Revista Periscopio
21.07.1970 |
Doblado sobre el surco, junto a una botella de tinto, el peón Miguel
Orsatti ve llegar el mediodía; diez metros más allá, pala en mano,
su compañero Victorio Pintore, un italiano de 60 años, como Orsatti,
desmaleza las viñas; lo hace con movimientos lentos mientras escupe
las palmas de sus manos de vez en cuando para que no se le ampollen.
Unos campanazos —un martillo que golpea una cacerola colgada de un
árbol— van a anunciar la comida y luego la siesta.
Mientras recorren el camino de la casa, otros hombres se agregan,
unos seis en total; pensativos, se sientan a la mesa grande, en la
planta baja, colmada de cajones vacíos, al lado del depósito de
vinos; el patrón, sin embargo, come arriba, con su mujer y la prole
(ocho personas).
Ellos, todos ellos, viven como lo que son: chacareros. Lo curioso es
que las parcelas, que suman unas 640 hectáreas trabajadas por un
centenar de familias, están diseminadas a unas cincuenta cuadras de
la Casa Rosada, algo así como a cinco kilómetros en línea recta
desde la Plaza de Mayo.
Los minifundios se extienden sobre la ribera del Río de la Plata,
limitados por el Arroyo Sarandí, el camino en construcción del
acceso sudeste a la Capital Federal y los arrabales de Quilmes.
Allí, desde hace por lo menos un siglo, un puñado de labriegos se
sucede con la obstinación de sus costumbres, tan extrañas al tumulto
próximo de la ciudad. Hasta hace poco, vivían de las cepas que
producen el Vino de la Costa; hoy el negocio no conviene, las
tierras se anegan y el petróleo que se mete por el río, junto con
los residuos de las fábricas que circulan por los canales, han
terminado por pudrir todo; la comunidad, otrora próspera, apura su
agonía mientras lucubra nuevos, impensables, métodos para
diversificar los cultivos y arrancar
al páramo hortalizas y ciruelas con las que se pueda abastecer la
ciudad.
El primer inmigrante que llegó a la zona fue un genovés cuyo nombre
se perdió en el recuerdo; hacia 1865, embrujado por los pastizales
que casi trepaban hasta la Boca, instalaba la quinta pionera; con
los años, otros le seguirían, aunque los más liaron sus petates y se
hundieron cerca del Sarandí, quizá porque imaginaron que podían
montar una fortaleza inexpugnable.
Al principio nadie disputaba esas tierras, pero después el lado
ribereño se convertiría en patrimonio del Barón Demarchi,
emparentado con Julio A. Roca, y la franja del Oeste pasaría a poder
de otra familia de notables, los Núñez. Eran épocas duras en que la
frontera se defendía con la escopeta; así no era extraño que un
quintero de la zona en litigio pagase una vez el alquiler a Demarchi
y al vencimiento
próximo cayese en manos de los Núñez, previos tiroteos nocturnos. En
eso, los piamonteses, que eran todos viñateros, no podían con su
genio; con todo, los generosos sarmientos los ataban de tal modo a
la tierra, que al cabo el vino de la guerra servía para la paz.
Con el siglo llegó la bonanza y a los hijos del Piamonte se
agregaron lombardos y trentinos que fueron desperdigándose en unas
150 familias, casi un clan que producía por año cerca de tres
millones de litros de vino; la fama del costeño llegaba a la Boca y
al viejo Barracas al Sud, pero para mantenerla había que hundir la
pala de sol a sol hasta cavar decenas de kilómetros de desagües. Las
casas cercanas al río se hicieron sobre pilotes; bien armadas, iban
a transformar las inundaciones, de calamidades, en simples
accidentes. En lo alto, también se protegían de la codicia humana.
EL OCASO DE LA GLORIA
Hacia 1926 los hijos de los colonos, catequizados por el seminarista
Enrique Lavagnino, que ahora es párroco en la Iglesia de San
Cristóbal, tomaron la primera comunión; un maestro improvisado, al
que todos conocen como el Señor Julio, cruzaba el Sarandí en bote
una decena de veces al mes y en una chacra hoy, en otra al día
siguiente, enseñaba a leer ad honorem; para ello debía vencer la
resistencia de los agricultores que vivían sin libros ni diarios. La
escuela recién llegaría treinta años más tarde para analfabetos
crónicos.
Los ociosos se pasaban las tardes, de pesca, en el arroyo Sarandí o
jugando a los naipes y a las bochas en los fondos de una cantina que
había erigido sobre la playa el Racing Club. La sociedad industrial,
por otro lado, arrimaba a las cercanías fábricas y curtiembres;
también se juntaban en el Dock Sud las elaboradoras de petróleo,
hasta que una mañana alguien echó un vistazo al pasto que bordea los
zanjones de desagüe: estaba quemado por los ácidos. Las playas
ennegrecieron y el balneario de Racing pasó a la historia, lo mismo
que los peces del Sarandí y el Santo Domingo, que ostentan
actualmente un cauce fétido.
La producción de vino descendería de golpe; los peones, mejor pagos
en la ciudad, eran cada vez más escasos; los ancianos morían y sus
hijos escalaban otros rumbos; unas cincuenta familias emigraron y
las que quedan sólo son una sombra del pasado, ligadas a las
ausentes por una que otra fotografía amarillenta.
En auto se puede llegar sin dificultad; basta bordear el arroyo por
Villa Dominico. Desde el puente de acceso sudeste a Buenos Aires el
lugar se parece a un páramo; si se esquivan los pozos del camino, a
poco más de un kilómetro se halla un almacén teñido de gris. En un
viejo cartel de Pepsi asoman algunos colores. A la derecha el Santo
Domingo pudre todo: una draga enmohecida asoma de sus aguas. Pocas
cuadras más adelante, detrás del puente viejo y la alameda, está la
zona sureña, más pobre todavía, casi abandonada. Por entre una
barrera de sauces se divisa un conjunto de casas de chapas, medio
sepultadas en la maleza. Pintado sobre unas maderas, el cartel: "Se
benden cebollas. Hay patos". Los domingos los extraños se acercan a
comprar, a pichinchear.
Hace dieciséis años murió Bartolomé Esteban Cánepa, uno de los
agricultores; lo sobreviven su esposa Clotilde, una viuda silenciosa
y espigada, y tres hijos; de ellos, sólo Bernardino, el más chico,
vive en las quintas con su mujer. La historia de Bartolomé no es muy
diferente de otras; llegó desde Italia recién casado, todavía con
azahares en el baúl, allá por 1919, y con sus manos levantó la casa
de dos pisos, con el barro casi hasta la cintura. En la parte alta
nació Bernardino, quien ahora cuenta: "De chico ayudaba a mi padre;
los domingos me dejaba ir a pescar y de jarana. Comenzaron a
gustarme los bailes en Villa Dominico o en los recreos del Sarandí.
Ahora quedan las ruinas del último piringundín, El Pistachi. En una
de esas conocí a María, que también es de aquí, nacida cerca del
arroyo. A ella se le habían muerto todos los familiares. Nos casamos
en 1952, cuando mis hermanos ya no estaban". Se animaron a emigrar.
Como una letanía, entona su jornada, esa vida cotidiana que siempre
se parece a sí misma. "Nos levantamos a las cinco; las nenas
también. Hasta que amanece se limpian los zanjones o las vides.
Luego, desayunamos con unos embutidos que faenamos nosotros, salame
y mortadela. El jabón, las conservas y el pan también los fabricamos
en casa (señala el horno que señorea en el patio). Esperamos las
doce mientras cortamos el pasto para los cerdos y el caballo;
podamos algo o cambiamos los palos que sostienen las plantas. A la
tarde hacemos lo mismo. Es mucho trabajo, muy cansador y muy
desgraciado porque las vides ya no rinden." El rostro rubicundo de
Bernardino se sacude: "No quedan esperanzas; esto se muere. Yo
quisiera ser jardinero de una familia rica. Me iría mucho mejor. ¿Ve
aquel descampado? Hace veinticinco años reventaba de uvas. El dueño
todavía vive, pero creo que se quedó solo; ahora cuando consigue
ganar unos pesos se emborracha. Para lo único que le sirven". Pero
no bebe vino.
No hay luz, teléfonos ni policías. Según la leyenda, por el Santo
Domingo incursionaban los contrabandistas, pero a pesar de los
pastizales que servían de escondrijo fácil, nunca hubo maleantes.
Alguna vez aparece un destartalado ómnibus que pasa sin horarios. Lo
toman las maestras de la Escuela 47 y los peones. Como el vehículo
es una aventura lo llaman Apolo 8; los días que no corre la mayoría
de la gente se las arregla acomodándose en el pescante del camión de
la basura o haciendo dedo a uno que otro automovilista.
La destilería está a menos de un kilómetro; los quinteros se
acostumbraron ya a su presencia porque desde la chimenea sobresale
una llama roja; a ellos les recuerda su propia destrucción: "De 25
hectáreas que teníamos, por lo menos cuatro fueron arrebatadas por
el petróleo y los ácidos", dice Silvio Cereseto (48). "Pensar que
hace unos años no teníamos otra preocupación que la de sacar a las
sabandijas que estropeaban las viñas."
Los padres de Cereseto llegaron a la Boca en 1882 y eligieron en
seguida el camino de las quintas, con vocación de italianos. Vive
con un hermano dos años menor y ambos no salen del predio salvo para
hacer compras. "Hace diez años que no vamos a la parte sur. En 1928
producíamos 260.00 litros de vino. En la última cosecha apenas
llegamos a 50.000; de todos modos, somos los mayores productores."
Es que casi nadie tiene más de diez hectáreas. La única diversión de
Cereseto es mirar la chimenea de la Shell.
UNA MUERTE MUY DULCE
En 1960 las tierras pasaron a poder del Ministerio de Asuntos
Agrarios de la Provincia de Buenos Aires, que prometió venderlas a
los colonos; una vez que convino las condiciones y cobró la primera
cuota, todo quedó en el olvido por lo menos durante diez años.
Cuando de pronto la burocracia reparó en la omisión, los campesinos
tuvieron que pagar las deudas acumuladas.
Osvaldo Paissá, un muchachón de 23, cree que con el tiempo será
propietario; nieto de los primeros colonos, hoy ha perdido su
afición a las viñas y trata de volcarse a otro tipo de plantaciones.
"Las ciruelas andan bien", opina. Él ya hizo un diagnóstico: "Las
uvas de la costa no resistirán la contaminación, porque la variedad
conocida como Chinche, sí, la uva lsabella, no aguanta. De todos
modos, ya ha durado mucho".
La familia Casanova dio a la colectividad de quinteros sus más
conspicuos miembros; José Federico, el padre, llegó casi al comenzar
el siglo; al cabo de unos años volvió a Genova, para casarse, y
cuando murió, en el treinta, dejó a sus cinco hijos un legado de 15
hectáreas ricas. Pablo, el mayor, se hizo cura; Federico se
convirtió en bioquímico y los restantes se quedaron afincados en el
solar paterno; uno de ellos, Juan Bautista, es el líder de los
colonos: capitanea la Cooperativa y las gestiones en pro de mejoras.
Los Casanova tienen la única casa pintada y una pick-up. Como
Paissá, Juan Bautista no cree en el porvenir de la Chinche, pero sí
en el de su comunidad. "El Gobierno debiera interesarse por
nosotros; éste es un espacio verde ideal que se puede conservar,
pero hay que encarar estudios para otros tipos de cultivos. Nosotros
podríamos abastecer a una amplia zona a bajo precio, sin gastos de
flete. Pero si esto sigue así vamos a terminar en la ruina."
A cien metros de la quinta tres edificios de material llaman la
atención; albergan a una clínica de reposo que lidera Atlántico
Francia, un médico psiquiatra. Unos diez pacientes son ex peones
viñateros, alcoholistas crónicos, pero la mayoría está formada por
enfermos de angustia; se trata de hombres maduros que piensan que la
ciudad no los admitirá; es que no saben otra cosa que vendimiar.
Francia los atiende como médico de la zona, los obliga a descansar y
les financia los remedios con muestras gratis.
El más viejo del clan es José Valierini, un inmigrante que surca los
88 años. Vino allá por el diez y se ubicó en una quinta de cinco
hectáreas que empezó a trabajar sin desmayos; casi no habla
castellano.
La mujer de Valierini murió de fiebre puerperal, no recuerda cuándo;
él nunca se movió de su cuadrado de tierra, bajo la sombra de las
vides que empezaron a secarse; las pocas uvas que cosecha las vende
a un vecino. Se alimenta con verduras, salame y con lo que puede; su
hija, una mujer callada, llena de arrugas, lo cuida y le cose la
ropa; Valierini casi no oye; no se explica por qué él se derrumbó en
la miseria; mira al enviado de Periscopio y le dice: "No importa;
voy a morir". Luego, vuelve su cara al surco y es imposible
arrancarle una sola palabra.
La mayoría hace un rito del silencio; hoscos, ambulan agobiados por
una saga casi secular y por las deudas que el vino no paga;
quisieran dar el salto, sacar de la tierra pegajosa algo más que
uvas, pero esa esperanza amanece cada día y se apaga por el más
común de los motivos: el miedo al cambio.
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