HACE ahora exactamente
treinta años, en agosto de 1943, se realizaba el
más importante de los actos de la etapa Ramírez en
el Gobierno provisional de 1943/1946: el coronel
Matías Rodríguez Conde era designado investigador
de uno de los grandes peculados de la década
anterior. Lo acompañarían dos jóvenes de entonces,
el abogado Juan Pablo Oliver y el ingeniero Juan
Sábato. A una obra maestra de la corrupción
política, Rodríguez Conde y sus colaboradores
opusieron una obra maestra de la investigación
administrativa.
Unos días antes,
monseñor Miguel de Andrea había pronunciado uno de
sus discursos más notables. El 4 de julio, en
presencia del general Ramírez, celebrando el Día
de la Empleada, diría que en ese acto se daba "la
conjunción del Gobierno en lo que tiene de más
representativo y del pueblo laborioso en lo que
tiene de más genuino, para iniciar la marcha de la
victoria de la justicia social". El lúcido prelado
agregaría, dirigiéndose a los argentinos de todos
los sectores hasta ayer en pugna: "Os apasionaba
la solución del fraude político; bien está; pero
al pueblo apasiona más la del fraude económico". Y
en seguida: "Los pueblos suelen mostrarse
indiferentes con los errores políticos. Suelen ser
muy tolerantes con los excesos morales. Pero son
extremadamente sensibles a las injusticias
económicas. Y cuando éstas originan desequilibrios
en sus angustiosos presupuestos, y los espectros
de la miseria y el hambre amenazan trasponer los
umbrales de su hogar, fácilmente pierden el
control y entran en un estado psicológico que es
el más apto para las rebeldías y las violencias".
Políticamente, la
década del 30 no termina en 1940 sino en 1943.
Entre las grandes injusticias económicas del lapso
que venía de concluir y que denunciaba De Andrea
estaba el peculado mediante el cual la Compañía
Argentina de Electricidad (CADE) y la Compañía
Ítalo Argentina de Electricidad (CIAE) habían
conseguido, en diciembre de 1936, la prórroga y
agravamiento de las concesiones por las que
suministraban electricidad a la ciudad de Buenos
Aires.
Desde su sanción
misma, las ordenanzas despedían un hedor mefítico.
Dentro y fuera de partido político responsable no
se ocultaba que en torno de ellas había ocurrido
algo gravemente corrupto y sórdido.
En 1940 el problema
fue llevado a la Cámara de Diputados. Se nombró
una Comisión Investigadora. No tuvo ésta mucha
urgencia en dictaminar. Lo hizo al año siguiente,
en la vorágine del final del período ordinario,
donde quedó disimulada su condición gatopardezca y
encubridora: "Que del estudio de los antecedentes
de la tramitación y sanción de las ordenanzas
números 8.028 y 8.029 no resulta la existencia de
procedimientos irregulares ni morales para las
personas que han intervenido en estos actos; y que
las mencionadas ordenanzas, consideradas
integralmente, y en cuanto a sus resultados y
repercusiones frente al interés general y al de
los consumidores, son ventajosas en relación a las
situaciones legales y de hecho existentes con
anterioridad a la sanción". Exactamente todo lo
contrario —y de un modo férreamente
incontrovertible— iba a probar tres años después
Rodríguez Conde.
La década infame
Es que 1941 todavía
era la década del 30. Dentro de ella, en 1940,
José Luis Torres escribe el primero de sus libros
(que ojalá reedite ahora EUDEBA en forma de obras
completas). Se llama Algunas maneras de vender la
patria y tiene por subtítulo: Datos para la
autopsia de una política en liquidación. Está
dedicado predominantemente al grupo Bemberg pero
se ocupa incidentalmente del affaire CADE-CIAE. Lo
concluye así: "Yo no creo en los compatriotas de
mi generación. No creo en el pueblo actual de la
República, que ha sido corrompido, acobardado y
pauperizado espiritual y fisiológicamente por
clases argentinas de satrapía, en lo que va
corriendo del siglo. Tengo en cambio, para mi
consuelo, una fe inmensa en la niñez de mi patria.
No digo ni siquiera en la juventud de mi patria,
contaminada por la podredumbre. Tengo en la niñez
de mi patria una fe inmensa, como la tengo en mi
hijo, que no ha de ser cobarde, ni vil, ni
codicioso, si Dios lo guarda. Creo que las frentes
augurales de los niños argentinos de la hora
actual —¡cómo se reirán de mi creencia ingenua los
sátrapas triunfantes!— redimirán al país de sus
tristísimas miserias actuales, con un poco de
vergüenza por la conducta de sus progenitores.
Mi hijo, a quien he
dedicado este libro, no tendrá nunca vergüenza de
su padre, aunque su padre haya de durarle poco, lo
que está dentro de lo posible, pues la satrapía
gobernante a veces da frutos individuales del tipo
de Valdés Cora, el sicario, asesino de Bordabehre,
que sigue viviendo después que Lisandro de la
Torre se rompió el fuerte corazón de un balazo por
su patria vendida y su vida fracasada en un
esfuerzo estéril". Y afirmaba su esperanza de que
las nuevas generaciones de argentinos habrían de
vivir atmósferas más diáfanas y tener pensamientos
más alegres, más optimistas, más limpios y
generosos.
En parte se equivocaba
Torres. Porque tres años después sus
contemporáneos Rodríguez Conde, Oliver y Sábato
harían que una fortísima corriente de aire
circulara por el asunto eléctrico. Pero en parte
acertaba, porque el estupendo y patriótico informe
Rodríguez Conde resultó una atmósfera demasiado
pura para la política de la época. Y desde 1945,
en que fue presentado, hasta 1959, en que lo
imprimió el Congreso Nacional, el informe vivió
una vida soterrada, clandestina, circulando como
un panfleto demasiado virulento para la débil
capacidad argentina de asimilación de la trágica
verdad sobre la clase herodiana que menciona
Toynbee y que Torres nombraba como satrapía.
El pesado clima de
dependencia, no sólo económica y política, sino
también cultural, en esto muy importante, hizo que
los responsables del negociado quedaran protegidos
hasta por sus adversarios políticos aparentemente
enconados. No es casual que la dependencia y sus
ejecutores de todo tipo se empeñaran en ocultar
gravísimas tropelías como las denunciadas por
Rodríguez Conde. La ignorancia de estos hechos,
como el mantenimiento del prestigio político y
social de los incursos en el negociado, como la
vigencia de las ordenanzas leoninas y
escandalosas, eran aspectos de un sometimiento que
debía disimularse. El ocultamiento, el
enmascaramiento de la opresión económica
constituye un elemento central de la dependencia
cultural.
La verdad nos hará
libres, como dicen las Sagradas Escrituras.
También en el plano político. De ahí sin duda esa
larga postergación del Informe Rodríguez Conde.
En 1972 tuve que
intimar a un Ministro de Gobierno nacional que me
ocultaba una documentación vinculada al caso
Swift-Deltec, a título de pertenecer a la "órbita
de intimidad" del Poder Ejecutivo. Señalé entonces
que el poder público carece por definición de
intimidad. Un año antes, el Presidente había
ordenado un informe sobre Ewift-Deltec a la Junta
Nacional de Carnes. Este organismo lo produjo
hacia fines de noviembre de 1971, confirmando con
gran fuerza de convicción lo que la Sindicatura
había establecido en el juicio de convocatoria y
yo en la sentencia de quiebra de esa compañía
frigorífica. También este excelente informe, que
desnudaba la actividad de un grupo, multinacional,
fue mantenido en reserva, impedido de ilustrar a
los argentinos sobre quién y cómo los empobrecen y
debilitan.
Ahora, como décadas
atrás, se quiso alejarnos de esa verdad que nos
hará libres.
Revista Redacción
09/1973
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