Mantenga quietas las
manos. Elija una de estas cartas. Deme un objeto
que esté siempre en contacto con su cuerpo. Estas
frases suelen ser la clave de un ritual que
apasiona a la clase alta de Buenos Aires y para el
que sólo hacen falta dos personas: una que escucha
y otra que habla, casi siempre en cuartos de
pesados muebles sin estilo, cobijados entre
cortinas de damasco y lámparas con caireles,
mientras se desplaza un vago olor a benjuí por el
aire. A intervalos, ésta entorna los ojos, apoya
la cabeza sobre la mano derecha y es sacudida por
un suave temblor eléctrico, pero su voz sigue
fluyendo sin entonaciones, despaciosamente, como
si cada palabra fuese paladeada: es la médium, la
vidente, la figura mayor de una religión cuyo dios
es la Adivinación.
Hay por lo menos una
decena de videntes de primera línea en Buenos
Aires, pero es difícil llegar hasta ellas sin
recomendaciones. A veces, al llamárselas por
teléfono para concertar un encuentro, se las oye
decir desconfiadamente desde el otro lado de la
línea sólo secas frases como éstas: ¿Para cuándo?
o ¿Quién le dio mi número?, antes del Hola o de
cualquier otro convencional saludo. Si no hay una
respuesta que las satisfaga, la conversación
quedará implacablemente cortada.
Durante las últimas
semanas, un grupo de redactores de PRIMERA PLANA
consultó a ocho médiums sin darles cuenta de su
condición periodística, sólo para cotejar las
adivinaciones con los datos de su propio pasado y
con los planes que habían elaborado para su
futuro. En ningún caso, las videntes advirtieron
que eran, a su vez, analizadas y escudriñadas,
pero, extrañamente, acertaron en un 70 por ciento
la historia de cada interrogador. Sólo dos
estuvieron por debajo de ese nivel, pero de manera
abrumadora: ninguna de sus adivinanzas resultó
exacta. Al enrostrárseles el fracaso, se
justificaron aduciendo que "habían encontrado
resistencias, dificultades para comunicarse con el
cliente".
Cinco de las ocho
recurrieron a la quiromancia, con variantes
menores (algunas colocaron la palma de sus manos
sobre el dorso del interrogador; otras untaron la
palma con un polvillo blancuzco, quizá talco). Las
restantes optaron por los naipes, los cálculos
astrales y la lectura de las hojas de té.
Invariablemente cobraron por sus consultas: entre
250 y 1.000 pesos; la única salvedad es Cecilia,
una dama melancólica que vive recluida en un
pequeño departamento del Barrio Norte, arreglado
como el de una cortesana dieciochesca: todas las
compensaciones que ella admite son perfumes,
cremas, flores o libros.
La primera historia
La señorita Elsa
recibe en su casa de la calle Ecuador, entre feos
cuadros que sólo pueden ser contemplados luego de
ascender una larga escalera penumbrosa. Se sienta
junto a la visita en el comedor, ante una mesa
apenas alumbrada por una lámpara pequeñísima;
después, le pide que extienda las manos y se pone
a examinarlas dubitativamente. Las palpa, las
aprieta, y termina por chillar triunfalmente:
"¡Esta manita me gusta!", la derecha, "¡Qué linda!
¡Cuántas cositas!", siempre en diminutivo, de tal
manera que si uno cerrase los ojos se la
imaginaría baja y rechoncha, aunque no; es casi
alta, con el pelo teñido de rubio y los brazos y
el cuello inundados de alhajas.
—Antes de nacer usted,
su madre perdió dos hijos, ¿no es cierto?
—inquiere. El visitante dice que sí—. Claro, es
evidente. Aquí está —gorjea, mientras señala un
punto en el borde de la mano, entre el pulgar y el
índice. Entonces se calla. Vuelve a concentrarse.
Hasta que arranca de nuevo—: Dígame, ¿alguna vez
el bisturí entró en su carne?
—Sí. Las amígdalas, el
apéndice...
—Fue para bien.
—Me alegro —dice el
visitante.
—Le diré algo más.
Usted ha traído un don a la vida, pero no lo ha
explotado debidamente. ¡Qué cabeza, Dios mío! ¡Qué
cabeza! Usted tiene una notable inteligencia, pero
es propenso a la depresión y a la melancolía.
—Sí, yo...
—¡No me diga nada!
—ordena la señorita Elsa, perentoriamente—. No es
necesario. Yo lo sé. Su mamá es una persona muy
difícil, ¿no es cierto?
—Sí. El signo de...
—De Cáncer —interrumpe
ella —. Su mamá es de Cáncer y usted de Libra.
Tenga más confianza en sí mismo, hijito. Sea más
práctico. Porque usted es un poco, este..., hombre
orquesta, ¿no?
—Así es.
—No veo nada más en su
mano. Ahora págueme. Quinientos pesos, por favor.
Y cierre la puerta al irse.
Entre bastidores
La señorita Elsa es
hija de una profesora de piano (87 años) y de un
ya difunto aficionado a la ópera italiana. Sus
once hermanos, que están sobre el borde del medio
siglo, heredaron esa pasión musical. Sólo ella
aprendió además otra lección paterna: la
quiromancia. Empezó por practicar consigo misma;
todos los días, aun ahora, examina las cambiantes
líneas de su mano derecha, mientras con la
izquierda se pellizca los labios para pedir
silencio a los que están a su alrededor.
Al día siguiente de
ser visitada por el joven en cuyas amígdalas y
apéndice "entró el bisturí", como ella dijo,
PRIMERA PLANA envió a otro de sus redactores para
comparar las dos sesiones de videncia. La señorita
Elsa repitió prolijamente algunos de sus tics (la
alabanza de la mano derecha, los diminutivos, las
adivinaciones quirúrgicas, la definición
hombre-orquesta), pero no cometió un solo error, a
pesar de que a veces incursión© en la más secreta
y personal historia de su visitante.
No menos de cien veces
al día, los eléctricos temblores de la señorita
Elsa y sus despaciosos diálogos con los dioses de
la Adivinación se repiten idénticamente, como en
un espejo, en las habitaciones de otras' médiums
de Buenos Aires; allí también las premoniciones
fluyen entre cortinas de damasco y un tenue olor a
benjuí.
• Hilda, sin embargo,
tiene la costumbre de recibir en Aquelarre, la
tienda de antigüedades de Chochó Anchorena, en
Juncal y Talcahuano. No recurre a las barajas ni a
las fotografías ni a la quiromancia: le basta con
tomar las manos de su interrogador entre las suyas
y hablar. En su época de esplendor, hace un par de
años o poco más, cobraba hasta 150 pesos.
Entonces, era la vidente titular del novelista
Manuel Mujica Láinez.
• Frida prefiere ir
hasta la propia casa de sus clientes. Es una
alemana de 65 años, rubicunda, de ojitos azules,
creadora de espléndidas tortas desbordantes de
cremas. Cobra mil pesos por un horóscopo que dura
diez años, y que le demanda infinitos dibujos de
color, cuyo significado ella transcribe después
con letra prolija y minúscula. A veces recurre a
la cartomancia.
• Hebe es una italiana
de 35 años, probablemente hermosa, que combina la
adivinación con estudios de psicología en alto
nivel. Trabaja parcamente: primero, toma las manos
del cliente entre las suyas, para "ver si hay
contacto". Pocas veces admite que lo hay; lo más
frecuente es que resuelva no seguir adelante con
la sesión. Desde hace 2 años, sus visitantes deben
pagar 500 pesos.
• Carlota vive en la
calle Melo, cerca de la avenida Callao, en una de
esas viejas casas con zaguán y un lóbrego patio
inundado de olor a cebolla y a frituras. En la
mesa de su comedor hay un globo de vidrio verdoso
al que no cesa de examinar, mientras retiene entre
sus manos las del visitante y sobre la pulida
superficie del globo se refleja su boca sumida, de
la que sobresale apenas una hilera de dientes
atiborrados de estrías marrones. Exige 400 pesos
por la sesión, aunque ni una sola de sus
adivinaciones suele dar en el clavo. Un reptante
tic la distingue de todas: cada media docena de
palabras dice, roncamente, querido.
• La señorita Sara,
oriunda de Santiago del Estero, es la imagen de la
mansedumbre: toca un objeto que siempre ha estado
en contacto con el cuerpo de su visitante,
tiembla, y después habla casi inaudiblemente, como
si tratara de hacerse perdonar las inexactitudes
que dispara implacablemente. Apenas se le advierte
que está errada, que descubre en el pasado del
cliente datos contrarios a los verdaderos, ni
siquiera replica. Cubre su falso informe con otra
falsedad, segura de que su calma provinciana es
como un dique contra el que se estrellan todos los
enojos.
Los señores maestros
El reino de la
Adivinación no termina en Sara, Frida o Hebe,
porque ellas son como las figuras menores de una
baraja que tiene sus sotas y sus reyes, sus
creadores de amuletos para el amor, hechos de
piedra jujeña y paño rosado (como Olga, la
chilena), o sus constructores de enormes cartas
astrológicas, dibujadas sobre papeles amarillos y
blancos, como la paraguaya Casandra, que todavía
vive cerca del parque Lezama.
Esta pirámide mágica
culmina en dos puntas, cada una de las cuales
corresponde a un auténtico maestro: mister Lack y
Monsieur Anoth, el astrólogo.
Lack vivió en Hong
Kong con sus padres hasta los 16 años. Durante una
revolución, debió huir de la ciudad y unirse a un
regimiento. En las primeras escaramuzas, su
columna fue sometida a un implacable bombardeo.
Una bomba estalló a pocos pasos de él y mató a
todos los que lo rodeaban. Lack quedó sin sentido.
Cuando logró recuperarse, vio que sólo su cuerpo
se movía entre un mar de cadáveres, torsos
desnudos semienterrados en la tierra dura, brazos
que colgaban siniestramente de los árboles.
Entonces, tuvo la
revelación: sintió una intensa sensación de mareo,
escuchó algo así como una música lejana y, como él
dice, comprendió. Conoció al detalle la vida de
todos los muertos que lo rodeaban, como si
desfilara ante él en un film. Supo por qué él
estaba allí, adivinó su destino y descubrió, a la
vez, que sus padres acababan de morir durante la
revolución. Desde entonces, sabe tan certeramente,
como pocos seres humanos, cuándo un semejante va a
morir. Al menos, ése ha sido el testimonio de
todos sus visitantes, aun los menos devotos.
El astrólogo Anoth
prefiere el ocultismo a las adivinaciones
funerarias: vive en una viejísima casita de la
calle Paraná, cerca de Corrientes, recluido en un
cuarto asfixiante, ordenado, perfecto. Su mundo
está gobernado por una cabeza de Buda, junto a la
cual reposa una fotografía del swami Ramakrishna.
Anoth es calvo, de vivaces ojitos azules. Es el
único ser de este vanidoso reino de las
adivinaciones que no se confiesa vidente: toda su
sabiduría consiste en deducir el futuro de acuerdo
al nombre del interrogador, al día y a la hora de
su nacimiento. Las tres personas de PRIMERA PLANA
que lo consultaron obtuvieron, invariablemente,
revelaciones sobrecogedoras.
La religión
adivinatoria tiene un templo en Buenos Aires,
además de las pequeñas capillas de la calle Paraná
o Melo y Callao. Ese templo no es una casa sino un
punto, un cero cuyo tamaño es el de la cabeza de
un alfiler. Está dibujado sobre la pared de una
casa cuya ubicación nadie conoce, y tiene escrita
dentro de su superficie (como cuenta Sara) una
palabra que significa a la vez todas las palabras
de la Tierra. Cuando alguna criatura humana la
descubra y consiga descifrarla, cada habitante de
Buenos Aires conocerá repentinamente el futuro y
el pasado de las personas que ama. En ese momento
también, según la tradición, los videntes de hoy
quedarán inmóviles y ciegos para siempre.
3 de diciembre de 1963 Primera Plana
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