Villa Gesell
La leyenda de los raros

 

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El amor de Gesell, una fábula

En La Cueva de la Vizcacha: Música y poemas para gente snob

Un twist en la noche: Entre los médanos, la villa pierde su iracundia

 

Fastidiada, arrastrando un bolso con la misma dejadez con que dejaba escapar un insulto cada cinco palabras, Alicia Vallejos señaló a una señora que bajaba de su automóvil gris:
—Fijate, vestido de noche y tacos. Esto no se veía antes en la villa. Yo siempre me puse lo peor para venir acá.
Alicia (22 años, traductora, hija única) hace cuatro veranos que pasa sus vacaciones en Villa Gesell. La primera vez fue con sus padres; las otras tres, con sus amigos: veinte mochileros que odian la urbanización, la burguesía y las hojitas de afeitar sólo durante cuatro meses. Todos aseguraron a PRIMERA PLANA que "el film de Rodolfo Kuhn, Los Inconstantes, le hizo mucho mal a la villa, porque difundió una leyenda de amor libre que nunca existió". Según ellos, los turistas se volcaron a esa playa en busca de un mundo exótico y cambiaron todo, hasta la costumbre de andar descalzos. "No encontraron nada, pero se quedaron lo mismo y le quitaron a esto todo su encanto."
Sin embargo, Pedro Di Rito (mozo de una parrillada) relató otra versión: "Ese tipo que hizo la película tenía razón, aunque se le fue la mano. No eran tantos los raros; apenas una docena. Nunca vi gente tan sucia y tan prepotente. Al principio estaban dispersos, pero después alquilaron un galpón y pusieron un restaurante. Duró un día, se pelearon con el primer cliente y lo cerraron; pero siguieron viviendo allí. Las chicas eran jovencitas..."
Mientras Carlos Idaho Gesell, fundador de la villa, incrementaba la venta de terrenos (400.000 pesos el lote; 200.000 si se edificaba a los seis meses) y los hoteles ampliaban sus instalaciones, los raros se fueron apretando ante la avalancha de turistas y, en lugar de multiplicarse, desaparecieron. Sólo dejaron rastros que otros supieron explotar con más éxito, como La Cueva de la Vizcacha, un pequeño bar decorado con maderas, botellas, redes, caracoles y caparazones de peludos, que todas las noches reúne a guitarristas y a recitadores junto a un mostrador alfombrado de copas. En sus paredes, Letulio (35 años, barba y anteojos negros) pinta lo que se le ocurre. Afuera, espiando por los ventanales, los turistas observan silenciosos. La Cueva, ubicada en una esquina céntrica, acumula infatigables bebedores: los comerciantes y los hoteleros.
Una burda imitación del snobismo introducido por los raros es el que ensaya Juan Antonio Serna en el último local de la galería Costa Azul, donde intenta atrapar con sus excentricidades a los turistas que salen del cine Atlantic. Serna es el líder de los patafísicos, quienes se congregan sentados en almohadones dentro del diminuto local para proyectar films de Salta, Jujuy, Bolivia, Perú, Brasil, San Telmo y la Boca, y leer simultáneamente a Neruda, a Borges y a Gustavo Adolfo Bécquer, mientras una catarata de sonidos dispares cae desde un tocadiscos. A los iniciados, Serna los somete a un bautismo difícil de sobrellevar: deben oírlo recitar sus propios versos, y colaborar en la publicidad del local pegando carteles hechos a mano, en los que se invita a una sesión de Tiempo de poesía, con debates, copas y canto, que él define como "espectáculo vanguardista".
Pero la mayoría de los adolescentes que llegan a Villa Gesell acompañando a sus padres, pasan de largo frente a La Cueva y desoyen el llamado de los presuntos patafísicos. Su objetivo es más concreto: bailar los ritmos de moda. Todas las noches, los jóvenes constantes acuden a las boites en busca de muchachas. Allí se encuentran para „ traspirar juntos en gimnásticos movimientos al compás de cientos de discos de jazz y música tropical. Esta temporada el lugar 'in' es la boite Pipach, un pequeño hotel de sólo trece habitaciones, embutido en un pozo formado por los médanos, con una pista al aire libre y otra encerrada en una gran vitrina. Bordeado de árboles, Pipach es el sitio más fácil para eludir la vigilancia y abrazarse. Un camino de piedras y plantas que bordea el edificio, debajo de una galería, desemboca en las habitaciones. La arquitectura es casi idéntica a la de la famosa casa de la cascada concebida por Frank Lloyd Wright, pero el agua está a cien metros, en un detonante golpeteo de olas.
El éxito de Pipach destronó al tradicional Cariño Botao, ahora señalado como lugar out por los exquisitos, debido a la mayor afluencia de turistas a la villa. El Cariño, con una decoración carnavalesca, más luz y más espacio, utiliza un ardid para atrapar clientes: cobra cincuenta pesos la entrada con derecho a una consumición. De esa forma suma más gente y ofrece más oportunidades de conseguir pareja. En caso de éxito hay que recurrir inevitablemente a la segunda consumición, mucho más cara que la primera.
Los matrimonios optan por una boite más elegante: la confitería Atlantis, frente al mar, de clima más recatado, decoración más moderna y precios más altos. Dos escaleras comunican esa pista de baile con la playa. Rompiendo todos los moldes, sin la clásica disposición de las otras tres, la boite El Pato, aislada en el otro extremo de la villa, convoca todas las noches a los jóvenes a bailar en sus dos pisos, uno (el alto) más oscuro que el otro. El Pato es todavía nuevo, pero difícilmente desplace a Pipacho Cariño por su ubicación. Un clima de alegría menos convencional y la versión, de que sus próximos dueños serán el cantante Fernando de Soria y la actriz Gilda Lousek, acrecentaron la clientela. Este matrimonio explotó hace dos años la boite El Chivo Negro, un reducido ambiente que él manejaba desde su guitarra.
Villa Gesell, invadida por los alemanes primero, los suizos después, y reconquistada ahora por los argentinos, ostenta en su entrada un gran cartel que la define como "la playa más europea del país". Se extiende en una franja de dos kilómetros y medio de longitud y cinco cuadras de ancho, donde una espesa arboleda esconde cientos de chalets. La vida nocturna, excitada por el ritmo del twist, el oleaje y el bluebeat, es la otra faz idea una apacible laxitud diurna. Sin bullicio ni ruido de automóviles, con calles de arena por donde circulan pintorescos taxis (pequeños sulkys con ruedas de auto), la villa exhibe una interminable y ancha playa donde los bañistas se dispersan sosegadamente.
Las tardes suelen ser aprovechadas en Gesell para recorrer a caballo los sinuosos caminos de arena, donde se descubren nuevos chalets en construcción. Un sitio obligado de los jinetes, a la hora del té, es la rústica confitería La Ardilla, a un costado del camino de acceso, parecida a una casa de enanos y levantada en lo alto de un médano.
Los que prefieren otras prácticas deportivas optan entre el tenis o el petit golf, en el club Pussy Cat; el karting, el patín, la pesca o el fútbol.
La excesiva confianza de los recién llegados es aprovechada por los organizadores de excursiones para tentarlos con un llamativo cartel: "Visite el cementerio de los caracoles." Los que muerden el anzuelo suelen repetir la misma versión: "No queda nada. Los turistas se llevaron todo: hay que venir en invierno."
Por eso tiene éxito la rústica boutique Hipocampo, frente al hotel El Gateado, donde Susana, una señora obsesionada por los regalos que el mar suele depositar en la playa, vende toda clase de adornos. Cuando descubre el refinado gusto de un turista por la belleza natural, Susana despliega una verborrágica cátedra de arqueología y destapa cofres que contienen una formidable colección de piezas marinas. Celosa de sus tesoros, después de mostrarlos se niega, a venderlos. "Estos son míos y no me desprendo de ellos", dice misteriosamente.
La mayoría de los hoteles son explotados por los europeos. El más cotizado, Tejas Rojas, de frente al mar, ostenta una pileta de natación junto a su fachada. Algo retirado del centro comercial (6 cuadras), el Bella Vista asoma como el mejor mirador de la villa, emplazado en una loma, con vertiginosos jardines.
La mejor carne se come en Los Picapiedras, con una especialidad: el provolone a la parrilla. La vestimenta es simple y deportiva; están suprimidos los zapatos y las corbatas, salvo para aquellos (muy pocos) que llegan a Gesell en calidad de frustrados marplatenses y descubren que se puede vivir en traje de baño todo el día o bailar descalzo, como intentan imponer algunos adictos al bluebeat, al salir del mar.
El iniciador de todo esto, Carlos Idaho Gesell, atisba desde su imponente mansión —en el sitio más alto y más espectacular de la villa— cómo crece incesantemente la afluencia de turistas. Un promedio de ochenta mil personas (50 mil en auto y 30 mil en ómnibus) invaden los hoteles y los bares durante el verano. Llegan por un camino todavía sin terminar, de sólo tres metros de ancho y de una sola mano, que se desvía de la ruta Buenos Aires -Mar del Plata a la altura de Las Armas. Los últimos 34 kilómetros, de arena, mueren entre una sucesión de médanos quebrados por una espesa vegetación. 
revista primera plana
16-02-1965