Hasta medio siglo
atrás, la Azotea de Carranza era un fortín de
gigantescos ladrillos cocidos que se bastaba solo
para contener a los malones pampeanos; ahora,
queda de ella sólo un pequeño túmulo de piedras y
de tierra arenosa, sobre el que crecen los cardos
y los tártagos. A su alrededor, en un área de 6
leguas cuadradas se han afincado los invasores de
otro tiempo: empobrecidos, temerosos, con ropas de
peones rurales, los indígenas de la tribu que
acaudillaba Simón Coliqueo emergen aquí y allá de
ruinosos ranchos que parecen una mera excrecencia
de la tierra. Son poco más de 4 mil, y la zona
donde viven —interrumpida a intervalos por lagunas
y pantanos les fue donada hace 90 años por el
general Bartolomé Mitre. No han querido moverse de
ella desde entonces. Más a lo lejos, a unos 15
kilómetros de la Azotea (que a su vez dista 300
kilómetros de Buenos Aires y 8 de Los Toldos, en
el partido General Viamonte), los monjes
benedictinos han erigido una colonia agrícola que
es modelo de tecnificación. Los dos mundos, el de
los indios y el de los monjes, se tocan sin
conocerse.
Ya ni siquiera la mitad
de la tierra fiscal entregada por Mitre sigue en
manos de los indígenas: en los últimos 30 años, la
tribu de Coliqueo ha ido vendiendo o arrendando a
colonos italianos y españoles las parcelas que les
tocaron por herencia. Ahora; parece hundida en el
ocio, el alcohol y la tuberculosis: la enfermedad
(que asuela a un 40 por ciento de la población
india) puede leerse en sus bocas sumidas y
desdentadas, en sus rugosas pieles amarillentas y
en la triste opacidad de sus ojos.
Los almaceneros,
tenderos y carniceros del lugar (hijos de los
viejos colonos) aseguran que esa decrepitud es
producto de la incapacidad con que los indígenas
manejan su dinero: un billete de mil pesos les
quema las manos, no les alcanza sino para una
noche y sólo les sirve para esperar ávidamente la
llegada de otro billete. Como peones de sus
propias tierras, sin embargo, parecen empeñosos;
de ahí que prefieran arrendar el predio familiar a
terceros y someterse al patronazgo de los
arrendadores. Pero tampoco esa cesión de sus
bienes (y, en cierta medida, de sí mismos) les
basta para sobrevivir: por una hectárea reciben
entre 1.500 y 2.000 pesos anuales y no son muchos
los que poseen más de dos o tres hectáreas.
Todo es según el color
. . .
Los indígenas jóvenes
suelen reconocer sin reservas su afición a tres
vicios: el mate, el vino y la política. Errapán,
un peón de 19 años (casado, con dos hijos de 2 y 1
año), contó que "la única aspiración de mis
abuelos es conseguir una pensión de indio. Desde
que albea salen para la intendencia(en el pueblo
de Los Toldos) y esperan a que algún concejal les
lea el petitorio que llevan en el bolsillo".
Errapán está de pie,
hablando sin apartar los ojos del suelo, en la
carnicería donde se abastece —como puede— toda la
tribu. Mientras hace cruces en el suelo con su
destrozada alpargata, murmura:
—Y para que sepa, soy
de la Unión Cívica Radical del Pueblo.
—Antes, ¿de qué partido
eras? Se me hace que te gustaban los peronistas —
le pregunta el carnicero.
—No. Era de la Unión
Cívica. En mi familia siempre hemos sido de ahí.
—¿Cómo no llevás boina
blanca, entonces? — insiste el carnicero,
tocándole a Errapán el sucio gorro negro que se le
ladea sobre la frente.
—Es que estoy de luto
—explica el indio—. Por una prima, ¿sabe?
Ni Errapán mismo sabe
por qué se ha casado tan joven, a los 16 años.
Pero Vega, uno de los pulperos de la tribu, tiene
su propia explicación. "Viven hacinados —dice—, en
pequeñas chozas de barro donde duermen 9 ó 10
personas. A los 13 ó 14 años, una muchacha
indígena es ya madre o está a punto de serlo.
Cuando el responsable de su maternidad es un
hombre de la tribu, las viejas enmudecen, se
resignan a ser responsables de la crianza del
recién nacido. Pero cuando es un blanco, lo
avergüenzan, le gritan su paternidad en público y
lo acechan en la puerta de su casa. A menos-,
claro esta, que el blanco acepte entregarle una
pensión a su vástago mestizo. Nunca mejor que
entonces, una india sabe defender su derecho."
La vida política es
para ellos como un interminable juego de naipes:
los hipnotiza, pero a la vez los mantiene
incrédulos. En las últimas elecciones, la hija de
Félix Cayuqueo (quien se proclamó a sí mismo
cacique de los pampas) se presentó como candidata
a diputada por el Frente Nacional. Las chozas de
la tribu fueron empapeladas con sus fotografías y
con los manifiestos escritos por el padre: hasta
el 6 de julio pasado, los propios indígenas
descontaban un aplastante triunfo del Frente en la
zona. "Pero el 7, nos dijeron que había que votar
por la Unión Cívica Radical del Pueblo", dice
Rojas, un macizo Iridio de 70 años, cuya finquita
de 2 hectáreas limita con la Azotea.
Por mucho, que se
pregunte quién lanzó esa orden, la tribu no
encuentra respuesta. "Se corrió la voz", es todo
lo que se atina a responder.
Las huellas del pasado
En las pulperías, en
los almacenes y en las tiendas donde la tribu se
abastece, sólo es posible recoger una versión
oscura y desconfiada de los indígenas de Coliqueo.
Pero bastó con internarse 9 ó 10 kilómetros, hacia
el oeste del camino principal, por entre
anegadizos senderos de chacra, para descubrir en
ellos una abierta y limpia franqueza. Allí, se los
oye vanagloriarse de las 4 escuelas donde han
aprendido apenas a leer y escribir, a
enorgullecerse de su caligrafía ("Mire mi hermosa
letra —dice Catulán, de 30 años—. ¡Y qué firma
tengo!"), a solazarse con el recuerdo de los
tiempos en que "todo esto era una maravilla:
leguas y leguas llenas de animales, hasta que se
le acababa a uno la vista".
Lo primero que se
advierte, pues, es cierta dignidad para esconder
una miseria inocultable. Doña Petrona Cayún de
Cayuqueo, de 71 años (3 hijos y "más nietos que
los dedos de mi mano"), sentada en una sillita de
tiento a la puerta de su rancho derruido, dice que
nada me hace falta. Ando muy bien de plata
últimamente".
Pero muy bien de plata
es, acaso, una fórmula trabajosamente descubierta
para seguir resignándose. A su derecha, en un
oscurísimo cuarto de barro, una de sus nueras
amamanta al nieto menor. El lugar parece una cueva
de ermitaño medieval: al fondo, un hueco ha sido
abierto en el barro, y sobre las cenizas se
despereza un gato. Al costado, tres cucharones y
una olla de hierro cuelgan de un herrumbrado
alambre. Adelante, espera un hato de amontonadas
ramas secas. No hay otra cosa en este despojado
cubículo; nada, salvo un chiquillo indio con los
pantalones raídos y tres perros amarillentos
agarrotados contra sus piernas.
Doña Petrona Cayún se
acuerda todavía de cuando "esto estaba lleno de
ganado, ovejitas, chanchos, vacas y gallinas. Mi
abuelo había cavado un enorme hoyo frente a la
casa para los animales, y todas las noches
carneábamos de a 2 y 3 bichos. Así nos fuimos
acostumbrando a comer carne. Pero después, con el
tiempo, tuvimos que vender los chanchitos y los
lanares hasta quedarnos sin nada. Como no sea la
costumbre de irlos comiendo. Ahora, cuando puedo,
voy al pueblo para traerme algún asado y el vicio.
El vicio es mi yerbita y mi azúcar. Con eso tiro.
A veces, si se me va el cansancio, hago un poco de
mazamorra o de locro. Pero el máiz no me gusta. Se
me hace que no hay más alimento que la carne".
A cada palabra,
refulgen los ojos de doña Petrona Cayún bajo su
frente arrugadísima y comienzan a alegrársele los
labios detrás de los cuales vacilan, limpios y
enormes, dos dientes solitarios.
La espada del cacique
Sobre un médano vecino,
asfixiado por un cerco, de inacabables lagunas,
está el menos accesible de los ranchos tribales:
en él vive el renqueante Félix Cayuqueo, de 60
años, "cacique de los pampas, no por herencia,
sino porque el Congreso de la Nación me reconoció
así en 1958, al entregarme la espada de Simón
Coliqueo".
Pero sobre esa espada y
ese título corren otras historias en Los Toldos.
Doña Petrona Cayún asegura que su cuñado "no es
cacique porque sea, sino porque él lo dice". A su
vez, Errapán ha contado que "cuando el viejo Simón
ya estaba ciego, una de las nietas le quitó la
espada mientras dormía la siesta y se la vendió a
Félix". Cayuqueo se enfurece cuando se le enrostra
esa versión; a su lado, un indio decrépito y
tambaleante por el alcohol trata de defenderlo.
Don Félix, sosteniéndose apenas sobre su pierna no
coja, le ordena callarse. Desde la casa (a la que
no se permite entrar), una decena de chiquillos
asoma sus cabezas: el cacique explica que no son
sus hijos ni sus nietos ("todos viven en Buenos
Aires, y saben recibir a los ministros"), sino
"criaturas recogidas que me gusta criar".
Al principio, Cayuqueo
se resiste a contar nada de sí mismo, porque
"dentro de 10 días publicaré un manifiesto que
hará temblar la tierra". Después se desenfrena,
amontona chispeantemente una palabra sobre otra.
"Estas tierras —dice—, estas 6 leguas cuadradas,
fueron entregadas en condominio a toda la tribu.
Poco a poco, los extranjeros nos fueron usurpando
hasta dejarnos unos pocos pedacitos. Los hijos de
Coliqueo vendieron sus partes sin tener derecho:
la ley dice que aquí no hay un solo centímetro que
pueda enajenarse."
Habla con la fruición
de un político, "aunque la política no me va ni me
viene. Soy amigo de todos los diputados, y más de
40 se han mixturado ya para proteger nuestros
derechos. Don Alfredo Palacios y don Juan Carlos
Coral van a proponer una ley que reivindique al
indio. Yo mismo me juntaré con los 40 caciques de
toda la Argentina para acaudillar el movimiento.
Quiero que esto sea una tribu y que todos juntos
cultivemos la tierra, sin extraños de por medio".
Argentinos de mil años
La voz se le vuelve
tonante y áspera cuando cuenta que, hace 3 años,
un verano, se encontró con un colono tartamudo que
descendía de gringos.
"El colono me preguntó
de dónde los indios éramos argentinos —cuenta
Cayuqueo—.A lo que le contesté: '¿Tus padres han
nacido aquí?' Y él me dijo sí. '¿Y tus abuelos?' Y
él me dijo que también. Pero a mí se me subió la
sangre a la cabeza y le canté bien claro en la
cara; "Por muy nacionales que sean, lo de
argentinos les viene apenas desde 1810. En cambio
nosotros, los indígenas, somos aquí
milimilinarios. Entonces, el gringo me gritó
enojado: 'N-no es a-argentino el que es i-infiel.'
Y yo le tapé la boca con esto otro: Infieles son
los que juran por Dios y los Evangelios del Santo
y roban al día siguiente."
Cayuqueo da saltitos
sobre la tierra y deja que sus ojos le brillen
cuando habla del viaje en avión "que voy a hacer
con el diputado Coral para conversar con los
300.000 indígenas puros que tiene este país. A mí
--dice--, me han quedado estas tierras bajas y
enlagunadas que no sirven ni para mirarlas. A
duras penas tengo unas vaquitas y unas ovejas.
Pero piense que en el Chaco y en la Patagonia, los
otros indios han heredado piedras y no tierra.
Ahí, morirse tuberculoso a los 30 años es más
fácil que respirar".
Las sombras del
convento
Hacia el Sur, el camino
polvoriento que atraviesa los ranchos de la tribu
se desvía 5 kilómetros a la izquierda. Desde lo
lejos, las arcadas coloniales del convento
benedictino, habitado por 25 monjes, suizos en su
mayoría fulguran mansamente en la tarde.
El camino costea
viñedos y alfalfares, algún bosque de álamos y
amplios potreros donde pastan 900 vacunos. Las
reglas de San Benito exigen a los monjes una vida
de oración y trabajo: a las 7 de la tarde se come
silenciosamente en un vasto y austero salón desde
cuyo púlpito un sacerdote lee los Evangelios. A
las 9, las luces se apagan y sólo vuelven a
encenderse a las 4 de la madrugada siguiente, en
medio de un sostenido repiqueteo de campanas: es
la señal para el rezo de los maitines.
Los monjes han empezado
a instalar un tambo modelo para producir queso y
manteca. En sus cocinas, ya hay algunas muestras
de esa faena: grandes bloques de queso holando y
túmulos de manteca de excelente calidad. En un
pabellón vecino a la capilla se despliega un
colegio agrícola en el que, al menos por ahora, no
hay alumnos de la tribu.
El prior, mientras
señala con sus dedos alargados y cerúleos un
pequeño museo con la historia indígena (el
catecismo en lengua pampa, las actas de bautismo
de 1875, la espada de Coliqueo entregada en
préstamo por Félix Cayuqueo), cuenta que hay
algunos indios entre sus peones. Pero no
demasiados: la mayoría parecen propensos al ocio y
a la dádiva.
Tampoco cree el prior
que sea posible asoldarlos más allá de ese límite:
"Si les diéramos semillas y herramientas para que
trabajasen la tierra, seguramente las venderían
-dice-. La única solución es parcelar sus tierras
en propiedades privadas, para que estén en
libertad de negociarlas e irse." Una o dos veces
por año, sin embargo, los monjes se aproximan a la
tribu. Sobre todo, el día de la primavera.
Entonces, después de la misa, carnean cerdos y
preparan una fiesta. "Vienen muchas indígenas con
sus niños -dice el prior-. Pero sólo al año
siguiente vuelven."
Casi rosándose,
mirándose, uno junto al otro, la tribu y el
convento no se guardan hostilidad Son como dos
islas sin comunicarse: aquéllas con sus lagunas y
su pobreza y sus raptos de seca dignidad; éste,
con sus vastas galerías de libros sagrados, sus
campanas y sus fulgentes ríos de queso y manteca.
Ambos pronuncian el nombre de Dios de la misma
manera. "Sólo que a nosotros —como dice Errapán—,
Dios nos quiere menos."
En la zona de penumbra
entre ambos mundos, sin embargo no todos prefieren
culpar al Dios de los cristianos Teodoro Rayú,
vestido con su uniforme de conscripto del Ejército
Nacional, pronunció otra frase que parece abrir
una perspectiva: "Sería lindo —dijo— que los
blancos llegaran aquí a pedirnos algo más que
votos y sirvientas."
PRIMERA PLANA
11 de noviembre de 1963
|