Una comunidad indígena vacila entre la rebelión y la mansedumbre
En la próxima semana, los indígenas de todo el país iniciarán un movimiento para reivindicar sus tierras y sacudirse la miseria que los termina. Lo que sigue es un informe del redactor Tomás Eloy Martínez, quien recorrió durante varios días la zona de Los Toldos (Buenos Aires), un pueblo de ocho mil habitantes que será el epicentro de la campaña.
comunidad indígena - Félix Cayuqueo

Hasta medio siglo atrás, la Azotea de Carranza era un fortín de gigantescos ladrillos cocidos que se bastaba solo para contener a los malones pampeanos; ahora, queda de ella sólo un pequeño túmulo de piedras y de tierra arenosa, sobre el que crecen los cardos y los tártagos. A su alrededor, en un área de 6 leguas cuadradas se han afincado los invasores de otro tiempo: empobrecidos, temerosos, con ropas de peones rurales, los indígenas de la tribu que acaudillaba Simón Coliqueo emergen aquí y allá de ruinosos ranchos que parecen una mera excrecencia de la tierra. Son poco más de 4 mil, y la zona donde viven —interrumpida a intervalos por lagunas y pantanos les fue donada hace 90 años por el general Bartolomé Mitre. No han querido moverse de ella desde entonces. Más a lo lejos, a unos 15 kilómetros de la Azotea (que a su vez dista 300 kilómetros de Buenos Aires y 8 de Los Toldos, en el partido General Viamonte), los monjes benedictinos han erigido una colonia agrícola que es modelo de tecnificación. Los dos mundos, el de los indios y el de los monjes, se tocan sin conocerse.
Ya ni siquiera la mitad de la tierra fiscal entregada por Mitre sigue en manos de los indígenas: en los últimos 30 años, la tribu de Coliqueo ha ido vendiendo o arrendando a colonos italianos y españoles las parcelas que les tocaron por herencia. Ahora; parece hundida en el ocio, el alcohol y la tuberculosis: la enfermedad (que asuela a un 40 por ciento de la población india) puede leerse en sus bocas sumidas y desdentadas, en sus rugosas pieles amarillentas y en la triste opacidad de sus ojos.
Los almaceneros, tenderos y carniceros del lugar (hijos de los viejos colonos) aseguran que esa decrepitud es producto de la incapacidad con que los indígenas manejan su dinero: un billete de mil pesos les quema las manos, no les alcanza sino para una noche y sólo les sirve para esperar ávidamente la llegada de otro billete. Como peones de sus propias tierras, sin embargo, parecen empeñosos; de ahí que prefieran arrendar el predio familiar a terceros y someterse al patronazgo de los arrendadores. Pero tampoco esa cesión de sus bienes (y, en cierta medida, de sí mismos) les basta para sobrevivir: por una hectárea reciben entre 1.500 y 2.000 pesos anuales y no son muchos los que poseen más de dos o tres hectáreas.

Todo es según el color . . .
Los indígenas jóvenes suelen reconocer sin reservas su afición a tres vicios: el mate, el vino y la política. Errapán, un peón de 19 años (casado, con dos hijos de 2 y 1 año), contó que "la única aspiración de mis abuelos es conseguir una pensión de indio. Desde que albea salen para la intendencia(en el pueblo de Los Toldos) y esperan a que algún concejal les lea el petitorio que llevan en el bolsillo".
Errapán está de pie, hablando sin apartar los ojos del suelo, en la carnicería donde se abastece —como puede— toda la tribu. Mientras hace cruces en el suelo con su destrozada alpargata, murmura:
—Y para que sepa, soy de la Unión Cívica Radical del Pueblo.
—Antes, ¿de qué partido eras? Se me hace que te gustaban los peronistas — le pregunta el carnicero.
—No. Era de la Unión Cívica. En mi familia siempre hemos sido de ahí.
—¿Cómo no llevás boina blanca, entonces? — insiste el carnicero, tocándole a Errapán el sucio gorro negro que se le ladea sobre la frente.
—Es que estoy de luto —explica el indio—. Por una prima, ¿sabe?
Ni Errapán mismo sabe por qué se ha casado tan joven, a los 16 años. Pero Vega, uno de los pulperos de la tribu, tiene su propia explicación. "Viven hacinados —dice—, en pequeñas chozas de barro donde duermen 9 ó 10 personas. A los 13 ó 14 años, una muchacha indígena es ya madre o está a punto de serlo. Cuando el responsable de su maternidad es un hombre de la tribu, las viejas enmudecen, se resignan a ser responsables de la crianza del recién nacido. Pero cuando es un blanco, lo avergüenzan, le gritan su paternidad en público y lo acechan en la puerta de su casa. A menos-, claro esta, que el blanco acepte entregarle una pensión a su vástago mestizo. Nunca mejor que entonces, una india sabe defender su derecho."
La vida política es para ellos como un interminable juego de naipes: los hipnotiza, pero a la vez los mantiene incrédulos. En las últimas elecciones, la hija de Félix Cayuqueo (quien se proclamó a sí mismo cacique de los pampas) se presentó como candidata a diputada por el Frente Nacional. Las chozas de la tribu fueron empapeladas con sus fotografías y con los manifiestos escritos por el padre: hasta el 6 de julio pasado, los propios indígenas descontaban un aplastante triunfo del Frente en la zona. "Pero el 7, nos dijeron que había que votar por la Unión Cívica Radical del Pueblo", dice Rojas, un macizo Iridio de 70 años, cuya finquita de 2 hectáreas limita con la Azotea.
Por mucho, que se pregunte quién lanzó esa orden, la tribu no encuentra respuesta. "Se corrió la voz", es todo lo que se atina a responder.

Las huellas del pasado
En las pulperías, en los almacenes y en las tiendas donde la tribu se abastece, sólo es posible recoger una versión oscura y desconfiada de los indígenas de Coliqueo. Pero bastó con internarse 9 ó 10 kilómetros, hacia el oeste del camino principal, por entre anegadizos senderos de chacra, para descubrir en ellos una abierta y limpia franqueza. Allí, se los oye vanagloriarse de las 4 escuelas donde han aprendido apenas a leer y escribir, a enorgullecerse de su caligrafía ("Mire mi hermosa letra —dice Catulán, de 30 años—. ¡Y qué firma tengo!"), a solazarse con el recuerdo de los tiempos en que "todo esto era una maravilla: leguas y leguas llenas de animales, hasta que se le acababa a uno la vista".
Lo primero que se advierte, pues, es cierta dignidad para esconder una miseria inocultable. Doña Petrona Cayún de Cayuqueo, de 71 años (3 hijos y "más nietos que los dedos de mi mano"), sentada en una sillita de tiento a la puerta de su rancho derruido, dice que nada me hace falta. Ando muy bien de plata últimamente".
Pero muy bien de plata es, acaso, una fórmula trabajosamente descubierta para seguir resignándose. A su derecha, en un oscurísimo cuarto de barro, una de sus nueras amamanta al nieto menor. El lugar parece una cueva de ermitaño medieval: al fondo, un hueco ha sido abierto en el barro, y sobre las cenizas se despereza un gato. Al costado, tres cucharones y una olla de hierro cuelgan de un herrumbrado alambre. Adelante, espera un hato de amontonadas ramas secas. No hay otra cosa en este despojado cubículo; nada, salvo un chiquillo indio con los pantalones raídos y tres perros amarillentos agarrotados contra sus piernas.
Doña Petrona Cayún se acuerda todavía de cuando "esto estaba lleno de ganado, ovejitas, chanchos, vacas y gallinas. Mi abuelo había cavado un enorme hoyo frente a la casa para los animales, y todas las noches carneábamos de a 2 y 3 bichos. Así nos fuimos acostumbrando a comer carne. Pero después, con el tiempo, tuvimos que vender los chanchitos y los lanares hasta quedarnos sin nada. Como no sea la costumbre de irlos comiendo. Ahora, cuando puedo, voy al pueblo para traerme algún asado y el vicio. El vicio es mi yerbita y mi azúcar. Con eso tiro. A veces, si se me va el cansancio, hago un poco de mazamorra o de locro. Pero el máiz no me gusta. Se me hace que no hay más alimento que la carne".
A cada palabra, refulgen los ojos de doña Petrona Cayún bajo su frente arrugadísima y comienzan a alegrársele los labios detrás de los cuales vacilan, limpios y enormes, dos dientes solitarios.

La espada del cacique
Sobre un médano vecino, asfixiado por un cerco, de inacabables lagunas, está el menos accesible de los ranchos tribales: en él vive el renqueante Félix Cayuqueo, de 60 años, "cacique de los pampas, no por herencia, sino porque el Congreso de la Nación me reconoció así en 1958, al entregarme la espada de Simón Coliqueo".
Pero sobre esa espada y ese título corren otras historias en Los Toldos. Doña Petrona Cayún asegura que su cuñado "no es cacique porque sea, sino porque él lo dice". A su vez, Errapán ha contado que "cuando el viejo Simón ya estaba ciego, una de las nietas le quitó la espada mientras dormía la siesta y se la vendió a Félix". Cayuqueo se enfurece cuando se le enrostra esa versión; a su lado, un indio decrépito y tambaleante por el alcohol trata de defenderlo. Don Félix, sosteniéndose apenas sobre su pierna no coja, le ordena callarse. Desde la casa (a la que no se permite entrar), una decena de chiquillos asoma sus cabezas: el cacique explica que no son sus hijos ni sus nietos ("todos viven en Buenos Aires, y saben recibir a los ministros"), sino "criaturas recogidas que me gusta criar".
Al principio, Cayuqueo se resiste a contar nada de sí mismo, porque "dentro de 10 días publicaré un manifiesto que hará temblar la tierra". Después se desenfrena, amontona chispeantemente una palabra sobre otra. "Estas tierras —dice—, estas 6 leguas cuadradas, fueron entregadas en condominio a toda la tribu. Poco a poco, los extranjeros nos fueron usurpando hasta dejarnos unos pocos pedacitos. Los hijos de Coliqueo vendieron sus partes sin tener derecho: la ley dice que aquí no hay un solo centímetro que pueda enajenarse."
Habla con la fruición de un político, "aunque la política no me va ni me viene. Soy amigo de todos los diputados, y más de 40 se han mixturado ya para proteger nuestros derechos. Don Alfredo Palacios y don Juan Carlos Coral van a proponer una ley que reivindique al indio. Yo mismo me juntaré con los 40 caciques de toda la Argentina para acaudillar el movimiento. Quiero que esto sea una tribu y que todos juntos cultivemos la tierra, sin extraños de por medio".

Argentinos de mil años
La voz se le vuelve tonante y áspera cuando cuenta que, hace 3 años, un verano, se encontró con un colono tartamudo que descendía de gringos.
"El colono me preguntó de dónde los indios éramos argentinos —cuenta Cayuqueo—.A lo que le contesté: '¿Tus padres han nacido aquí?' Y él me dijo sí. '¿Y tus abuelos?' Y él me dijo que también. Pero a mí se me subió la sangre a la cabeza y le canté bien claro en la cara; "Por muy nacionales que sean, lo de argentinos les viene apenas desde 1810. En cambio nosotros, los indígenas, somos aquí milimilinarios. Entonces, el gringo me gritó enojado: 'N-no es a-argentino el que es i-infiel.' Y yo le tapé la boca con esto otro: Infieles son los que juran por Dios y los Evangelios del Santo y roban al día siguiente."
Cayuqueo da saltitos sobre la tierra y deja que sus ojos le brillen cuando habla del viaje en avión "que voy a hacer con el diputado Coral para conversar con los 300.000 indígenas puros que tiene este país. A mí --dice--, me han quedado estas tierras bajas y enlagunadas que no sirven ni para mirarlas. A duras penas tengo unas vaquitas y unas ovejas. Pero piense que en el Chaco y en la Patagonia, los otros indios han heredado piedras y no tierra. Ahí, morirse tuberculoso a los 30 años es más fácil que respirar".

Las sombras del convento
Hacia el Sur, el camino polvoriento que atraviesa los ranchos de la tribu se desvía 5 kilómetros a la izquierda. Desde lo lejos, las arcadas coloniales del convento benedictino, habitado por 25 monjes, suizos en su mayoría fulguran mansamente en la tarde.
El camino costea viñedos y alfalfares, algún bosque de álamos y amplios potreros donde pastan 900 vacunos. Las reglas de San Benito exigen a los monjes una vida de oración y trabajo: a las 7 de la tarde se come silenciosamente en un vasto y austero salón desde cuyo púlpito un sacerdote lee los Evangelios. A las 9, las luces se apagan y sólo vuelven a encenderse a las 4 de la madrugada siguiente, en medio de un sostenido repiqueteo de campanas: es la señal para el rezo de los maitines.
Los monjes han empezado a instalar un tambo modelo para producir queso y manteca. En sus cocinas, ya hay algunas muestras de esa faena: grandes bloques de queso holando y túmulos de manteca de excelente calidad. En un pabellón vecino a la capilla se despliega un colegio agrícola en el que, al menos por ahora, no hay alumnos de la tribu.
El prior, mientras señala con sus dedos alargados y cerúleos un pequeño museo con la historia indígena (el catecismo en lengua pampa, las actas de bautismo de 1875, la espada de Coliqueo entregada en préstamo por Félix Cayuqueo), cuenta que hay algunos indios entre sus peones. Pero no demasiados: la mayoría parecen propensos al ocio y a la dádiva.
Tampoco cree el prior que sea posible asoldarlos más allá de ese límite: "Si les diéramos semillas y herramientas para que trabajasen la tierra, seguramente las venderían -dice-. La única solución es parcelar sus tierras en propiedades privadas, para que estén en libertad de negociarlas e irse." Una o dos veces por año, sin embargo, los monjes se aproximan a la tribu. Sobre todo, el día de la primavera. Entonces, después de la misa, carnean cerdos y preparan una fiesta. "Vienen muchas indígenas con sus niños -dice el prior-. Pero sólo al año siguiente vuelven."
Casi rosándose, mirándose, uno junto al otro, la tribu y el convento no se guardan hostilidad Son como dos islas sin comunicarse: aquéllas con sus lagunas y su pobreza y sus raptos de seca dignidad; éste, con sus vastas galerías de libros sagrados, sus campanas y sus fulgentes ríos de queso y manteca. Ambos pronuncian el nombre de Dios de la misma manera. "Sólo que a nosotros —como dice Errapán—, Dios nos quiere menos."
En la zona de penumbra entre ambos mundos, sin embargo no todos prefieren culpar al Dios de los cristianos Teodoro Rayú, vestido con su uniforme de conscripto del Ejército Nacional, pronunció otra frase que parece abrir una perspectiva: "Sería lindo —dijo— que los blancos llegaran aquí a pedirnos algo más que votos y sirvientas."
PRIMERA PLANA
11 de noviembre de 1963

Comunidad indígena

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