No es todo oro lo que
reluce en el fútbol; el fulgor del espectáculo no
alcanza a ocultar el verdadero rostro del fútbol:
una máscara contraída por la realidad. Como los
ídolos inexplicables, tiene los pies de barro.
Fuera de los estadios, cuando se convierte en una
fría sucesión numérica, el esplendor se convierte
en resaca: la crisis económica, los turbios
manejos de sus dirigentes, una pesada herencia de
mala administración, lo convierten en la antípoda
de lo que todos creen: "El fútbol no es un mal
negocio: es pésimo" confiesa, con una mueca de
escepticismo, Santiago Saccol, próspero industrial
que encontró en la presidencia del Racing Club de
Avellaneda su primera derrota comercial.
Sin embargo, la
realidad de un déficit crónico no detiene a los
responsables del caos: su única alternativa es
ahondar la fosa, contraer nuevas deudas,
entramparse en componendas políticas para
disfrazar, nunca solucionar, la enfermedad fatal
que corroe al fútbol. Los millones de pesos
recaudados cada domingo no son sino analgésicos:
jamás penetran en las intrincadas corazas de las
deudas, constituidas en únicos testigos de la
evolución del fútbol.
La farsa del más
popular de los deportes, cada tanto desenmascarada
por algún dirigente bien intencionado — que no
tarda en desaparecer del escenario, poco tiempo
después—, tiene un cómplice natural: el Estado.
Los presupuestos multimillonarios de los clubes
suelen financiarse muchas veces mediante
transgresiones a leyes impositivas, copiosas
deudas a las cajas de previsión, graciosas moras y
hasta condonaciones de bancos oficiales. Hace tres
meses el Tigre Athletic Club, que milita en la
primera B de ascenso, pagó con una plaqueta y la
designación como socios honorarios de varios
funcionarios del Estado, un préstamo de dos
millones de pesos concedido hace varios años por
el Banco Nación; hasta entonces, el crédito había
sido prorrogado siete veces.
Los dirigentes son
incapaces de enfrentar la formidable presión que
pueden desencadenar los aficionados al fútbol;
cada vez que se reúnen en la sede de la AFA
(Asociación del Fútbol Argentino), un elefante de
mármol blanco ubicado en la calle Viamonte de
Buenos Aires, cerca de los Tribunales, todos se
cuidan de despertar a la fiera. Por eso, en
deliberaciones que imitan el funcionamiento de los
comités políticos, su única salida es ganar
tiempo: cada vez, por lo tanto, dependen más de
las autoridades económicas y políticas de turno.
Largas tramitaciones hicieron que cambiara de
manos el manejo de la AFA: esta vez, cuando la
UCRP es gobierno, un dirigente radical de Entre
Ríos es el nuevo titular de la entidad más
insultada del país. Francisco Pancho Perette es
presidente desde el primer día hábil de marzo de
1965; el hecho de que su hermano menor Carlos
Humberto sea vicepresidente de la Nación,
favoreció obviamente su encumbramiento. Cuando se
alude a la investidura de su hermano, Don Pancho
sonríe: "Por mí, que se embrome. El es vice, pero
yo soy presidente". Pero Perette II no es un
improvisado en fútbol: durante quince años ocupó
sin interrupciones el plácido sitial de titular de
la Liga Paranaense.
Francisco Perette es
la esperanza de turno para el fútbol profesional
argentino. Su aparición al frente de la AFA,
vigorosamente palanqueada por una de las tantas
trenzas que conviven en la política del deporte,
significa una panacea: mientras él ocupe el
codiciado sillón de la presidencia, los clubes se
sentirán a cubierto de la voracidad fiscal, y las
deudas seguirán acumulándose hasta el infinito.
Salvo, claro está, que un impredecible ciclón se
precipite sobre el edificio de la calle Viamonte.
El día D
Esa noche, una
multitud colmaba los pasillos de la AFA. En las
antesalas del tercer piso, acariciando las copas
de whisky de las grandes ocasiones, los
presidentes de clubes y representantes de las
divisiones menores epilogaban el acuerdo: solo
faltaba la llegada de Perette II para terminar el
acto. Coherentes con su negativa a votar al
veterano dirigente de la UCRP entrerriana, solo se
mantenían alejados del grupo los representantes de
Racing Club.
—Ya van a venir
solitos cuando estén en la palmera —murmuró con
rencor Víctor López, pintoresco delegado de los
clubes de primera B que disputan un fervoroso
campeonato de ascenso los días sábados.
—Otros clubes nos
apoyaron, pero, después quedamos solos —comentaba
a un periodista el representante racinguista
Fernando Menéndez Behety.
López es uno de los
integrantes del grupo que llevó a Francisco
Perette a la presidencia. Los más importantes
fueron Miguel Pisano (abogado, socio de los
Perette en un estudio porteño, representante del
exhausto Club Atlético Huracán), y el sinuoso
Herminio Sande, presidente de Independiente. La
estrategia quedó en manos del obeso Sande, también
antiguo caudillo radical del Pueblo de Avellaneda.
En la división del trabajo establecida, mientras
Pisano aparentaba convencer al ya decidido
entrerriano, López se dedicaba a cumplir —como
siempre— las órdenes que le transmitía Sande. El
dirigente de los rojos, en tanto, desplegaba su
reconocida capacidad para intrigar; pocos días
después, era abiertamente secundado por Samuel
Vega y Gregorio Trimarco, representantes de River
Píate y Vélez Sársfield.
Un "pustch" de
bolsillo
Esa misma noche del 26
de febrero, al asumir Francisco Perette, se
cumplía una ley inexorable que coloca la
conducción del fútbol argentino en la órbita de la
Casa Rosada. La tradición quedó inaugurada en
1941, cuando el gobierno conservador logró la
designación del doctor Ramón Castillo; apenas
concretada la revolución de 1943, otro allegado a
la primera magistratura del país ocupaba el
sitial: el general Avalos, uno de los conjurados.
El advenimiento de Perón no cambió las cosas:
durante su hegemonía, se sucedieron en el despacho
Oscar Nicolini (ministro del régimen), Domingo
Peluffo, Valentín Suárez. La lista se completó con
el efímero mandato de Pedro Conditi; el próximo
eslabón, después del 55, alcanzaría el raneo de
excepción.
Activo militante y
dirigente de la UCRI conducida por Arturo
Frondizi, Raúl H. Colombo aprovechó la Revolución
Libertadora para realizar un pustch en la calle
Viamonte: desde su oscuro cargo de delegado del
Club Almagro, saltó a la presidencia de la
entidad. Para lograrlo se apoyó en que muy pocos
de sus colegas podían, como él, proclamar una
permanente oposición al régimen derrocado. Desde
1955 (época en la cual también alcanzó el
rectorado del colegio nacional Mariano Moreno, sin
más antecedentes que un antiguo cargo de celador),
Colombo fue el amo de la AFA y sobrevivió a cuatro
gobiernos nacionales. Si su campaña como dirigente
de fútbol incluye los desastres de los
seleccionados argentinos en los campeonatos
mundiales de Suecia y Chile, la anécdota que mejor
lo define es netamente política: hizo disputar un
match internacional contra un seleccionado
mexicano en Buenos Aires, la noche en que los
mandos militares concretaban el derrocamiento de
su amigo Frondizi. "El mismo Arturo me lo pidió",
explicaría más tarde.
Pero la caída de
Frondizi, como antes la de Lonardi y el relevo de
Aramburu, no debilitó a Colombo: fue durante el
interinato de José María Guido cuando alcanzó su
mayor poderío en la entidad. Solo su habilidad
como político explica su supervivencia: una sabia
distribución de puestos para dirigentes en las
giras futbolísticas, y un aceitado dispositivo
para repartir entradas de favor —sistema
inamovible desde entonces— lo ponían al margen de
las maniobras de sus adversarios. Claro está que
el complejo mecanismo se constituyó en uno de los
déficit institucionales más fuertes que debe
soportar el fútbol argentino.
El teléfono rojo
Una línea roja une el
despacho del titular de la AFA con el poder
ejecutivo nacional; si el teléfono de Viamonte es
manejado exclusivamente por su presidente, quien
levanta el tubo en el otro extremo de la línea
suele ser el ministro de Economía o alguno de sus
secretarios. Porque la misión del presidente de la
AFA no se limita tan solo a encauzar los debates
donde se enfrentan bandos integrados por
cuestiones de momento. Su verdadero poder es
económico; no otro es el mal que padece el fútbol
argentino. El manejo de las conexiones con el P.E.
es un punto extremadamente delicado; para
asegurarse que la línea funcione, los clubes a
veces comandados por políticos de oposición suelen
apuntalar candidaturas de signo contrario. La
clave es la precaria situación económica que
soportan casi todos los clubes: apoyar la posición
del presidente de la AFA puede traducirse en la
obtención de la moratoria salvadora; no hacerlo,
en cambio, bien puede convertirse en la antesala
de la asfixia financiera o el embargo.
Como los políticos,
los dirigentes del fútbol argentino son
precursores en la materia: por la vía empírica
adoptaron, desde la implantación del
profesionalismo, en 1932, el equilibrio de
disuasión lentamente adoptado por Estados Unidos y
la Unión Soviética. Pero las motivaciones son
diametralmente opuestas: si para las grandes
potencias el juego de las amenazas se ha
convertido en el vehículo para planificar su
acción (política y militar, para los clubes
argentinos se ha transformado en la pirueta previa
al salto en el vacío. Solo una especie de
prejuicio los mantiene optimistas: la sospecha, la
maníaca seguridad de que un club es una especie de
vaca sagrada, inenajenable. Comentando la
bancarrota —o poco menos— que afrontan Huracán y
Racing, un funcionario del ministerio de Economía
se preguntaba: "¿Quién es capaz de poner bandera
de remate en la cancha de Huracán o en la de
Racing? ¿Habrá nacido ese valiente?"
El argumento retorna a
la guerra de disuasión: mientras las dos
super-potencias la practican por la pacífica vía
de acumular terribles armas totales, los políticos
del fútbol especulan con el subconsciente de los
funcionarios: "Un club de fútbol tiene una
importancia social tremenda; si lo medimos
únicamente desde el punto de vista político, los
socios y simpatizantes suelen significar cientos
de miles de votos, que ningún partido está en
condiciones de desdeñar", opinó Carlos Boloque, ex
directivo de Racing. Por lo tanto, con las
espaldas cubiertas por esa nebulosa seguridad, los
dirigentes se liberan del futuro: tal vez esa haya
sido, en última instancia, la causa que movió a
Alberto J. Armando a proclamar, en 1958, el
comienzo de la era del fútbol espectáculo.
Nada más que un slogan
Parapetado en un
castillo de cristal, desde donde maneja su imperio
comercial, un hombre vehemente trató de modernizar
el negocio del fútbol. "Debemos derrumbar los
conceptos antiguos", fue su proclama renovadora;
pero la frase jamás abandonó el larval estado de
slogan; si la audacia empresaria permitió a
Armando acumular una vasta fortuna, no sirvió para
revolucionar una actividad deficitaria desde antes
de sus comienzos. Al atacar solo lo visible, lo
formal, el presidente de Boca Juniors cometió el
error de sus muchos precursores: no tuvo en cuenta
que, aún en sus épocas de amateurismo, el fútbol
ya era deficitario. Si los presidentes reunidos en
1932 alrededor de la nueva Asociación del
Foot-Ball llegaron a la conclusión de que debían
hacer público el encubierto profesionalismo que
corroía al deporte, su razón más importante
residía en la necesidad de aportar nuevos recursos
a los cada vez mayores presupuestos.
Pero fue en esa época,
precisamente, cuando el cerrado campo de los
dirigentes debió hacer frente a una avalancha de
hombres nuevos; confundidos, los sportsmen aún
aferrados al estricto código moral británico no
pudieron repeler el ataque: las comisiones
directivas albergaron, desde entonces, a los
políticos profesionales del radicalismo
autosegregados por su temor al régimen de Uriburu.
Temerosos de las represalias que podía desatar su
adhesión a Hipólito Yrigoyen, pero no resignados a
perder su ascendencia sobre sus afiliados, los
dirigentes optaron por despuntar el vicio
confundidos en el anonimato de las comisiones
directivas.
De ese modo, los
clubes adoptaron insensiblemente las formas del
comité: cada dirigente aportó al club de sus
amores su capacidad política y el lubricado
mecanismo de punteros; con el solo requisito de
asociarlos, lograron en pocos años el dominio
total de las entidades. Aún sobreviven algunos de
los pioneros de aquella avalancha, que borró los
rastros de caballerosidad que se empeñaba en
mantener el fútbol argentino: Herminio Sande es
uno de ellos.
Para pagar gauchadas
Todo se hace a la
vista: cerca de cada estadio donde está a punto de
comenzar un partido de fútbol profesional, sin
excepciones, un grupo de punteros reparte a sus
protegidos las entradas gratuitas con que los
dirigentes pagan sus servicios. Centenares de
boletos son sustraídos, de ese modo, de las
recaudaciones. Pero no son entradas falsificadas,
sino legítimas: las reparte la propia AFA en la
semana previa al encuentro. La mecánica del
sistema es idéntica al viejo método de los asados
con vino y empanadas del comité: como los
dirigentes dependen de los votos que les arriman
sus punteros cada vez que se realizan elecciones
internas en los clubes, o de la presencia de una
barra adicta cuando la oposición cobra fuerzas y
se presenta para dar la batalla en una asamblea,
han logrado que la AFA contribuya a sostener ese
servicio. El pago de las gauchadas que debe cada
dirigente se realiza exclusivamente con entradas
gratis: según la cantidad de votos aportados en
cada elección, un puntero puede recibir entre 20 y
200 entradas por partido; en casos excepcionales,
ese número puede llegar hasta 500. Y a los precios
del fútbol actual, esas retribuciones van desde 4
hasta 40 mil pesos.
¿Cómo se obtienen esas
entradas? Es sencillo: la AFA las entrega en
cuotas fijas, según el número de socios que tenga
cada club; el porcentaje típico es el uno por
ciento del padrón total. Por lo tanto, los
dirigentes de River Plate, que cuentan con 60.000
socios, son beneficiados cada domingo en que
juegan en su estadio con 600 entradas, cuyo
equivalente en pesos oscila alrededor de los
120.000. Per también hay otras filtraciones;
además de las que recibe por la vía del club cada
directivo conectado oficialmente con la Asociación
tiene derecho a retirar un número determinado de
boletos, tanto para los partidos donde juega su
equipo como para el resto de cada fecha y
categoría. La lista de beneficiarios del sistema
se cierra, por su puesto, con otros aficionados al
fútbol funcionarios de gobierno, legisladores
nacionales y provinciales, concejales, policías.
Según estimaciones de Pedro Candía, representante
de San Lorenzo de Almagro ante la AFA, ex tesorero
de la entidad, las entradas de favor a entregarse
en 1965 significarán una merma de 80 millones de
pesos en las recaudaciones de las primeras A y B.
La parte del león
Sin embargo,
cuatrocientos hombres jóvenes, que tienen entre 20
y 35 años, que aparentemente realizan intensa vida
deportiva, son los que reciben la tajada más
grande del millonario pastel del fútbol. Una
rápida encuesta permite afirmar que el jugador
promedio tiene 24 años, 6º grado aprobado no sabe
idiomas, lee casi exclusivamente las páginas
deportivas de los diarios, es retraído y asiduo
espectador de televisión. Pero la radiografía se
completa con la mención de los ingresos que
perciben por su trabajo, que incluye pocas veces
más de tres sesiones semanales de entrenamiento,
de tres a cinco horas cada una, y un partido
semanal de 90 minutos de duración; por esa tarea,
legalmente, los jugadores de fútbol argentino
reciben apenas 33.800 pesos anuales (12 meses, más
aguinaldo).
Por supuesto, ninguno
de los 400 percibe los 2.600 pesos mensuales que
les acuerda el convenio tipo que rige para los
deportistas profesionales; son varios los clubes
que entregan a cada uno de sus jugadores, por
partido ganado, sumas que superan el sueldo legal
de todo el año: River Plate y Boca Juniors, por
ejemplo, premian a sus futbolistas con alrededor
de 40.000 pesos por match; en el primer caso el
premio es mayor, pues el club toma a su cargo el
depósito legal del impuesto a los réditos. Los
sueldos al margen del convenio suelen ser bajos:
muy pocos superan los 30.000 pesos mensuales. Pero
el complemento es mucho más jugoso: algunos llegan
a recibir hasta 3 millones por temporada, en
concepto de prima.
"La prima es la madre
del fútbol, por no decir la madre del borrego",
bromeó el uruguayo José Sacia, incorporado en 1965
a Rosario Central. El es uno de los ochenta
futbolistas que perciben en la Argentina sumas
superiores al millón de pesos, como punto de
partida para vestir una casaca a lo largo de un
año. Pero algunos superan la barrera de lo
comprensible: veinte jugadores, en su mayoría de
Boca y River, tienen ingresos superiores a los
320.000 pesos mensuales; es decir, casi cuatro
millones de pesos anuales. "Es un absurdo —comentó
el presidente de River Píate, Antonio V. Liberti—
pero las cosas no se pueden cambiar. Cuando nos
quisimos dar cuenta, codo esto ya había llegado a
las nubes, y ahora es imposible retomar el
contacto con la realidad".
"Sueldos, primas y
premios: es la trilogía que puede hundir a
cualquier club. Menos mal que nosotros estamos a
salvo: las campañas internacionales de
Independiente nos cubren, por lo menos por dos
años, y las cosas andan bien. Nuestras finanzas
están saneadas", explicó Juan Blejman, gerente de
Independiente. Sin embargo, son más los clubes
agobiados por el peso de la triple carga que los
emergidos; si a la trilogía se agregan las anejas
deudas al Estado, los saldos negativos alcanzan
niveles asombrosos.
El presidente empieza
a funcionar
Arrollados por las
exigencias que plantea pretender una buena
ubicación en el campeonato oficial, los dirigentes
han perdido de vista hace tiempo la verdadera
situación de sus clubes. Sin embargo, los gerentes
rentados deben afrontar el problema casi a diario,
abrumados por la realidad de las cifras y los
vencimientos. De ese modo, los clubes recurren a
maniobras no siempre admitidas por la ley: uno de
los recursos es, precisamente, un delito fiscal
recientemente penado con cárcel; ante esa
posibilidad, seguramente se detendrán los que,
aprovechando la condición de agente de retención
que asume el club, descuentan los aportes de
réditos que deben hacer los jugadores pero no los
depositan. Los cientos de millones de pesos
adeudados por los clubes a la Dirección General
Impositiva, cubiertos por el silencio que imponen
sobre este tipo de datos los artículos 100 y 101
del reglamento interno de la DGI (solo tienen
acceso a ellos el presidente de la Nación y el
ministro de Economía), son una pesadilla que solo
puede ser enfrentada con la ley del optimismo: "un
club no se funde jamás".
Pero no es solo la DGI
la acreedora: también figura el Estado mismo
(5.192.374 pesos, Vélez Sarsfield; 12.551.651,
Racing; 15.162.793, Independiente; 10.921.324
Boca; 6.473.215 River, y así hasta superar los 200
millones), por préstamos para levantar estadios;
Obras Sanitarias de la Nación, por falta de
percepción de tasas directas; incontables millones
a la Caja de Previsión para Empleados de Comercio,
perjudicada por la falta de aportes, muchas veces
descontados a los jugadores y no depositados. Otro
tanto ocurre con los bancos oficiales, que suelen
practicar urgentes traqueotomías —de hasta 10
millones de pesos, como a River en 1964— para
evitar la asfixia de los clubes.
Sin embargo, la
elección de Francisco Perette ya ha provocado
sonrisas de alivio en el mismo ahumado tercer piso
de la AFA: una imprevista moratoria, dictada para
los clubes de fútbol por la Caja de Previsión para
Empleados de Comercio, fue la primera prueba de su
buen funcionamiento. Por supuesto, los dirigentes
no consideran excepcional una medida de ese tipo;
aunque todos se beneficiaron con la moratoria, no
pocos recordaron maliciosamente que Huracán,
fervoroso propulsor de la candidatura de Perette,
es el club con problemas más agudos en esa área.
"La caridad bien entendida —subrayó un
representante alineado en una confortable posición
crítica— siempre debe empezar por casa".
Revista Panorama
10/1965
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