No había oscurecido del todo el martes pasado
cuando una tumultuosa Corte de los Milagros empezó
a deslizarse roncamente por las galerías y los
jardines del hospital Rawson, en Barracas.
Desarrapados, en tensión, tambaleándose a ratos,
los personajes de esa Corte habían afluido desde
sus desvencijadas casas en las villas miseria del
Dock Sud o de Villa Dominico sólo para velar por
el póstumo prestigio de un hombre que era como
ellos: José María Gatica, el ex campeón de los
livianos, el ídolo del Luna Park, ahora caído y
despedazado.
Porque a esa hora, las ocho de la
noche o poco menos, Gatica estaba muriéndose en
una sala del Rawson, con fracturas en las
costillas, en las vértebras y en la pelvis. Dos
días antes, el domingo por la tarde, el envejecido
campeón había caído bajo las ruedas de un
colectivo cerca del estadio de Independiente,
ebrio y eufórico, con las manos ocupadas en agitar
un aro de madera del que pendían docenas de
muñequitos rojos.
Pero, para sus adoradores, lo
importante no era la muerte, sino lo que venía
después de ella: la prensa argentina había
diseminado largamente la imagen de un Gatica
provocador, fanfarrón, ególatra, y todo lo que se
quería era destruirla, reemplazarla por la figura
de un Gardel del ring, de un mito que se había
arruinado por dispersar su dinero entre los pobres
y por suponer que la riqueza es algo que siempre
puede recuperarse.
De manera que, desde las 9
de la noche del martes, cuando un médico anunció
la muerte de Gatica, empezó a moverse la
tumultuosa asamblea de casi mendigos para decidir
dónde debía ser velado y honrado. En un café
vecino al hospital, la Corte escuchó en silencio
el ofrecimiento que venía a traerle Pedro
Quartucci, presidente de la Casa del Boxeador: la
propia Federación Argentina de Box —dijo el
emisario—- abrirá sus salones de la calle Castro
Barros para guardar el cuerpo del ídolo hasta el
momento del entierro.
Pero no, es demasiado
poco para él, vociferaron los adoradores,
encrespándose. El Mono Gatica tiene que ir a un
sitio más espectacular, donde quepan los millares
y millares de personas que siguen recordándolo.
"Al estadio de Independiente", dijo un cojo que
había venido arrastrándose con sus muletas desde
Dock Sud. Pero un par de averiguaciones
telefónicas puso al descubierto que allí no había
ningún sitio aceptable para velar a un muerto. "Al
Luna Park, entonces", terció otro personaje de la
Corte. No era posible: el Luna iba a estar ocupado
justo en esos días por la banda de la Guardia Real
Británica. Comenzaron a lanzarse imprecaciones
contra los empresarios del estadio que había visto
afirmarse la gloria de Gatica. "¿Cómo es posible?
¿Una banda de música en lugar del Mono? Hay que
llamar a la embajada de Inglaterra para suspender
ese espectáculo."
La discusión persistió hasta
el amanecer, y fue Jesús Gatica, hermano del
muerto, y ex boxeador también, quien pudo ponerle
punto final, aceptando las razones que daba
Quartucci: "A José María hay que llevarlo a la
Federación, porque ése es el único lugar que no
está cerrado para ninguno de sus amigos."
Una corona para el campeón
No toda la Corte,
sin embargo, se sintió a gusto el miércoles en los
salones de la calle Castro Barros. Algunos fieles
estaban irritados porque, a las 9 de la mañana, ni
una sola flor acompañaba el féretro del Mono.
Entonces, tres de ellos extendieron una hoja de
diario entre los cirios y detuvieron a todo el que
entraba para pedirle que arrojase una moneda sobre
la hoja, cinco, diez pesos, o lo que fuera, con
los cuales podría comprarse "una corona inmensa,
la más grande de todas, la única corona digna del
campeón".
Alguien les previno que la colecta
era irrespetuosa, al menos allí, donde estaba el
cadáver. Lo entendieron. Retiraron entonces el
papel de diario, buscaron una caja de cartón, y
después die lacrarla, empezaron a vocear en el
vestíbulo: Una moneda... Una moneda para la corona
de Gatica.
Hacia las diez de la mañana, los
fieles llamaron a un agente de policía y contaron
delante de él los 3.800 pesos que había dentro de
la caja. Todos juntos caminaron después hasta una
florería, volcaron las monedas sobre mostrador y
dibujaron en un papel una corona fabulosa, con
guardas de claveles y crisantemos.
—Esta es la
que queremos —dijo uno de los mal trazados
fieles—. Es para Gatica.
—Con 3.800 pesos no
alcanza —dijo el florista—. Esa corona cuesta
cinco mil.
Y después, como quien ha calculado
su golpe de efecto, agregó:
—No importa. Yo me
ocupo de la diferencia. Pero, ¿qué letras vamos a
poner en la faja morada?
La Corte de los
Milagros volvió a discutir, rechazó tres o cuatro
frases propuestas por el florista, y luego pareció
conforme cuando un vendedor de caramelos, el Goyo,
vociferó excitado:
—¡Ya sé! Que no haya nombres
en la corona. Solamente esto: El Pueblo a su
Ídolo.
Todavía no se ha explicado debidamente
cómo el Mono Gatica, este José María nacido en
Mercedes, San Luis, el 25 de mayo de 1925,
analfabeto hasta su muerte, pudo ascender de la
nada a mito, y cómo, con el mismo ímpetu
vertiginoso, transformó su fábula en nada.
No es tan fácil vivir
Ese vaivén empieza hacia
el año 1933/34, cuando el Mono, su madre y un
hermano tomaron un tren de carga en San Luis,
bajaron en Pergamino y trabajaron durante todo el
verano en el levantamiento de la cosecha. Lo
suficiente como para ahorrar 200 pesos, treparse a
otro tren y llegar a Buenos Aires. O más bien, a
San Telmo, porque es allí donde el Mono empezó a
vender diarios por las noches y a lustrar zapatos
durante el día, uniendo el trabajo a la pendencia
y la pendencia a un sordo resentimiento contra
todos y contra todo. Lo único que esperaba era
crecer.
Hasta que le llegó el turno. Sus
primeros combates fueron librados en la Misión
para marineros, de San Juan y Paseo Colón, por 80
centavos o un peso al día. Ya entonces era posible
advertir su juego de hombre agazapado, a quien no
le importa que lo golpeen, sus mañas de luchador
nato que no sabe trabar al adversario ni espera
tampoco que le den tregua. Era un estilo casi
cavernario, una pura ostentación de fuerza hecha
de ganchos sobre los flancos/ de felinos vaivenes
de cintura, como quien se obstina no en ganar sino
en destruir, en demoler al rival.
Es entonces
cuando da su gran salto, cobra como nadie en las
preliminares y desencadena en las multitudes un
ardor que sólo el Torito Suárez había conocido.
Tres millones de pesos es lo que gana en diez
años, desde 1945 en adelante, tres millones que
usa para satisfacer su avidez de venganza.
Todavía hay quien recuerda cómo una mañana salió a
la calle con su entrenador, atiborró de dinero a
un taxista para que estuviese a su servicio sin
chistar y se detuvo luego junto a un viejo
lustrabotas de plaza Constitución, con el sombrero
ladeado cubriéndole a medias la cara corroída por
incontables golpes. Entonces, se dice, lanzó un
puntapié contra el cajón del lustrabotas y
diseminó las pomadas y los frascos de tinta en
mitad de la calle, mientras el pobre hombre
farfullaba sin hablar. Después, rompió
furiosamente el hato de veinte diarios que le
quedaban a un canillita, y esperó a que toda la
plaza estuviese pendiente de él para gritar, con
la voz más fuerte que pudo:
—¡Soy el gran
Gatica!
Y cuando la gente se arremolinó a su
alrededor, entregó un bultito de billetes, mil o
dos mil pesos, al viejo y a la criatura que habían
soportado su desplante.
No sólo quería que los
demás lo vieran desquitarse de la miseria. Era a
sí mismo, al Mono solitario entre la muchedumbre,
a quien estaba ofreciéndole el espectáculo de un
rey poderoso.
Pero este Gatica que se afanaba
en proteger a los desconocidos era también capaz
de hundir en el abandono a su madre y a sus hijos.
Se sabe que aquella mujer que lo arrastró en un
tren de carga desde Mercedes debió recurrir a la
justicia para que José María aceptase alimentarla
y vestirla. No es eso todo: Erna, su primera
mujer, la que había empezado como bala humana en
un espectáculo del viejo Parque Japonés, exhibió
muchas veces, delante de médicos o no médicos, los
rastros de la furia descargada por un Mono que no
quería detenerse ante nada. Fue entonces cuando
Lito Más, un redactor de La Razón, resolvió
ponerlo al descubierto en sus crónicas. Pero
Gatica se encrespó, hizo oír su ira hasta en la
Casa Rosada ("En esa época —dice Más—, era el
bufón de la pareja gobernante"), y no se detuvo
hasta conseguir el despido de su ofensor.
La debilidad del fuerte
La avidez por
deslumbrar ya estaba carcomiéndolo. Noche tras
noche, en un club nocturno u otro, desperdigaba
sus millones y los sumergía en tumultos de
champaña y whisky, reservándose una botella para
sí solo, algo que nadie pudiera disputarle. Hacia
las dos o las tres de la mañana, golpeaba
furiosamente las manos hasta silenciar a la
orquesta; entonces, dispersando a las parejas que
bailaban, solía decir: "Quédense todos quietos.
Ahora va a salir el gran Gatica."
"Una
criatura, eso es lo que era —dice la gente que lo
conoció de cerca-. Un tigre desatado a quien jamás
se lo hubiera creído capaz de razonar." Todavía
hay muchos que retienen la imagen ostentosa del
Mono en un automóvil convertible, ufano de ser el
primero que podía conducir sobre un tapizado de
plástico cuyo dibujo imitaba la piel de los
leopardos. En el taller donde le adornaron el
coche chillonamente, a su imagen y semejanza,
cuentan que apareció un día con una mujer
opulenta, rubia, atiborrada de pulseras y
collares. La mujer se detuvo a contemplar la
brillosa piel de leopardo de los asientos y el
Mono, hinchándose de orgullo, pidió entonces que
entregaran a la acompañante cuatro metros de un
plástico idéntico para que pudiese lucir, ella
también, un vestido leonado.
Nada, fuera de la
vanagloria, le quedaba a Gatica cuando le llegó el
turno de morir. Hundido en una pobre casucha de
Villa Dominico, casado por tercera vez,
arrastrando sobre sus espaldas un pedido de
captura por agresiones y persecuciones, acabó por
servir como portero en la cantina de Alberto
Morán, un cantor.
Todo lo que buscó era el
desquite, la ostentación de rabia contra los
hombres que lo abofetearon en la infancia o le
negaron un sandwich en los bares que están bajo la
recova de Paseo Colón. En el Luna Park, las
multitudes de la popular enronquecían para que
ganase sus combates, mientras los espectadores del
ring-side (cuentan los cronistas de boxeo) se
devoraban las uñas a la espera de que cayese. Y
él, impertérrito, burlón, arrojaba resina o
aserrín con el pie, contra los segundos del
adversario, cuando lograba llevarlo hasta su
rincón, o aguardaba el k.o. de todo el que lo
enfrentase con las manos sobre la cintura y una
chispa de desdén en los ojillos tumefactos.
Cada ser humano muere a su manera, y el final de
Gatica es el exacto cierre de su vida tumultuosa.
Su cuerpo hecho para la pelea se apaciguó
destrozado, y el ¡Dale, Mono! que había oído
durante casi 20 años se transfiguró en un "No me
dejés tirado, hermanito", la última frase que él
balbuceó agonizante en el hospital Rawson. Como
quien sale de la orilla y el barro para volver a
sumergirse en ellos.
PRIMERA PLANA
19/11/1963
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