Su nombre es Nacha y en esta noche...
El diseñador Claudio Segovia dice: "¿Viste? A Nacha no se le puede poner nada ordinario encima. Es como si rechazara lo que no es fino. Porque ella es ... como un objeto de lujo, ¿no es cierto?". Es cierto. Nacha Guevara tiene la apariencia, ligeramente exótica, ligeramente extravagante de una muñeca ultrasofisticada: su delgadez sugiere la fragilidad de la porcelana, su maquillaje y sus pelucas la convierten en un pájaro, en una criatura enigmática, inquietante, como venida de otra parte y pronta a irse de vuelta a ese mismo lugar que podría ser un lejano planeta, la belle époque, el circo, una tapa de Vogue o un film de Fellini. Es sensual y, a la vez, distante, como una de esas mujeres-serpentinas que se enroscan a los floreros art-nouveau; es aniñada y, al mismo tiempo, cortante y agresiva cuando defiende sus derechos; es excéntrica y también sensata, con una sensatez de campesina tozuda, de madre que declara ser "como una gallina" con sus hijos. Lo que ocurre es, sencillamente, que Nacha (su verdadero nombre: Clotilde Acosta; nacida en Mar del Plata hace 32 años) ejercita en la vida de relación las mismas virtudes miméticas que constituyen uno de los atractivos fundamentales de su portentoso show Las mil y una Nachas: se trasforma a voluntad en lo que ella quiere, en modelo fascinante o en espantajo horrible, en mundana, en vedette o en muchachita de barrio. Sin dejar de ser nunca ella misma, cuya esencia podría quizás condensarse en la opinión unánime de quienes la han tratado aunque fuere una vez: "Una mujer inteligente".

LAS COSAS IMPOSIBLES. Nacha se sacude de encima las definiciones y los elogios con el mismo gesto con que se sacudiría una boa de plumas rizadas, y se ríe con su risa contagiosa, en el living de su departamento en Pueyrredón al 1700: sofá de cuero blanco, mesa con tapa de azulejos, dos paredes —las del sector del comedor— pintadas de ocre, una bellísima araña antigua, un inmenso reloj de estación de ferrocarril, comprado en Montevideo y que todavía marca las horas con sus campanadas; y una pared, la de encima del sofá, tapizada con fotos, dibujos y programas de Nacha, sus recitales, sus críticas, las tapas de sus discos. Curiosamente, Clotilde Acosta no se propuso nunca ser Nacha Guevara, es decir, no partió, como otras artistas —más bien, seudoartistas—, de un modelo ideal planteado de antemano. "A lo sumo —confiesa—, quería parecerme a Audrey Hepburn".
Nacha Guevara (Nacha, porque así la llamaba su madre, también Clotilde, desde chiquita; Guevara, por el Che, "pero mucho antes de que se muriese", aclara) se ha ido formando, a lo largo de los últimos 7 u 8 años, con el crecimiento orgánico y preciso de un ser vivo, sin esquemas y sin moldes, como si cada tanto tiempo las cosas se abrieran para mostrarle un camino y ella —soberanamente intuitiva ("soy muy alerta, sé pescar las cosas que son ciertas")— supiera tomarlo sin vacilar. "Me he propuesto cosas que no eran posibles para mí", sonríe. ¿Qué cosas? "Cantar, por ejemplo: cuando empecé a cantar en público, me di cuenta de que no podía hacerlo, pero ya era tarde, ya estaba embarcada y seguí adelante". Cantar es, de todas sus actividades, "la que me ha hecho más feliz". Que finalmente haya podido hacerlo, y muy bien, por cierto, se debe a su increíble voluntad, a su profesora, Susana Naidich, y a su tercer marido, Alberto Favero (28), "con quien aprendí a destaparme la oreja".
A esta trabajadora encarnizada, capaz de estudiar cinco meses una canción, un texto, no le gustaba ir al colegio: "Era mala alumna, me sentía como triste, muy infeliz; toda esa época de mi vida se me presentaba gris". Hizo un solo grado en Mar del Plata y después siguió en Buenos Aires, en el Nicolás Avellaneda: "María Cristina Laurenz iba al mismo colegio, aunque no al mismo curso; volvíamos siempre juntas en el subte". Nacha tiene una hermana mayor, pero vivió mucho tiempo sin verla casi, porque los padres se habían separado ("A mi viejo, al verdadero, no lo conocí hasta que tuve 25 años; tal vez por eso trato de darles a mis hijos un hogar como el que yo no tuve").
Al terminar el primario, Clotilde Acosta quiso ser bailarina e ingresó en la Escuela Nacional de Danzas ("Fui buena alumna pero de mal carácter, díscola, revoltosa"); entre sus profesoras tuvo a la inmortal Lida Martinoli. Pero cuando, pocos años después, se planteó concretamente la posibilidad, mejor dicho, la realidad de que Nacha se dedicara al baile, estalló el veto familiar. "Entonces, durante dos años, entre los 18 y los 20, me dediqué a no hacer nada —recuerda—: bailaba el rock los dominaos por la tarde en el Club Fénix de Villa Devoto, y yo misma me hacía mis vestidos, porque soy profesora de corte y confección. Recuerdo uno en especial: pollera campana plato, compuesta de 16 gajos, nada menos, y talle princesa. En general, era y soy un poco solitaria".

LA PERFECTA CASADA. Quizá alguien sonría ante esa última afirmación, pensando en los tres maridos de Nacha. El primero fue el fotógrafo y periodista Anteo del Mastro, con quien tuvo un hijo, Ariel, que hoy cuenta 10 años. "Tal vez porque no conocí a mi viejo hasta muy tarde, fue que me casé con Anteo, que me llevaba veinte años". Por ese entonces, Nacha emprende la carrera de modelo, para la cual la capacitan su físico, su versatilidad y el don de no hacer jamás un movimiento inarmónico. Durante dos años hizo desfiles, publicidad "y varias tapas de la revista Para Ti". En ese momento se produce la quiebra de su matrimonio y la Guevara decide ser actriz.
"Fue un período dificilísimo el de ese paso de modelo a actriz —explica—. Se había producido una ruptura en mi vida y, lo mismo que cada vez que cambio de rumbo, entré en una especie de tierra de nadie. Pero ya venía estudiando teatro, desde 1963, con Juan Carlos Gené; fui su alumna hasta 1967, y eso me dio una formación sólida, rica, lo que yo llamo un esqueleto de trabajo que me sirve para siempre".
Nacha aspiraba a ser actriz trágica, no conocía aún sus posibilidades cómicas. "Tan sólo cuando actué en teatro por primera vez, en un papelito de Locos de verano, la versión en comedia musical que hizo Juan Silbert de la pieza de Gregorio de Laferrére, en el San Martín, y dije mi bocadillo inicial y escuché una carcajada del público, comprendí que podía hacer humor".
Vaya si puede hacerlo. Hay un humor de Nacha, como hay un humor de Quino, o de Verdaguer. El de la Guevara es seco, mordaz, basado sobre una utilización sutil, riesgosa, de la inocencia. La auténtica inocencia que ella, como ser humano, conserva, y la falsa inocencia que se le enrosca, artera, en un rulo o en un parpadeo y que de pronto deja paso a una lúcida, corrosiva revelación: la absoluta ininteligibilidad de La nueva matemática, de Tom Lehrer, la burla feroz de Anastasia querida, el candor perverso de Envenenando palomas en Plaza San Martín, en su nuevo espectáculo, donde también está esa joya antológica —del mismo Lehrer—, El tango masoquista, cumbre de un humor funámbulo, enloquecido, del que Nacha es en el país la sacerdotisa máxima, junto a Edda Díaz y el dúo Gasalla-Perciavalle.
Quizá la primera vez que esa veta humorística de Nacha asomó en un tablado, fue en La hortaliza, de Norman Briski, en el teatro Payró, con su inolvidable parodia de una de esas bailarinas que nunca faltan, disfrazadas de flor. Sólo que la Guevara figuraba un alcahucil. Briski fue su segundo marido, y de él quedó otro hijo: Gastón, ahora de 6 años.
Después vino un período que ella preferiría olvidar, donde se la vio en Delicado equilibrio, de Edward Albee, en el Regina, y en El verano, de Román Weingarten, en el TAF. A propósito de Delicado equilibrio, una anécdota que demuestra claramente por qué Nacha tiene fama de carecer de pelos en la lengua. En un momento de la pieza, por una de esas cosas que suelen ocurrir en un escenario, los intérpretes se tentaron de risa, menos una actriz de renombre, la cual, después de la función, comentó con aspereza: "Claro, ahí es donde se ve quién es profesional y quién no". "Si eso lo decís por mí, podés metértelo en el culo", fue la tajante respuesta de la Guevara, reconocida experta en estas lides y en otras más contundentes (hace poco, fue condenada a dos meses de prisión en suspenso por haber lesionado a uno de los integrantes del conjunto Les Luthiers, en el local de La Cebolla en Mar del Plata, en febrero de 1971: simplemente, como explicó ella, le dio un bofetón a Marcos Mundstock, "sólo que tenía en la mano un vaso de whisky").

CANTANDO LA ENCONTRE. El esquema vuelve a repetirse: Nacha se separa de Briski y emprende otro camino, el que habría de permitirle, por fin, encontrarse consigo misma, como cantante y creadora de un género nuevo en la Argentina. "Luego de aquellas temporadas teatrales —comenta—, empecé a pensar en lo difícil que es para el actor, en este medio, llegar a tener suerte, la suerte de encontrar el director adecuado, los compañeros adecuados, el empresario adecuado. Decidí hacer algo más personal, más mío, algo solitario, si se quiere: cantar".
El canto era una antigua pasión de Nacha, si bien reconoce que carecía entonces de voz y de oído. Pero "tan sólo a los 20 años descubrí, a través de Georges Brassens, que las canciones podían hablar de otras cosas que no fueran las habituales tonterías de amor; hasta que me avivé, pasó tiempo". Esto era hacia 1965: pidió entonces letras a varios escritores, Carlos del Peral, Francisco Urondo, César Fernández Moreno. Así se hizo un repertorio de doce baladas, con las que debutó en el Payró, en una de las noches del ciclo La nueva canción. "Ni sabía todas las letras —confiesa—, pero fue la primera vez que me sentí como libre y, cuando terminó la función, decidí que ése era mi futuro". Se fue a verlo a Roberto Villanueva al Instituto Di Tella y le propuso hacer un espectáculo cuyo título creó Luis Pico Estrada: Nacha de noche ("esta vez con 18 canciones, de las cuales sí sabía la letra").
Casi simultáneamente, un joven músico platense, Alberto Favero, escribía la partitura para El subte fantasma, de Le Roi Jones, que dirigía Oscar Barney Finn en Los Altos de Florida. A Finn se le ocurrió hacer un show, nunca concretado, con Marikena Monti, Susana Rinaldi y Nacha. Y así entró, en la vida de ésta, quien sería su tercer marido y padre de otro hijo: Juan Pablo (1 año).
Nacha de noche, que empezó casi tímidamente, en un horario incómodo, el de las 20, terminó por convertirse en un éxito. Lo siguieron Hay que meter la pata, Anastasia querida (el mayor triunfo de la diva hasta llegar a Las mil y una), Este es el año que es y varios espectáculos, alternados con los respectivos longplays, con otras presentaciones personales, discos de 45 rpm y una creciente reputación de disconformismo, rebeldía política y mal humor. Por ahí andan dos experiencias disimiles: Carmela de Santiago, un olvidable engendro que intentó ser, y no pudo, la comedia musical argentina (en el Presidente Alvear), donde se malgastaron los talentos de Guevara y Gloria Guzmán, y el Maipo (El Maipo está piantao...), donde Nacha se atrajo las iras de Dringue Farías, quien increpó al empresario: "¡Aquí el único que dice culo y b... soy yo, y no esa mina!". Todo porque ella cantaba dos de sus temas más notorios, tomados de Brassens: Un buen par de patadas en el culo y La nueva generación.

EL PENSAMIENTO VIVO. Cuando mira su foto de la primera cédula de identidad, a los 8 años, Nacha se compara con una lauchita y con su segundo hijo, Gastón, que realmente se le parece a esa edad. Cuando se la mira a ella ahora, Jejos del teatro, con una blusa y un par de pantalones, el pelo corto, castaño rojizo, tirado hacia atrás, se sigue pensando en una laucha, flaca, movediza, traviesa, los ojos brillantes de inteligencia. Algo más tarde, en el restaurante, es la vedette: peluca negra, muy rizada, cara palidísima, boca muy colorada y subrayada, lo mismo que los ojos inmensos, por trazos negros; y, sobre un entero negro, bolero de plumas escarlatas y gorra ídem. Encaramada casi sobre zancos, es una aparición que excita a los comensales. Las mujeres, en general, la detestan, y se entiende, porque ella emana una seducción que no tiene nada que ver con los atributos convencionales de la belleza femenina Es decir, las mujeres la odian porque los hombres la admiran, unánimemente.
Está muy contenta con Las mil y una Nachas (12 millones de recaudación en la primera semana), pero carece por completo —pese a las apariencias— de vedetismo: "Yo solamente tengo conciencia clara de lo que quiero hacer, de lo que hago, no sé si es verdad eso de que inventé un género". Atribuye a la experiencia del Maipo el origen de Las mil y una: "Es lo que quisimos hacer allí y no pudimos, lo que entendemos debe ser una revista". Una revista que les llevó —a ella, a Favero y a Segovia— casi tres años de concepción y preparación, con una exigencia absoluta de perfección hasta en el mínimo detalle. Y se nota. En un medio habituado a improvisar porque, total, todo sale bien, el rigor de la Guevara es parte de esa fama de intratable que la rodea: "Es que la haraganería y la mentira me sacan de quicio: no soporto a esa gente que dice que es capaz de hacer algo y no lo sabe hacer, prefiero que me digan directamente que no lo saben. Además, creo en una actitud frente al teatro, una conducta que empieza desde que se entra en el escenario".
Esa actitud, esa conducta, le han valido la adhesión entusiasta de maquinistas, utileros, tramoyistas, electricistas, toda esa maquinaria complejísima y veloz que permite la excelencia de Las mil y una. Las bambalinas del Margarita Xirgu son otro espectáculo en sí, vertiginoso: tres vestidoras se encargan de las casi fregolianas trasformaciones de la estrella, y una en especial de los detalles: El diente, le dice a Nacha, sin expresión, al final del cuadro medieval donde la diva aparece feísima, con anteojos, bizca y con un hueco en la dentadura (y es que no puede olvidarse de limpiárselo, para el cuadro
siguiente). Algo les costó, sin embargo, acostumbrarse a ver dos y hasta tres Nachas que salen de escena y vuelven a entrar: la auténtica, su doble —la bailarina Alba Vidal— y un bailarín que cierra El tango maso-quista con un turbante y un traje con flecos, iguales a los de la protagonista.
"Soy independiente, pero no apolítica —puntualiza Nacha, mordisqueando una berenjena al infierno, una sola, que será su única comida de la noche—. Trabajo y voy a trabajar para construir un país socialista". No se le escapan las limitaciones del arte: "Eso —aclara— en la medida en que al arte puede contribuir, una medida humilde, sin duda, pero alguien tiene que hacerlo, aun en el socialismo, porque siempre existirán los grandes problemas, la enfermedad, la muerte, el misterio de la existencia". Confiesa no ser muy lectora, aunque su intuición la lleva, infaliblemente, a lo bueno. "En escena soy una bruja —proclama—. Casi me da miedo. Sé exactamente lo que va a ocurrir, con una especie de instinto que a veces me pone en situaciones incómodas: estoy actuando, oigo un portazo y, sin darme cuenta, pregunto ahí mismo, en escena: ¿Quién fue? También sé, sin equivocarme, quién sirve o no para determinada tarea". Ella ha dirigido, prácticamente, Las mil y una Nachas, y su instinto, una vez más, no la ha engañado: "¡Qué lindo es proponerle algo a alguien y ver cómo responde, ver que era exactamente eso lo que uno le había pedido!". Sólo quien se exige a sí mismo es capaz de exigir, y reconocer, a los demás.
Ernesto Schóó

Recuadros
__________________
Los hijos de Nacha
En cierto modo, es una vida de pequeños soldados. Ariel y Gastón se levantan a las 7; a las 7 y media pasa el ómnibus a buscarlos y a las 8 están en el Instituto Santa María del Buen Aire, donde el mayor cursa el 5º grado y Gastón el 1º. A las 12.30, de vuelta en casa para almorzar; a las 14, otra vez el colegio, del que salen a las 17. Pero ser hijos de Nacha Guevara, y de distintos padres, implica otras cosas: vivir en una atmósfera artística, desarrollar sin trabas sus personalidades. Aunque son chicos como cualquier otro: adoran a Juan Pablo, el hermano menor, al que llaman Juanpa; ven mucha televisión (admiran a El Zorro, El Santo y Rolando Rivas, cuyas andanzas les fascinan: "Somos como mucamas", informa Ariel, el más reflexivo, que quiere ser piloto; Gastón, en cambio, querría ser violinista).
Adoran, obviamente, a su madre. Ariel puede verla desdoblada, como artista; Gastón todavía no, afirma que en el escenario ve, sencillamente, "a mamá". El mayor prefiere El tango masoquista, Briski Jr. se entusiasma con el vestuario, "sobre todo el último vestido, el de la cola larga, en la hamaca". Juan Pablo, por supuesto, prorrumpe en extraños sonidos, se vuelca el té encima, pierde un zapato pero nunca el buen humor (Gastón, en cambio, reconoce sus frecuentes rabietas).
Ariel es de San Lorenzo, Gastón de Independiente (como Norman, su padre) y Juan Pablo de Boca, porque Claudio Segovia, le regaló una camiseta de ese club. Pero los dos mayores coinciden en admirar a Estudiantes de La Plata, porque Favero —"mi viejo", lo llaman— y su hermano, Fernando, adhieren a él como buenos platenses. Ariel lee aventuras e historia; a Gastón le gusta leer "todo lo que yo escribo", proclama.
___________________________
Café - concert: A otra cosa
Es ocioso determinar con rigor cronológico quién llegó primero: si las huestes de Carlos Gandolfo —Marilina Ross, Federico Luppi, Carlos Moreno, entre otros—, que en un petit-hotel de Viamonte al 1500 presentaron Negro, azul, negro, un collage de sketches, canciones y monólogos; o el rotundo Eduardo Bergara Leumann, con el fasto y la agresividad de su célebre Botica del Ángel; o Edda Díaz, Nora Blay, Carlos Perciavalle y Antonio Gasalla, con Help, Valentino en el diminuto Teatro de la Recova. Lo importante es consignar cómo, hacia 1965, algunos porteños todavía tímidos, azorados, aprenden a sentarse ante una mesita, consumir cualquier menjurje y presenciar un espectáculo con prestigio europeo y que se convertirá casi en una epidemia: el café-concert. Poco después, desde vertientes distintas pero que confluyen en un mismo cauce de poesía, humor disparatado y protesta, María Elena Walsh y Nacha Guevara crearían la costumbre de escuchar que no hablaran de amor, y que no fueran cursis.
Ocho años más tarde, la decadencia corroe al café-concert. No, por cierto, a quienes le aportaron experiencia y calidad. "Hasta no hace mucho, la moda era abrir una boutique; hoy, los paracaidistas inauguran cafés-concert, que brotan como hongos. Son los inconscientes de siempre, que se largan a improvisar en un medio que exige idoneidad", asegura Lino Patalano (27), responsable, junto a Elio Marchi (26), de Gallinero SRL, la empresa de locales tan prestigiosos como El Gallo Cojo y La Gallina Embarazada, y de figuras trascendentes como Edda Díaz, Cipe Lincovsky y Niní Marshall.
Es que el aluvión ha ido decantándose y tan sólo Díaz, Marshall, la Guevara y el dúo Perciavalle-Gasalla permanecen (Cipe prefirió volver al teatro) como los puntales del género. Perciavalle lo sintetiza así: "El café-concert no existe. Sólo existe la gente capaz de elevarlo o destruirlo. Ni mi intención, ni la de Antonio, fue inventar un género sino, simplemente, trabajar. Creo que el café-concert no existe como movimiento. Su historia gira alrededor de cuatro o cinco figuras conscientes de lo que es el laburo. Los demás no existen sino para el periodismo y los productores. El espectáculo de Nacha es lo mejor de los ejemplos. Se habló de su decadencia a raíz de su presentación en el Maipo. Nacha se tomó el tiempo necesario para madurar, para rever su actitud artística y no entrar en la vorágine del consumo. Este trabajo se hace al andar. Es de pobrecito creer que te parás en el escenario, agredís al público y el mundo está en tus manos. De ahí la importancia de Las mil y una Nachas, un abanico de genialidad, swing e inteligencia. Creo que no hay que sorprenderse: Nacha es una de las profesionales más consecuentes y auténticas, objetiva con respecto a ella misma y eso se manifiesta en su labor. Tiene éxito aquí, pero en Moscú o en París tendría ¡la misma aceptación. No me interesa juzgar la labor de mis compañeros, pero a Nacha la vi a sus anchas, feliz y en lo que quiere".
______________________
Los otros responsables
Claudio Gastón Segovia cumplió 40 años el 31 de agosto pasado, y en los últimos tres se ha convertido en el diseñador más inventivo, audaz y original que tiene el teatro argentino: bastaría recordar su escenografía y vestuario, prodigiosos, para Yvonne, de Gombrowicz, dirigida por Lavelli en el San Martín (1972). Nació en Villa Ortúzar, pero pasó casi toda su infancia y adolescencia en Núñez. Tiene dos hermanas, una mayor y otra menor. Su padre era un entrerriano nacido, con otros 16 hermanos, en un rancho de paja; se lo ve, fornido y luchador, en una foto de los años 20. "Le gustaba mucho el teatro —informa Claudio—. Yo, desde que tengo memoria, dibujé, pinté, hice las que yo llamaba representaciones en mi propia casa y a las que contribuían todos, familia, amigos v vecinos. Nunca me negaron nada en mi casa: llegué a tener un pequeño escenario, un primitivo equipo de luces, trajes, hasta una simulada concha de apuntador".
Segovia llegó muy chico a la Escuela de Bellas Artes, a los 11 años, y a los 15 ya estaba en la Superior. Cumplió todos sus ciclos y, habiéndose "salvado" de la conscripción, se fue a Europa tras recorrer mucho de la Argentina. Curiosamente, después de haber estudiado escenografía con Franco y Vanarelli, y haber ayudado a Benavente y a Antón a realizar decorados, "cuando conocí el teatro de cerca me decepcioné y no quise saber nada con él; me dediqué a viajar, viví mucho tiempo en Europa y en tos Estados Unidos, hice diseño industrial, tapices, publicidad". Tan sólo en 1966, ya definitivamente de regreso, volvió a la escena, con el vestuario de Destinos errantes, en el IFT.
Las mil y una Nachas es, de alguna manera, su cumbre como creador: "En su origen, es una revista con una formulación estética clara y profunda; cada cuadro, una pequeña obra en sí, hecha con la mayor pureza". "¿Qué es la revista? —se pregunta, y se responde—: una sucesión de telones pintados". Y esos telones, junto con el deslumbrante vestuario, es "la síntesis de todo lo que vi en el teatro". Ensalza a Humberto Colli, "que pintó todos los telones"; a los colaboradores que, desinteresadamente, pegaron los no menos de 15 mil espejitos que recubren cada uno de los cinco paralelepípedos que hacen las veces de trastos. Espejitos que contribuyen a crear un efecto de lujo inusitado, y que no es más que eso: "Magia pura". "Trabajamos con la ilusión."
Alberto Favero, por su parte, se crió prácticamente en el conservatorio musical que sus padres tienen en La Plata: su madre es cantante, un hermano, violinista, y una hermana, pianista. El siguió el bachillerato especializado en piano, en la Escuela de Bellas Artes de su ciudad natal, y desde adolescente —"un chico, casi"— tocaba en boites y night-clubs. "Esto me dio una formación práctica muy importante", enuncia. En 1968 estrenó en El Globo su último trabajo para jazz, Suite Trane, y ahora prepara su tesis de Composición: una ópera.

Revista Panorama
13.09.1973




Ir Arriba