Revista Siete Días Ilustrados
21.12.1970 |
A pesar de la lluvia yo he salido a tomar un café. Estoy sentado
bajo el toldo tirante y empapado de este viejo Tortoni conocido.
(B. Fernández Moreno-Viejo Café Tortoni)
Como si se evadieran de algún oscuro arrabal de la memoria, las
evocaciones afloraron lenta, tímidamente: las imágenes de un Buenos
Aires irrecuperable, las brumosas madrugadas bohemias, el taconear
cansino del último habitante de la noche, los destellos de la
farándula teatral, la atormentada vigilia literaria de los
francotiradores de Boedo, confluyeron puntualmente sobre las mesas
del café Tortoni. Oscuros bodegones, estaños ominosos, desgastados
por las "ginebras desastrosas" que cantó Discépolo, refugios
inverosímiles donde se practicaba —al decir de un amigo chileno del
vate Raúl González Tuñón— "el feo pero agradable vicio de la
copita"; pensiones increíbles que configuraban una bohemia, urbana
geografía del hambre, fueron los escenarios que —a pedido de SIETE
DIAS— recrearon el actor Tito Lusiardo (74, una hija, dos nietos),
el periodista y lunfardólogo José Barcia (59, soltero), el memorioso
comentarista radial Julio Jorge Nelson (57, un hijo, tres nietos),
el dramaturgo y crítico Roberto Tálice (68, casado), el poeta Raúl
González Tuñón (65, un hijo) y los escritores Joaquín Gómez Bas (57,
un hijo) y Elías Castelnuovo (77, dos hijos, once nietos). También
llegaron —la cita era en el Tortoni a las siete de la tarde— los
fantasmas retozones de Roberto Arlt, de Federico García Lorca, del
otro González Tuñón ("Mi hermano Enrique era una carcajada dentro de
un ataúd", lo definió Raúl), del mismísimo Gardel o del legendario
Carlos de la Púa, convocados por sus amigos, protagonizando
anécdotas tan inéditas como increíbles. Con todos ellos, SIETE DIAS
pudo elaborar un gran fresco de la bohemia porteña de las décadas
del 20 y del 30, y una suerte de catastro edilicio de sobrevivientes
que eludieron a la picota, fintearon con éxito con la propiedad
horizontal o con ese último, triste destino de grills que acecha
—como una obligada, desdorosa reencarnación— el alma de los cafés de
Buenos Aires.
El ágape, iniciado en el café Tortoni y concluido en el roof garden
de la Editorial Abril, pasada la medianoche, bien pronto abandonó el
tono elegiaco y mesurado de los comienzos: hubo discusiones,
entusiastas arrebatos, ciertos encontronazos polémicos entre Florida
y Boedo, y un aluvión de anécdotas tragicómicas que insuflaron en
las venas de los contertulios el mismo júbilo veinteañero que
dilapidaban en las peñas amanecidas. Para ilustrar algunos de esos
momentos, se optó por la versión taquigráfica, que se consigna en
recuadro aparte. Nadie, claro, sostuvo aquello de que todo tiempo
pasado fue mejor, quizás porque ello implica que todo tiempo por
venir será peor. "¿Era todo mejor? No lo sé, era distinto —había
Carnaval, Nochebuena, organitos— y en mi barrio nacieron la poesía y
el tango", versificaba Raúl González Tuñón, para quien siempre hubo
en el pasado "algo que fue mejor y que por único, entrañable, merece
perdurar. Es la delicada y poderosa base de la nostalgia". Joaquín
Gómez Bas —cuyos ásperos modales intentan en vano disimular su gran
corazón— cree que el periodismo moderno conspira contra la bohemia:
"Todas las revistas publican notas de medicina: ¡Cuídese el corazón!
¡Ojo con el hígado! ¿Sabe a cuántos mata la presión arterial? ¡Pero
adonde vamos a parar, señor! —explotó—. Antes, cuando uno escuchaba
la palabra proteína pensaba que se trataba de una mina ..."
Así, entre arrebatos líricos y jocosas ocurrencias, creció un Buenos
Aires legendario e inesperado, cuya geografía final, agónica, se
descorre hoy para los lectores de SIETE DIAS.
DE SABIHONDOS Y SUICIDAS
Cuando vine a estas tierras era un niño,
tenía un cielo de oro en las espaldas
y un pájaro en los ojos.
(José Portogalo: Los pájaros ciegos)
Sobreviven aún en Buenos Aires numerosos cenáculos (o almorzáculos,
como gustaba bromear Manuel Gálvez) que congregaron en su hora la
activísima vida bohemia de Buenos Aires. El más antiguo es, sin
discusión, el café Tortoni, fundado en 1858 en la esquina de
Rivadavia y Esmeralda y trasladado en 1880 a su actual
emplazamiento. Allí, apenas despuntado el 25 de Mayo de 1926, un
grupo de literatos y pintores capitaneados por Benito Quinquela
Martín fundó La Peña, cuyas sesiones languidecían anteriormente en
La Cosechera, de Perú y Avenida de Mayo.
En ese subsuelo del Tortoni —donde actualmente prospera una peña
folklórica— sucedieron cosas memorables: allí cantó Carlos Gardel en
homenaje al dramaturgo Luigi Pirandello; allí también, al término de
una de las incesantes peroratas del charlista español Federico
García Sanchiz: / a esa oratoria joven poeta Ernesto Palacio
improvisó la siguiente cuarteta: "Señor García Sanchiz / a esa
oratoria barata / aquí la llamamos lata. / ¿Cómo se llama en
Madriz?".
No era raro —cuentan— que el fervor juvenil de los contertulios
convirtiera algunas sesiones de La Peña en un furibundo campo de
batalla. En esos instantes críticos, alguno de los mesurados,
generalmente Quinquela, hacía una imperceptible seña a Alfonsina
Storni, quien ascendía al proscenio y comenzaba a desgranar sus
versos, lánguidamente apoyada sobre el piano Stenway, el mismo que
años después se vendió para costear el monumento que la recuerda en
la playa marplatense La Perla, sitio que eligió para morir. Claro
que ni el mismísimo, respetable Quinquela, se libraba de las
chuscadas de los jóvenes bromistas: al inaugurar una exposición con
sus sempiternos temas boquenses, los entonces iracundos Jorge Luis
Borges y Ulises Petit de Murat decoraron las paredes con cartelones
que advertían: Cuidado con la pintura.
Un atardecer del otoño de 1924, los habitantes del subsuelo se
llevaron una sorpresa mayúscula. Raúl González Tuñón, uno de los
protagonistas, la relata así: "Esa tarde, un hombre elegante,
pintón, salió de la Casa Rosada. Caminando lentamente por la Avenida
de Mayo llegó hasta el Tortoni, donde había un letrero anunciando un
recital de poetas jóvenes. Descendió al subsuelo, sentose frente al
tinglado y cuando le sirvieron una bebida se dispuso a escuchar a
Nicolás Olivari , a Carlos de la Púa y a mí, desconocidos por él,
sin duda, ya que aún no habíamos publicado libro alguno.
Estoicamente, soportó una regadera de poemas inspirados por
ambientes y tipos de un Buenos Aires sombrío y pintoresco, versos
que hoy se llamarían de protesta. Al finalizar el acto, el señor
elegante se aproximó a la tarima y nos estrechó la mano entusiasta,
cálidamente. Era un típico porteño: nada menos que Marcelo T. de
Alvear, por ese entonces presidente de la República. Perteneciente a
un tiempo en que los presidentes andaban solos por la calle".
Entre los excesos líricos que el exquisito Alvear se aguantó a pie
firme figuraban muchos de los que integraron después 'La crencha
engrasada', el poemario lunfardo de Carlos de la Púa: Barrio del
Once, Lucio el anarquista o Línea Nº 9, una de cuyas nada gongorinas
cuartetas expresa: "Era un bondi de línea requemada / y guarda
batidor ... cara de rope. / ¡Si no saltó cabrón por la mancada / fue
de chele nomás, de puro dope!".
Menos famosa, aunque profundamente significativa por los personajes
que albergó, fue la antigua confitería La Perla, en la esquina de
Jujuy y Rivadavia, en el mismo corazón del Once. Allí dio pruebas de
su existencia física —era muy poco salidor y algunos hasta llegaron
a suponer que constituía una invención más de Jorge Luis Borges— el
singularísimo Macedonio Fernández, quien cierta vez, ante un
contertulio que gustaba usar un monóculo sin vidrio, le espetó: "Es
la primera vez en la vida que veo un monóculo corto de vista". Allí
también recalaban algunos habitantes del oeste bonaerense, antes de
embarcar en los trenes suburbanos: el cuentista Santiago Dabove,
residente en Morón; Enrique Fernández Latour, amigo de Borges, y
Macedonio, que vivía en Liniers, a pocas cuadras de la casa del
empedernido "boedista" Elías Castelnuovo.
Cierta noche, los habitualmente apacibles predios de La Perla
sufrieron una singular conmoción. Cayetano Córdova Iturburu, actor
del batifondo, lo refiere así: "En 1924 Pettoruti realizó en los
salones de Witcomb una exposición que fue una verdadera revolución
en el ámbito de la pintura argentina, el punto de partida hacia las
posiciones modernas y actuales. Con ese motivo se realizó en el
hotel Marconi, en Once, una gran comida de agasajo, a la que asistió
mucha gente, entre otros José Ingenieros. Se esperaba que Ingenieros
usara de la palabra para tomarle el pelo a Pettoruti y ya se había
dispuesto que Pablo Rojas Paz le retrucara. Sin embargo, para
sorpresa de todos, el terrible Ingenieros hizo un elogio abierto y
entusiasta del vanguardista argentino. Luego de la comida nos
trasladamos a la confitería La Perla, donde en un rincón cuchicheaba
un grupo de pintores pasatistas. Se intercambiaron algunas bromitas:
ellos dijeron algo del cubismo y del futurismo; nosotros les
retrucamos con algunas bromas sobre el carnaval en la quebrada y la
Pachamama. De pronto, alguien se levantó y le acomodó a su
antagonista una sonora cachetada. En síntesis: se armó un tole-tole
descomunal. Cuando llegó la policía, todos se hicieron humo. ¿Qué
pasó aquí?, indagó el oficial. Uno que no alcanzó a escapar,
contestó muy suelto de cuerpo: Nada, señor, fue una simple
discrepancia de carácter estético. El acontecimiento quedó
registrado como La batalla del Once".
Bohemios menos ilustres solían recalar —antes de averiguar cómo
marchaban sus "negocitos" del Bajo— en el antiguo café de Caselles,
un estaño que aún hoy se conserva intacto, en la esquina noroeste de
Corrientes y Maipú, una zona que, en opinión de Julio Jorge Nelson,
constituía, en los años 30, el verdadero epicentro de la noche
bohemia. El estaño era también la antesala obligada antes de acceder
a los divertidos reductos del Casino Pigalle y del Olimpia,
visitados, una noche en que logró evadirse de la custodia, por el
inefable Eduardo de Windsor, príncipe de Gales. Esa misma noche, en
un palco del Olimpia, falleció uno de los acompañantes del príncipe:
según parece, no pudo resistir la tentación de entregarse —luego de
una comida copiosa— a los arrumacos que le suministró una de las
meretrices, circunstancia que le tronchó la digestión y la vida.
Los increíbles cafetines de Buenos Aires no sólo albergan historias
de sabihondos y suicidas: algunas rozan también leyendas
miliunanochescas, como la que afirma que en un café de Corrientes y
Talcahuano trabajó de mozo el hoy magnate Aristóteles Onassis, por
la misma época en que concurrían como habitués Leopoldo Torre Ríos
(padre de Torre Nilsson), Ferreyra, quien llevó, junto con el
director Manuel Romero, el tango a las pantallas cinematográficas.
Todos, Onassis incluido, se deleitaban allí escuchando a un cantor
que animaba las veladas: Carlos Gardel.
LAS CACATUAS SOÑADORAS
No siempre, claro, los escenarios glorificados se instalaron en los
predios céntricos. Una humilde lechería, entronizada en el corazón
de Villa Crespo, que aún hoy ostenta el claro, inequívoco nombre de
La Pura (Corrientes, entre Serrano y Gurruchaga), inmortalizó su
intrascendente destino lácteo: sobre sus inocentes mármoles, entre
migas de vainillas, Celedonio Flores (el Negro Cele) escribió dos de
sus más memorables letras: Margot y Mano a mano. Julio Jorge Nelson
—que la rescató del olvido— refiere también que cuando Celedonio
Flores escribió su célebre tango Corrientes y Esmeralda, a Gardel
casi le da un soponcio. "Cuando el zorzal llegó a la parte que dice
Cualquier cacatúa sueña con la pinta de Carlos Gardel — refiere
Nelson— explotó: ¿Pero vos estás loco? ¿Cómo querés que cante esto?
Intervino entonces Pracánico y le explicó que el tango había sido
escrito para él y que debería estrenarlo en el Apolo, en un festival
organizado por la sociedad de jockeys. Cuando llegó el día del
estreno, Gardel cantó el tango. Pero introdujo una ligera
modificación: Cualquier cacatúa sueña con la pinta de... Charles
Boyer. Nunca —concluye Julio Jorge Nelson— cantó ese tango con la
letra original".
No hay duda que hacia la década del 30, tango y café eran sinónimos.
Por ese entonces, la calle Corrientes era menos opulenta en
pizzerías y más rica en cafés. Era angosta y faltaban aún 37 años
para que le cambiaran la mano. Eso sí, Fue siempre reducto de
nostálgicos. En aquellos tiempos, en una sola cuadra, entre Suipacha
y Carlos Pellegrini, se concentraban los más famosos cafés de tango
que el mundo haya conocido. Flanqueando al teatro El Nacional,
estaban el Germinal y el Nacional. Enfrente, los 36 Billares y más
hacia Suipacha, el Nido, donde actuó por primera vez un muchachito
que se llamaba Marianito Martínez: faltaba bastante para que Mariano
Mores adoptase el apellido de su esposa. En el Germinal robustecía a
una densa feligresía Juan Maglio Pacho, que tenía en su conjunto
algunos nombres que con el tiempo se harían famosos: Aníbal Troilo y
Héctor Lagnafietta, quien luego se dedicaría al jazz. Más tarde,
cuando Troilo ya actuaba con su orquesta, un chiquilín lo observaba
desde una mesa: "Maestro, quiero tocar con usted", se animó. "Y
bueno, subí", condescendió Troilo. Cuentan que Pichuco quedó
parpadeando: el chiquilín se llamaba Astor Piazzolla. Allí también
actuaron Carlos Di Sarli, Elvino Vardaro y cuando le cambiaron el
nombre y el estilo (ya se llamaba El Olmo) actuó un cantor que
alcanzaría una fama singular: Julio Sosa. En el viejo Germinal, un
vigilante de la comisaría 5ª cuidaba el orden: se llamaba Héctor
Gagliardi. El café Nacional era frecuentado por gente de los
barrios. Cuando se cerró, fue casi un duelo, también nacional.
Hablaron —como en una despedida fúnebre— José Razzano y Cátulo
Castillo. Por allí habían desfilado Anselmo Aieta con Juan Polito,
Mercedes Simone, Pedro Maffia, con el que cantaba Fiorentino;
Alfredo Gobbi, Osmar Maderna. Casi una constelación de fantasmas, de
esquinas borrosas, de oscuros parroquianos, los que, según sospecha
González Tuñón, "andarán ahora charlando y tal vez bebiendo por los
boliches del círculo celeste, donde habrá una calle Corrientes
angosta, una Cortada de Carabelas, un Paseo de Julio y un
Mercado..."
EL OCTAVO LOCO Y OTRAS SUPERCHERIAS
Yo sé que estás en un cajón metido
un montoncito pálido de huesos.
Cuando al azar de las ruidosas
calles tu nombre surja, es natural, a un tiempo,
cuando sentados a la insomne
mesa de los cafés opacos y repletos,
creemos advertir que te adelantas
por el pasillo tácito del centro...
(B, Fernández Moreno: A F. López Merino)
De pronto, convocados por sus amigos dilectos, los muertos ilustres
comenzaron a protagonizar anécdotas tan inéditas como inverosímiles:
es Roberto Arlt, ese loco genial, telefoneando a las tres de la
madrugada a Córdova Iturburu. Con su peculiar manera de hablar,
mordiendo las palabras, rebosante de entusiasmo, dice: "Che,
Córdova... Venite enseguida para acá. Estoy en un cafetín con un par
de ladrones macanudos". O enfrentando a Carlos Muzio Sáenz Peña
—director del diario El Mundo, donde Arlt publicaba sus exitosas
Aguafuertes porteñas—, quien le reprochaba su mala ortografía: "Esos
lujos están bien para vos, que ganás 1.800 pesos. Pero para mí que
gano 300, basta y sobra", se desentendió el autor de Los siete
locos. "Era un simple fenómeno de falta de memoria gráfica —explica
su entrañable amigo Córdova Iturburu— porque para otras cosas poseía
una memoria deslumbrante. Recuerdo haber conversado con él sobre
libros de autores rusos, que había leído diez años atrás, y citaba
de memoria sus difíciles nombres, trozos, diálogos, situaciones".
Es también el nombre de Enrique González Tuñón, que brotó
estrechamente unido a todos los meridianos de la bohemia. Roberto
Tálice lo evoca en época de estrecheces, cuando escribían juntos La
última evasión, una obra que se estrenó en el Teatro Boedo. "Un día
se me acercó Enrique —tempranamente privado de sus dientes— y me
espetó: ¿Te das cuenta, Roberto? Hace dos días que no como. Después
dicen que Dios da pan al que no tiene dientes.
Joaquín Gómez Bas, en cambio, lo recuerda en épocas más prósperas:
"Una noche cenábamos con Enrique y Nicolás Olivari en un restaurante
de Rivadavia y Cerrito. Festejando el pago de una colaboración,
Enrique pidió angulas, unos parientes de las anguilas, envasadas en
España. Vino la lata y comenzamos a comer con cierto recelo.
Olivari, apenas las masticó, dijo: Parecen lombrices. Enrique lo
miró en silencio. Pidió al mozo un corcho y un cuchillo bien
afilado. Cortó el corcho en diagonal, se levantó, abrió una puerta
de vaivén, la calzó con el corcho, puso sobre el piso la lata de
anguilas y le propinó una formidable patada que la depositó en la
vereda de enfrente. Después, le dijo a Olivari: Vos no debés salir
del puchero de osobuco.
Enrique González Tuñón, autor del celebrado 'Camas desde un peso',
vivió mucho tiempo en Cosquín, enfermo de tuberculosis, mal que
acabó tempranamente con su vida. Allí tuvo incentivos de sobra para
cultivar su agudo, ácido humor negro: cierta vez, fastidiado por un
intendente que procuraba fomentar el turismo en Cosquín, envió una
carta al ministro de Salud Pública, que concluía así: "Señor
ministro: Finalmente, en Cosquín, el único turista es el bacilo"
Las cartas que enviaba a sus viejos compinches porteños tampoco
tenían desperdicio: "La gente de Cosquín es muy amable y por sobre
todo muy alegre. De noche uno nunca se aburre porque escucha
permanentemente la serenata de Toselli. Además, cuando uno va a una
reunión se deshacen en amabilidades. Vos vas a sacar tu termómetro y
te dicen: Por favor, no se moleste. Utilice el mío".
Pero la más estrepitosa, desopilante anécdota la protagonizó con
Domingo Marimón, quien viajaba a menudo de Cosquín a Buenos Aires
por razones de su peculiar trabajo. Una madrugada partieron en el
auto de Marimón: adelante iba un amigo del popular Toscanito y
atrás, junto a Enrique, un silencioso sujeto, con el sombrero calado
hasta los ojos y las solapas del sobretodo levantadas. Tuñón, que
era muy conversador, trató inútilmente de iniciar el diálogo. Por
fin, cuando pararon a cargar nafta, Tuñón se bajó y lo increpó a
Marimón: "Che... ¿qué diablos le pasa a tu amigo que no me contesta
ni jota?". A lo que Marimón, imperturbable, replicó: "¿Y cómo te va
a contestar si se murió anoche?".
Marimón, nacido en Rosario, había recalado en Cosquín enfermo de los
pulmones; logró curarse y se ganaba la vida acarreando muertos: para
evitar el pago de impuestos interprovinciales los llevaba vestidos,
como un pasajero cualquiera. Según José Barcia, Marimón solía decir:
"Vine a Córdoba como punto y me hice banca". Raúl González Tuñón
refirió que su hermano le presentó a Marimón en Córdoba. "Era un
tipo gordo, grandote, y me dio un gran abrazo, muy efusivo. Después,
le comenté a mi hermano: "Che, Enrique, qué tipo cordial este
Marimón", a lo que me respondió: No, qué va a ser cordial... Te está
tomando las medidas.
Otra anécdota de corte mortuorio impresionó tremendamente al poeta
español Federico García Lorca en ocasión de sus visitas a la
Argentina. Su amigo Raúl González Tuñón la evoca: "Había fallecido
un tramoyista de la compañía
de Lola Membrives y Federico concurrió al velorio.. De pronto, un
tipo se para junto al ataúd y le dice al muerto: ¡La gran p...! ¡Ni
tiempo te dio de afeitarte! Lorca —prosigue Tuñón— había quedado
deslumbrado por el frecuente, copioso empleo nacional del insulto:
jamás olvidó, lo citaba de memoria, el rosario de improperios que se
descerrajaron: un par de automovilistas protagonistas de un choque.
Tan impresionado quedó, que años después, en 1935, cuando concurría
yo a la peña que presidía Federico en Madrid, hilvanó un gran elogio
de la Argentina: Que tenía un río como un mar, que era la canasta
del mundo. Y agregó: Y flotando sobre ese prodigio: la gran p...
Acudió también a la cita, traído por el recuerdo de González Tuñón,
el fino poeta Héctor Pedro Blomberg: "Nosotros lo admirábamos, era
un gran tipo: elegante y, como todos nosotros, un gran curda. Un día
nos encontramos con Enrique y él en Victoria y Salta para dirigirnos
al Re dei Vini, un restaurante que subsiste aún en Córdoba y Leandro
Alem: allí funcionaba una peña que presidía un historiador de
corbata plastrón y quevedos, llamado Enrique Richard Lavalle.
Dejamos el bar de Victoria y Salta con algunas copas y Blomberg
insistió en ir caminando. A las 8 cuadras justas entró en un boliche
y pidió una copa para todos: A esto lo llamo yo el descanso del
peregrino, dijo. Era justo la mitad del trayecto".
Semejantes libaciones —según Córdova Iturburu— motivaban que muy a
menudo Blomberg debiera ser llevado de retorno a su hogar
prácticamente a babuchas. Invariablemente, la mujer abría la puerta
y le decía: "¿Ya venís con esos borrachos?".
EL HAMBREADO OFICIO DE INFORMAR
Serás lo que debas ser y si no serás periodista.
(Anónimo)
Uno de los más hambreados sectores de la bohemia porteña de los años
30 fue sin lugar a dudas el periodístico: la acumulación de diarios
y talleres sobre avenida de Mayo y Rivadavia, entre San Martín y
Maipú (los desaparecidos Tribuna Libre, El Diario, La Unión, El
Telégrafo, Ultima Hora, Libre Palabra y los actuales La Prensa y La
Razón), desplomó sobre los turbios fondines de la zona una nutrida
clientela de redactores, gráficos, canillitas, revendedores y
horteras en general, protagonistas de historias únicas e increíbles.
Casi todo el anecdotario que recreó para SIETE DIAS don José Barcia,
veterano hombre de prensa, se vincula con la dramática precariedad
económica que asolaba por ese entonces la profesión. Uno de los
diarios que estaba en trance de expirar y hacía tiempo que adeudaba
el pago de las quincenas era La Unión, regenteado por un español,
Rodríguez de Vicente. Para nada sensible con las necesidades de sus
subordinados, solía llegar a mediodía, se desembarazaba de su
elegante atuendo (gabán, guantes, bastón y galera), escribía su
suelto y alrededor de la una y media se retiraba, muy envarado, ante
la hambrienta mirada de los redactores. Hasta que un día, cuando
abandonó su despacho para buscar sus prendas y marcharse a almorzar,
observó que el perchero estaba vacío. En reemplazo de sus lujosas
ropas había... una boleta de empeño.
Hacia la misma época, El Telégrafo atravesaba serias dificultades en
sus finanzas: todos los días, una veintena de redactores se
esperanzaba frente a la puerta del administrador con el objeto de
obtener algún vale; todos los días también se repetía el mismo rito:
el administrador llamaba a tres o cuatro y les concedía diez o
veinte pesos. Por fin alguien le preguntó con qué criterio elegía a
los beneficiarios: "Muy sencillo —respondió el administrador— llamo
a los que tienen más cara de hambrientos".
El hambre hacía florecer también en la vecindad de las redacciones,
numerosos tugurios de compra-venta, donde era posible empeñar
objetos inimaginables: "Allí acudía con frecuencia el tuerto
Gonzalvo, con el objeto de empeñar su ojo de vidrio", recuerda
González Tuñón. Gonzalvo, un uruguayo que redactaba la página de
arte en Crítica, hubiera hecho las delicias de los actuales
patafísicos: En su lecho de muerte —a la manera de Alfred Jarry, que
falleció pidiendo un escarbadientes— escribió a su amigos: "Los
médicos dicen que no tengo remedio pero yo les doy esperanzas".
Barcia recordó que casi siempre dejaba su ojo como fianza en un
boliche —hoy ya desaparecí do— en la esquina de Cerrito y
Corrientes, y Córdova Iturburu acotó, por su parte, que bastante a
menudo el avispado uruguayo ocultaba el ojo en su bolsillo y
organizaba en Crítica una suscripción para conseguir desempeñarlo.
"Sin el ojo no puedo escribir", argumentaba.
Uno de los, más empinados personajes de la bohemia fue, sin duda, el
vate francés Charles de Soussens, contertulio del Café de los
Inmortales y pertinaz frecuentador de todo tipo de redacciones y de
estaños. Un día —el recuerdo es de José Barcia— recaló en Crítica a
saludarlo a Botana. Este, que estaba de buen talante porque había
realizado un pingüe negocio, le dijo: "¿Por qué no escribís un
soneto? Yo te lo pago siempre que lo hagas ahora". Pocos momentos
después, el poeta retornó con el soneto. Botana lo leyó, con
muestras de aprobación y comentó: "Muy bien. Te lo voy a pagar a
razón de un peso por verso: catorce pesos". Soussens, ni lerdo ni
perezoso, se apuró: "Esperá, Botana... Me olvidé el estrambote".
(Dos versos que los antiguos españoles solían añadir a los catorce
del soneto clásico).
Por ese entonces el mismo Soussens había inspirado a Fernández
Moreno uno de sus más bellos sonetos, que es también una lírica
descripción de ese insólito francés que alguna vez se autodenominó
avatar de Verlaine. Dice el imprescindible Baldomero: "No habíamos
hablado dos veces en la vida. / La noche que supimos la muerte de
Darío / te encontré en el café de Perú y Avenida / y esa noche rodó
tu llanto con el mío. Y caminamos juntos por la ciudad dormida, /
bajo el cielo de estrellas calientes del estío. / Ya venía la luz
por el lado del río / cuando te dejé solo en la hora perdida.
Despertaba en carritos el alba bulliciosa / y el fondo de la calle
era un telón de rosa. / Me volví para verte, deja que lo recuerde: /
los pantalones flojos, las piernas vacilantes / y en las manos
nerviosas el bastón y los guantes. / El sol manchaba de oro tu viejo
chaqué verde".
LA GLORIFICACION DEL PUCHERO
Con humor de todos los diablos llegué a la fonda de pícaros y
vagabundos llamada de El Puchero Misterioso, por la olla a precio
ínfimo y la catadura de sus parroquianos, hombres solos y, en su
mayoría, malabaristas del hambre.
(Enrique González Tuñón: Camas desde un peso)
Un itinerario más o menos completo que siguiera los pasos de los
pioneros de la trasnoche no puede omitir La Terraza, de Corrientes y
Paraná (hoy confitería Premier), frecuentada por periodistas y
canillitas de Crítica, aunque predominaba el ambiente de teatro.
Allí, una noche, Carlos de la Púa (El Malevo Muñoz) se quedó mirando
a un 'macró' que pasaba del brazo con una bailarina del Chantecler.
Sin poderse contener, le dijo a Tito Lusiardo, que estaba a su lado:
"Mirá vos. La pasea como si fuera Botafogo". El inefable Lusiardo
—que se ufana de haber conocido lo de Hansen— residió toda su vida,
en pensiones primero, después en un departamento en los aledaños de
Paraná y Corrientes, Con la sola excepción de un breve interregno
que lo trasladó a Belgrano, en la calle Monroe: "Una noche salí a
buscar una aspirina. No la pude encontrar en todo el barrio.
Entonces me dije: Esto no es para vos, Tito. Y me volví a
Corrientes". Uno de sus vecinos de pensión fue Roberto Tálice, a
cuyo cuartujo solían acudir Yamandú Rodríguez, los hermanos González
Tuñón, Arlt, Brandán Caraffa y desaparecidos astros de la farándula
teatral.
Tampoco hay que desdeñar El Tropezón, en la avenida Callao, cuyos
célebres pucheros de medianoche por sólo un peso conservan aún su
empinado prestigio aunque no su precio; ciertas cantinas de la
cortada Carabelas ("hoy apenas una sombra sin el Mercado, padre de
tabernas", apunta Raúl González Tuñón). En una de ellas gustaba
comer el músico Richard Strauss y algún viejo paredón de la zona
debe conservar todavía el eco inigualado de la voz de Enrico Caruso,
quien se alojó en un hotel de la cortada. No hay que olvidar, claro,
el viejo café El Ateneo, en Cangallo y Carlos Pellegrini, donde se
echaron las bases de un sello que hizo historia en el cine
argentino: Artistas Argentinos Asociados, siempre frecuentado por la
farándula cinematográfica.
Ninguno de estos lugares —tan variados y disímiles— alcanzó la
celebridad de El Puchero Misterioso, despacho de bebidas y fondín
surrealista, adjunto a un almacén de Cangallo y Talcahuano. No es
ése el nombre con que lo bautizaron sus dueños, quienes optaron por
denominarlo La Perla, designación que —obviamente— para nada
reflejaba sus extrañas características. El mote, debido al ingenio
de Conrado Nalé Roxlo, no obedecía tanto a la baratura de la vianda
(el puchero costaba veinte centavos) sino a la misteriosa forma en
que emergían los platos: un ventanuco comunicaba la cocina con el
mostrador y sólo se veía una mano, anónima, sin cara, que despachaba
los pucheros tan suculentos como misteriosos.
En estos fondines surrealistas nacieron los resultados del ocio
creador, muchos de los agudos epigramas, de los epitafios
iconoclastas con los que la joven generación de escritores tomaba el
pelo a sus mayores y aún a sus pares. Buena parte de ellos vieron la
luz en la revista Martín Fierro, fundada por Evar Méndez, que
apareciera entre 1924 y 1927 y que acaudilló a los escritores del
grupo de Florida. Los de Boedo, ni lerdos ni perezosos acuñaban
también gruesos brulotes, en las revistas Extrema Izquierda y
Claridad. Así, por ejemplo, don Leopoldo Lugones mereció uno do los
más celebrados epitafios, redactado por el vizconde de Lascano
Tegui: "Fue don Leopoldo Lugones / un escritor de cartel / que
trasformaba el papel / en enormes papelones. Murió no se sabe cómo.
/ Esta hipótesis propuse: / Fue aplastado bajo el lomo / de un
diccionario Larousse".
Arturo Capdevila, quien ya siendo famoso solía presentarse a con
cursos literarios, obtuvo esta lápida: "Aquí yace en este osarlo /
Capdevila bien sepulto. / Fue niño, joven y adulto / pero nunca
necesario. / Sus restos deben quemarse / para evitar desaciertos /
murió para presentarse / en un concurso de muertos".
Los martinfierristas, disgustados por una antología compilada por
Julio Noé, le endilgaron el siguiente epitafio: "Aquí sepultó la
parca / a Noé, persona bella. / ¿Este era el dueño del Arca? / No
señor, estaba en ella". Eduardo González Lanuza insistió con
Lugones: "En aqueste panteón / yace Leopoldo Lugones. / Quien,
leyendo La Nación / murió entre las convulsiones / de una
autointoxicación". Bien pronto, González Lanuza, autor de Prismas,
mereció su lápida: "Aquí reposa González / Lanuza el vate cuadrado;
/ el pobre murió atacado / de Prismas intestinales".
Córdova Iturburu mereció también su réquiem: "Silencioso, solo, en
pace, / en este oscuro rincón / Córdova Iturburu yace... / Se amaba
hasta el paroxismo / y murió de admiración / que se produjo a sí
mismo".
Más cargados de intención eran los epitafios que inspiraban los
adversarios de Boedo. Alvaro Yunque (seudónimo de Gandolfi Herrero)
fue condenado a un insólito entierro: "A Yunque el de frente
estrecha / Que en Claridad editaron, / Murió por fin. Lo enterraron
/ En el fondo, a la derecha".
Pero los más malévolos dicterios se desplomaron sobre Roberto
Mariani, el autor de los vigorosos 'Cuentos de la oficina', a quien
los martinfierristas acusaban de poseer un estilo algo italianizado:
"Debajo de este ciprés / purga Roberto Mariani / su esfuerzo por
castellani / zar su estilo genovés".
Así, entre sonrisas intencionadas, trascurrió esa guerrilla formal y
juiciosa entre los grupos literarios de Florida y Boedo, cuyas
diferencias no eran demasiado profundas, a punto tal que el
humorista Arturo Cancela propuso fundirlas en una sola: la escuela
literaria de Floredo. Mejor aún, la define Rosa Troiani: "Boedo o
Florida: cajetillas que descendían al suburbio en busca del
taciturno compadrito, o iluminados que desde el suburbio amenazaban,
con el puño a su babilonia amada. Otra posguerra, ya sin esperanzas,
ha disuelto en su viento de locura ese dilema, como tantos otros".
Esos mismos vientos —más huracanados, por cierto— parecen haber
barrido también la morosa, oronda bohemia de los años 30. Pocos
bastiones perduran para espiar los amaneceres porteños. Pocos son
también los testigos: como dice Tuñón, "muchos se han perdido en el
ocaso por el río amarillo de tantos almanaques". Los que quedaron
—los que rescataron del olvido esa bohemia impenitente, ese último
rostro de Buenos Aires— pueden decir, al igual que Enrique, el de
las 'Camas desde un peso': "En un tiempo el mundo fue un paisaje
cambiante. Transité caminos; anduve lunas solitarias; departí
madrugadas y el alba me cerró los ojos con arrepentimiento de pájaro
nocturno".
José María Jaunarena
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