprieta el gatillo.
Tan graves, tan desesperados son los gritos de la joven pelirroja, que desquician el ánimo de tres arquitectos instalados en el balcón contiguo. Más tarde, Juan Carlos Manuel Viotti, Héctor Horacio Elena y Matilde Luetich declararán contra Lezcano: flanqueado por dos vigilantes, lo vieron salir de Melipal con la ropa intacta, sin señales de lucha. Otro testigo (Alberto Gildo Rinaldi, comerciante) dirá que los compañeros palmeaban al homicida, a manera de consuelo.
Cristián Horacio Jesús Lucero, 23, tercer testigo presencial, charla con alguien en la Confitería Augustus. Ve pasar a un amigo y corre para alcanzarlo, sin éxito. Pero el azar lo ha detenido ante la entrada de Melipal y desde allí presencia cómo un joven cae junto a un hombre armado de pistola. Lucero nunca podrá explicarse por qué no oyó el disparo.
Luego observa salir al policía —alto, corpulento, canoso, de bigote fino— de quien la atractiva testigo Turlione dirá que "por la expresión de su rostro parecía experimentar una especie de placer mientras golpeaba e insultaba a la gente refugiada en la galería". Según ella Lezcano remató su tarea con una fuerte patada al ya agonizante Bello. Luego retrocedió, arrojando el arma. En la vereda del cine Palace, alguien gritaba: "¡Han matado a un muchacho!"
Dos meses atrás concluyó la instrucción, de donde se tomaron los datos consignados. El Juez Domingo Rodríguez Maliandi, después de 375 folios, dictaba la prisión preventiva y el procesamiento, por homicidio simple, de Juan Agustín Lezcano, 51, tirador zurdo. Su caída arrastra a dos policías más: el comisario Alfredo L. Bagli y el chofer Juan Carlos Vanelli: deberán responder por falso testimonio.
El auto de prisión (apelado) del Juez Rodríguez Maliandi ahora se halla en manos de la Sala P de Apelaciones en lo Criminal (Raúl O. Tenreiro, José C. Araya y Raúl José Álvarez). De no revocarlo (los abogados querellantes, Rubén Jorge Lenti, 25, y Martín Carlos Lovagnini, 39, confían en ello) comenzará el proceso a Lezcano. Su ensañamiento podría costarle entre 8 y 25 años de cárcel.
"Pero ¿qué puede ganarse?", infiere María Luisa Marro de Bello, 60, modista. Son las tres de la tarde en Las Rosas (125 km de Rosario), hora en la que ella prefiere no vivir: durante la sobremesa del 17 de mayo de 1969 le llegó la noticia. Su hijo Adolfo, herido en la frente con orificio de salida en la región occipital, yacía en la Asistencia Pública apenas cubierto por un calzoncillo leve. A las siete expiró.
"Aquel día rendía Matemática Financiera." Su hermana Susana Graciela lo recibió la noche anterior en la pensión donde vivía: alterado, Adolfo había llegado para comentarle la muerte de Cabral. Quedaron en verse el sábado, en la casa paterna.
Adolfo Tránsito Bello, 69, jubilado, revuelve con lentitud el cúmulo de telegramas. "Ninguno oficial", musita. Su esposa, agobiada, encogida, muestra un poema. Los hay de todo tipo; buenos, discretos, malos, María Luisa Marro de Bello, modista, aparta los papeles, mirando a través de sus anteojos: "Las policías de hoy alteran el orden". Un nuevo llanto la precipita al baño.
Ambos reconocen haber perdido algo la memoria, a causa de la muerte del hijo que nunca participó en política. Bello, empeñado en demostrar la solidaridad de los justos, hurga fajos de cartas con sus dedos reumáticos. Las hay de todo tipo: mozos del Comedor Universitario, Agustín Rodríguez Araya, el corresponsal desconocido de una revista de físico culturismo, el administrador de una estancia, un suboficial, los padres de Cabral.

 

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La hermana de Juan José Cabral y su retrato
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Adolfo Ramón Bello
Adolfo Ramón Bello y los padres

 

 

 

 

 

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