Un grupo de
investigadores argentinos ha logrado descifrar en
los últimos meses buena parte de los enigmas
científicos de la Patagonia. Comprobaron la
existencia del paleozoico en su geología; han
descendido hasta las tres terrazas en que
habitaron tres sucesivos tipos étnicos; las
excavaciones sacaron a la luz, por primera vez en
el continente, sepulturas en forma de dólmenes;
por primera vez, igualmente, el láguido —ese
misterioso individuo cuya existencia presuponían
los etnólogos— penetra en un Museo; se han
estudiado ciertos grabados rupestres que
desmienten la creencia de que las culturas
patagónicas carecieron de inquietudes artísticas;
se ha trazado la clasificación definitiva de esos
pueblos; decenas de miles de instrumentos líticos
y de hueso, organizados en una colección de valor
sin precedentes, permiten reconstruir la vida de
los tehuelches; un idioma extinguido —el teushen—
resucita...
UN PUÑADO DE
ESTUDIOSOS
Todos estos triunfos
de la ciencia argentina son obra de los miembros
del Instituto Superior de Estudios Patagónicos,
fundado hace dos años por el general Armando S.
Raggio, entonces gobernador de la zona militar de
Comodoro Rivadavia.
Se trata de un puñado
de estudiosos, sin antecedentes en el mundo de la
erudición, a quienes unió solamente el común amor
por la tierra que habitan.
Por lo demás, los
trabajos de este equipo joven y entusiasta han
despertado el interés de Oswaldo Menguin. El
ilustre profesor de la Universidad de Viena, a
quien se considera en todo el mundo como la
suprema instancia en cuestiones prehistóricas, se
ha radicado hace unos años en Buenos Aires y
mantiene contacto con el Instituto Superior de
Estudios Patagónicos.
La Patagonia ejerció
siempre una fascinación irresistible en el
espíritu de los hombres de ciencia. Meseta parda,
que parece dormir un angustioso sueño de siglos.
Cielo de nubes bajas, color pizarra. Tormentoso,
desasosegado, trágico. En los hirsutos cerros, la
fantasía cree descubrir la silueta fugitiva del
guanaco o del huemul. Se corre hacia un horizonte
inalcanzable, sin ver en toda la jornada otra cosa
que unas matas raquíticas y unas ovejas
asustadizas. Vuelven a la memoria los desoladores
versos de Browning: "What made those holes and
rents/ in the dock's harsh swarth leaves, bruised
as to baulk/ all hope of greenness?"
"¿Qué causó aquellas
grietas y agujeros/ en las ásperas y atezadas
hojas del lampazo, magulladas hasta frustrar toda
esperanza de verdor?"
Figúrese el lector que
se encuentra en Bahía Solano, treinta kilómetros
al norte de Comodoro Rivadavia. Suspendido en la
distancia, entre los movedizos límites del viento
y del mar, el espíritu se abandona al vértigo del
tiempo, al irreductible afán de encontrar el hilo
que liga al presente con el pasado.
Hace siglos —se
piensa— que la marea baja deja sus conchas en esta
playa. ¿Cuántos siglos? ¿Y desde cuándo existe
esta playa?
LAS TRES
TERRAZAS
Sí, ¿desde cuándo?
Dos geólogos
brillantes, el Dr. Tomás Suero y el Dr. Eduardo
Meyer, se han empeñado en hallar respuesta a este
interrogante. Gracias a ellos, puede asegurarse
que la antigüedad de la Patagonia es muy superior
a lo que se habia supuesto.
Creíase hasta ahora
que el mesozoico patagónico se asentaba
directamente sobre el fondo cristalino. En Teca,
una comisión dirigida por el Dr. Suero reconoció,
de 1945 a 1947, un área de 28.000 kilómetros
cuadrados. Nuestro mapa geológico ofrecía allí una
enorme mancha blanca, que indicaba la extensión de
la zona inexplorada. La comisión, que investigaba
las posibilidades petrolíferas de la cuenca del
Chubut, encontró, en cambio, fósiles paleozoicos,
con sus caracteres perfectamente definidos. Eran
los primeros goniatites de América del Sur.
Por su parte, el Dr.
Meyer recorría el yacimiento arqueológico de Bahía
Solano, en la costa. En el terreno se incrusta una
cantidad sorprendente de conchas. Esos moluscos
han servido de alimento a los indígenas. La
excavación dejó al descubierto tres líneas negras
superpuestas, a ochenta centímetros o un metro de
distancia una de otra. Esas líneas negras,
formadas por el humo y la ceniza, indican las tres
superficies en que se encendió fuego, las tres
"terrazas" en que se instalaron las distintas
culturas patagónicas. El sabio comprobó los
efectos de recientes movimientos tectónicos, de
levantamientos continentales; pudo trazar las
antiguas líneas de la costa y, en una palabra,
reconstruir el mapa pretérito de la región.
Realizados tales
estudios preliminares, el geólogo señaló con
admirable precisión el lugar en que debían
hallarse sepulturas. En el curso de una expedición
dirigida por el profesor Vignati, se logró el
acceso a todo un cementerio indígena.
LOS PRIMEROS
HABITANTES
—¿Qué edad puede tener
este suelo?, he preguntado.
El Dr. Meyer,
sonriendo con mezcla de melancolía y de buen
humor, respondió: —Es lo que me gustaría
averiguar. Yo les pido el dato a los arqueólogos y
ellos me lo piden a mí. Sin embargo, estamos de
acuerdo en que se puede hablar de dos o tres mil
años. Como usted ve, la precisión de estos
cálculos es muy relativa ...
Deducciones
coincidentes de los geólogos y arqueólogos,
efectivamente, ya permitían describir tres
estratos culturales, tres capas de población. La
de los araucanos es la más reciente: llegaron de
Chile después de la conquista y encontraron en la
Patagonia a los tehuelches, que habían sido los
amos de esas pampas nevadas por varios siglos,
desde la época en que desplazaron de ella a un
tipo étnico que ha recibido el nombre supuesto de
láguido.
Al araucano se le
encuentra aún por las ciudades chilenas, como
Temuco o Loncoche, y en las estancias del Sur
argentino. Los tehuelches se han asimilado casi
por completo a la población blanca, desde la
conversión de Namuncurá, su último caudillo, a
quien la Iglesia Católica venerará, quizás muy
pronto, en los altares. En cuanto a los ignotos
láguidos, ninguna excavación había permitido al
antropólogo llegar hasta ellos.
LOS DOS
LÁGUIDOS
Los restos humanos,
que fueron extraídos con ayuda de las técnicas más
novedosas —intervino en esas operaciones el doctor
Alberto Rex González, que recientemente cursara
estudios especiales en los Estados Unidos— ,son de
una antigüedad más considerable que la de todos
los que se conocían hasta hoy en la Patagonia.
Dos esqueletos
llamaron particularmente la atención, un adulto y
un infante enterrados en cuclillas y con un puñal
de piedra cada uno; aparentemente, el primero lo
tenía clavado por la espalda y el segundo lo
sostenía sobre la cabeza. La posición de ambos se
explicaría como efecto de una inhumación de
segundo grado: tal vez murieron lejos de sus lares
y fueron devueltos a sus deudos en una especie de
féretro, dentro del cual contrajeron una actitud
que la rigidez de la muerte tornó definitiva. En
cuanto a los puñales, tendrían un significado
ritual.
Por la naturaleza del
terreno en que se encuentran las sepulturas, por
los caracteres morfológicos de los esqueletos, por
las modalidades del enterramiento, el profesor
Vignati —que es, sin duda, la primera autoridad en
antropología patagónica— los clasificó como
láguidos.
EL HALLAZGO DE
BÉLTENSHUM
Un mensaje vivo del
pasado, la anciana indígena Béltenshum Saynahuel,
que acaso tenga ciento cuarenta años, ha venido a
acentuar con su presencia la sugestión de las
viejas culturas patagónicas. Del toldo de guanaco
en que vivía, entre lagos resplandecientes y
montañas nevadas, la han trasladado los estudiosos
a un sanatorio de Comodoro Rivadavia.
Su fértil memoria
permite reconstruir los últimos años de la
historia de un pueblo que se ha hundido en la
noche de los tiempos. Yo he escuchado sus relatos
durante largas horas, y tras la pupila clara y sin
luz —pues Béltenshum es ciega— creí entrever toda
una ruda epopeya: las hogueras en la noche, las
orgías de carne cruda, las feroces cabalgatas
erizadas de lanzas y flechas, las escenas de
magia.
UNA ANCIANA
VIGOROSA
Cuando Béltenshum oye
el rumor de pasos extraños, se apresura a guardar
bajo su almohada la bolsita de tabaco y a componer
su aliño.
Escucha luego nuestras
primeras palabras —cuyo sentido ignora, pues el
español le es desconocido— y adopta una actitud de
prevención. Es la típica desconfianza del indio
para con el blanco. Poco a poco accede a hablar. Y
su primera frase —en tehuelche, desde luego— es de
una sencillez conmovedora:
—Me da vergüenza.
Estoy tan fea ...
Doña Agustina, su
sobrina —75 años, según su propia confesión— me
traduce estas voces y las comenta risueñamente. En
verdad, las arrugas de la más anciana son
impresionantes. La ceguera ha acentuado la
depresión de su máscara. La vincha que ciñe sus
sienes encuadra una expresión de fatiga y
melancolía. Pero conserva su dentadura casi
completa, no tiene una sola cana y su labio
inferior avanzado revela una suprema energía.
Béltenshum sabe, sin
duda, el secreto de la fuente de Juvencia.
—Hay que vivir en
cueros —dice—. Comer solamente carne de guanaco,
de yegua o avestruz. Y es preciso conocer los
yuyos del campo, que levantan de la cama hasta a
indios moribundos.
BÉLTENSHUM Y
SUS DESCENDIENTES
Yo echo mano a mi
D'Orbigny, que me acompaña en todas mis
excursiones patagónicas, y compruebo una vez más
la exactitud de las referencias anotadas por ese
prodigioso observador.
En su "Viaje a la
América Meridional" se enfrenta con los tehuelches
y habla de "sus dientes, que no se caen nunca". "A
cualquier edad, hasta en la mayor ancianidad
—prosigue— son siempre bien alineados, de una
igualdad perfecta y, sobre todo, de una blancura
extraordinaria". Pero hay más: "nunca he visto una
cabeza calva en esas tribus salvajes y diré que
también los cabellos raramente encanecen".
Conocía D'Orbigny muy
bien a esos pueblos nómades, que así como pasaban
fugazmente por médanos y pampas, desaparecen de la
historia sin dejar rastros, debido, sobre todo, a
su pobreza. Pobreza que cabe atribuir a dos
causas. Primera, el suelo estéril que se vieron
obligados a habitar: son elementos étnicos
desplazados, marginales, que otros más fuertes o
de cultura material más evolucionada, expulsaron
de las tierras fértiles. Segunda, su desprecio por
la propiedad, por la herencia, que se manifiesta,
por ejemplo, en "la costumbre de matar sobre la
tumba del muerto todos los animales que le han
pertenecido", como declara D'Orbigny. Los
habitantes de la Patagonia nunca pudieron —o no
quisieron— otorgar a sus descendientes una base
económica, que les hubiera permitido elevar el
grado de cultura del pueblo de que nacieron.
Así, pobre de
solemnidad, ha pasado esta anciana más de un
siglo, siempre reclinada con indolencia sobre esos
mismos cueros de oveja. Se bautizó y se puso el
nombre de Matilde; casó con Chapalala, un cacique
que ha muerto recientemente; sus hijas y nietas
han constituido familia con araucanos y
cristianos; sus biznietos, a quienes ella procura
en vano inculcar el idioma de sus antepasados,
visten el delantal blanco y contemplan sin asombro
el avión.
EL APOYO
OFICIAL
El general Julio A.
Lagos, gobernador militar de Comodoro Rivadavia,
se ha convertido en un animador fervoroso de estos
trabajos científicos, en su despacho —y aun en los
de sus colaboradores— es frecuente encontrar pipas
indígenas, lanzas, trinchetas, que no son los
únicos; de otros igualmente valiosos me ocuparé
más adelante. Me dijo el general Lagos:
—Estas dos
realizaciones de mi antecesor, el Instituto
Superior de Estudios Patagónicos y el Museo
Regional de Comodoro Rivadavia, han conferido a
nuestra gobernación —la más joven de las
gobernaciones argentinas— una imprevista jerarquía
como centro de cultura. En mis preocupaciones de
gobernante, prevalece la convicción de que debe
estimularse activamente la actividad de estas
instituciones, que este mismo año dispondrán de
dos hermosos edificios propios. Estoy orgulloso —y
conmigo todos los habitantes de Comodoro
Rivadavia— del trabajo de nuestros estudiosos.
Millares de hombres
ávidos de conocer y comprender, como éstos,
necesita nuestro país, para que en él lleguen a
armonizar el espíritu nacional y el espíritu
universal. Para que prospere nuestra originalidad
y alcance en el mundo la resonancia debida. Para
que se decante nuestro modo propio de ser hombres.
Revista Argentina
1/11/1949
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