Revista Periscopio
09.06.1970 |
Achatado contra el monte santiagueño, 300 kilómetros al Noreste de
la capital provincial, Weisburd es un caserío semihabitado que
sobrevive desde hace tres años con la esperanza puesta en los demás.
Ya sabe que se perdió la cuota depositada en la subsistencia de la
empresa Weisburd y Cía. SA, pero todavía no está desengañado ni con
el Gobierno nacional ni con el provincial, que se comprometieron a
sacarlo de la situación. Mientras tanto, los hombres y las mujeres
se desesperan buscando qué hacer.
Lástima que la generación, en ese sentido, no tiene experiencia. Es
que durante tres generaciones los weisburdianos no tuvieron más
preocupación que la de llegar a horario al trabajo: lo demás, desde
el abastecimiento del pueblo hasta sus diversiones, desde la casa de
cada habitante hasta su futuro, lo decidía la Compañía,
La historia comenzó en 1898, cuando llegó a la zona Israel Benjamín
Weisburd y se colocó como contratista de una firma forestal. La
suerte lo acompañó, y cinco años más tarde instalaba su propio
obraje; en ese momento, como apéndice del establecimiento, nació
también el poblado, a 45 kilómetros de Quimilí, el centro urbano más
próximo. Audaz, progresista, Weisburd aumentó las inversiones;
construyó por su cuenta un ramal para el ferrocarril y terminó por
montar una fábrica de tanino. La localidad de El Bravo —así se
llamaba antes— también creció, y, en su época de oro, llegó a tener
casi 5.000 habitantes. Después, la drástica contracción de la
demanda internacional obligó a cerrar la fábrica, y las
instalaciones fueron aprovechadas para montar un taller metalúrgico
que se encargó, por contrato con la Empresa Nacional de
Ferrocarriles, de la reparación y desguace de vagones. Claro que la
empresa había dejado de ser familiar para convertirse en una
sociedad anónima, pero el estilo de vida en el poblado seguía como
al principio: la Compañía era una suerte de Estado más o menos
autocrático, cuya casa de gobierno venía a ser el edificio de la
Administración, desde donde su titular —simplemente el Señor—
ejercía su tutelaje de jeque.
Tan compulsivas leyes de juego demostraron finalmente su debilidad
cuando en 1967 EFA decidió no renovar el contrato con Weisburd y
Cía. por, según se dice, resultarle demasiado caro el servicio.
Naturalmente, la empresa se desgarró las vestiduras y recogió el
problema social para defenderse contra una medida que, ya se sabía,
sería su certificado de defunción. Finalmente, consiguió una
prórroga hasta el 31 de diciembre de 1968, pero su sensibilidad
social no resultó tanta como para preocuparse por el destino de sus
súbditos después de esa fecha. Pésima administración, según algunos,
maniobras especulativas, según otros, lo cierto es que Weisburd y
Cía. no pudo imaginar otra salida que una convocatoria de acreedores
que, todo el mundo en Santiago del Estero cree, la Justicia
convertirá en quiebra.
Es claro que las cosas serían distintas si él volviera. Por lo menos
eso es lo que le aseguró a Carlos Mendoza, corresponsal de
Periscopio, doña Juana, la dueña de la única "pensión".
UN MESIAS Y SU DUDOSO RETORNO
Él no es el que el lector imagina. Los hombres, las mujeres y los
niños de Weisburd profesan una extraña devoción por un personaje
que, después se supo, no se llamaba José Luis Cora, sino José Luis
Castro, administrador de la Compañía durante 100 días.
En la siesta del Día de los Inocentes de 1967, los máximos
dirigentes gremiales fueron citados a la Administración. Luis Soroa
(ingeniero, casado con Mina Weisburd, factótum de la empresa) les
presentó a Castro, advirtiéndoles que llegaba con amplios poderes de
decisión. Era el nuevo Señor.
Inquieto, decidido, emprendedor, Castro revolucionó el pueblo con un
espartano ordenamiento de la actividad laboral, social y aun
privada. En esos días la Compañía había conseguido un respiro con la
prórroga del contrato con EFA. Sin embargo, la deuda de los salarios
no había mermado; antes bien, había trepado a más de 90 millones de
pesos. Naturalmente, los dirigentes no aceptaron el "trato" que
ofrecía Castro: levantar el embargo trabado a la empresa con el
compromiso de pagar en poco tiempo más. Dos meses después, esa
intransigencia permitió al entrometido mandamás desacreditar a sus
adversarios y despertar, en el resto de los habitantes, una devoción
que por momentos fue fanatismo: consiguió, sin que nadie sepa cómo,
que EFA le pagara 100 millones, y distribuyó sueldos.
Desde entonces Castro se convirtió en un caudillo, consentido y
admirado, cuyas órdenes, aun las más insólitas, se cumplían
presurosamente.
"Nadie sabe cuándo dormía —cuenta Esmeregildo Humberto Ochi, 54—.
Después de cenar recorría el pueblo; pasada la medianoche, las luces
de la Administración todavía estaban encendidas; a las 3 ó 4 de la
mañana visitaba la planta y a las 7 rezongaba con los oficinistas."
La gente no se cansa de ponderar el "gobierno" de Castro.
Entre las desconcertantes actitudes del Señor, los weisburdianos
recuerdan su costumbre de entrar en los ranchos, sin previo aviso, y
comenzar una cátedra sobre puericultura, economía doméstica, higiene
y otras yerbas. Su pasión por el orden fue proverbial: adquirió tres
camionetas nuevas para hacer las "rondas" nocturnas; cada patrulla
(un jefe, un auxiliar) debía entregar un parte con novedades cuando
comenzaba el día. Pero su opera magna en ese sentido fue la brigada
de "exploradores" que formó con cien niños y jóvenes de 12 a 50
años. Deportes, orden cerrado, clases técnicas, formaban parte de su
instrucción. La milicia solía ejercer funciones de policía
municipal, ordenando el tránsito y despejando las calles.
Dosificando energía y simpatía, Castro solía desconcertar con
actitudes demagógicas insospechadas: aquel sábado en que Santiago
del Estero conquistó el Campeonato Nacional de Básquetbol ordenó que
inmediatamente se construyera una cancha en el pueblo; 48 horas
después los cracks ofrecían una exhibición en Weisburd. En otra
oportunidad, cuando debía inaugurarse una plazoleta, el Señor
consiguió la presencia de un pelotón de Granaderos, algo que nunca
se había visto en toda la comarca. Otra vez viajó a Buenos Aires
prometiendo que volvería con Hugo del Carril; afónico, el divo no
pudo viajar, y Castro, que no se permitía un fracaso, ordenó a su
avión detenerse en Ceres, donde actuaba Cafrune. Esa noche, el
piloso trovador cantaba para Weisburd, al cabo de un suculento
asado: todo gratis. Sus invitados invariablemente eran transportados
en aviones: "Los changos ya ni los miraban; siempre había dos en la
pista y aterrizaban y salían media docena de veces por día".
Por esas cosas que nadie se explica, aunque para algunos los
jornales y los gastos tuvieron mucho que ver, la empresa decidió que
Castro ya no convenía, y lo acusó de estafa. Una mañana de marzo del
68 su ausencia sorprendió a la gente de Weisburd: desde entonces no
lo volvieron a ver. Su primer signo de vida lo tuvieron el 8 de
enero pasado, cuando El Liberal reprodujo a cuatro columnas una
"carta abierta" de Castro. Transido, según explica, porque leyó en
la prensa que Weisburd era "la Biafra santiagueña", ofrece su
dedicación para salvar a la comunidad y reseña su obra durante los
100 días de administración. Concretamente, pide al Gobernador
Uriondo que gestionen su traslado, "con la debida custodia". Es
natural: vive en Bermúdez 2651, 2° Pabellón Celular, Cárcel de Villa
Devoto. Hasta la semana pasada, no había encontrado eco.
EL PUEBLO Y SUS FANTASMAS
Mientras tanto, 250 familias, que suman 1.700 personas (400 varones
en edad activa), siguen desconcertadas en el remoto villorrio
santiagueño. El corresponsal Mendoza lo recorrió, conversó con sus
moradores y mantuvo reuniones con los dirigentes obreros
(metalúrgicos y forestales), ahora al frente de la Cooperativa de
Trabajo, Consumo, Vivienda y Servicios Públicos, especie de asamblea
del pueblo que capitaliza todas las expectativas.
El silencio, la ausencia de movimiento, esa soledad, hacen pensar en
un pueblo de utilería abandonado, donde unos cuantos extras insisten
en continuar la historia, por su cuenta. "Es un pueblo muerto y sus
habitantes parecen fantasmas", dice José Luis Galid, Intendente de
Quimilí. Él cree que la solución de Weisburd está en trasplantar a
los moradores a, por supuesto, su comuna. "No, señor; de ninguna
manera vamos a aceptar que nos saquen de aquí. Cualquier ayuda,
cualquier solución debe contemplar esa determinación del pueblo",
categoriza Ochi —que preside la Cooperativa— junto a un inmenso
busto de Eva Perón.
Claro que los antiguos esplendores son apenas un recuerdo, pero
Weisburd todavía tiene un Registro Civil, Juzgado de Paz,
Destacamento Policial (un oficial, dos agentes, un transmisor), una
oficina de Correos (jefe y cartero) sin telégrafo, una parroquia
(dos sacerdotes), luz eléctrica (ahora reducida a 5 horas diarias),
agua corriente en el 30 por ciento del casco urbano, biblioteca
pública (1.200 ejemplares), estación ferroviaria (3 trenes
semanales), una pista de aterrizaje de 2.000 metros, una cancha de
básquet y dos de fútbol, una escuela primaria (14 maestras, 350
alumnos), Misión Monotécnica (dos maestros, 35 alumnos de
carpintería), un radioteléfono atendido por la Central Pacheco.
Lo que no tiene, ni tuvo nunca, es industria y comercio. Nadie en
Weisburd podía producir o mercar, porque esas actividades eran
monopolizadas por la empresa a través de su Proveeduría. Hace un
tiempo que funciona (ahora canaliza la caridad oficial) en un local
nuevo: el anterior se incendió, "no sabemos cómo, pero sí sabemos
que se consumieron los muebles y montañas de papeles importantes,
menos la cuenta de los obreros".
Weisburd, por cierto, no vive. Cuando más, sobrevive, y sólo porque
1.700 personas insisten obstinadamente en permanecer allí. Santiago
de Estrada, Secretario de Promoción y Asistencia de la Comunidad de
la Nación, que visitó el lugar en setiembre pasado, también tiene
mucho que ver: él alentó las esperanzas comprometiendo la ayuda de
la SEPAC para devolver la vida a la localidad. El Gobierno
santiagueño tampoco permanece ajeno: el problema parece quitarle el
sueño a Antonio Gómez Omil, Ministro de Bienestar Social. Pero hasta
ahora la tecno-burocracia va ganándole la partida, en la provincia y
en la Nación, a los "fantasmas" de Weisburd.
Entretanto, doña Juana musita: "Sí, señor. Aquí todos somos
'castristas', y si él volviera, esto mejoraría en un momento".
Ir Arriba
|
|
La cooperativa
Estación Weisburd |
|
|
Castro o Cora |
|
|
|
|