El 31 de marzo de 1914, el general Julio A. Roca
entraba por una gran puerta de la calle Florida
877. Al rato lo seguía don Joaquín de Anchorena,
intendente municipal. En realidad, el movimiento
que había alrededor de esa puerta era grande.
Damas con largos vestidos y sombreros cubiertos de
plumas bajaban de los coches de caballos. De pie
sobre la alfombra roja, un aristocrático inglés de
mirada burlona y enorme bigote recibía a los
visitantes. Era sir Woodman Burbidge Bart, dueño
de la empresa Harrod's, de Londres. Dentro de
20 días, al cumplirse las bodas de oro de Harrod's
en Buenos Aires, los transeúntes que observen las
vidrieras pobladas de maniquíes tipo Brigitte
Bardot ignorarán quizá el mundo que quedaba
inaugurado, para fascinación de los porteños,
aquella tarde de 1914. Guardaban los accesos de
ese mundo un gigante y un enano vestidos de verde
oscuro, con polainas blancas y un río de botones
de oro. El gigante medía más de dos metros. Era
José Eustaquio Peloso, venido del campo, quien
abrió puertas de coches o protegió con un inmenso
paraguas las entradas y salidas de clientes en
días lluviosos, entre 1915 y 1935, sin una pausa,
hasta que murió. Más popular, quizá, fue el
enano. Mientras recibía furtivas miradas de
admiración por parte de los niños que llegaban de
la mano de sus madres, Gerardo Sánchez, español ex
oficinista, ex empleado, conocedor del portugués y
el alemán (aprendidos en un circo), afecto a la
lectura, a la natación y a la paleta, cumplió su
trabajo. Imperturbable, entre una y otra corrida
hacia los autos daba consejos a los cadetes. Entre
tanto, iba edificándose una casa quinta en San
Miguel. En ella vive, jubilado. Sorteado el
ingreso, el mundo de Harrod's se dividía en
pasillos rojos, en anchos ascensores de hierro
forjado, en interminables mostradores de madera
frente a los cuales las señoras, meditabundas,
sentadas en sillas de Viena, vacilaban frente a
mercaderías venidas de Inglaterra y de Francia.
Los campos del deleite eran varios, y los niños se
impacientaban. Estaba (y está) la sección
bombonería (con fábrica especial en el tercer
piso); estaba la sección infantil, con calesita y
música (desvanecida en 1941); pero estaba, sobre
todas las cosas, la confitería.
Entre las
sombras La confitería de Harrod's, clausurada
en 1959, dormita hoy, como una especie de Bella
Durmiente, sin haber sido desmantelada. Continúan
colgando del techo las lámparas de alabastro,
continúan el palco de la orquesta y las boisseries
de las paredes. Entre los directivos de la casa,
un proyecto aparece y reaparece: volver a abrirla.
Sería algo similar a una resurrección de la
confitería París. En los viejos tiempos, el
jueves, "día de moda" de la confitería de
Harrod's, los autos y coches de caballos se
alineaban por Paraguay hasta Esmeralda. Puede
asegurarse que no era para menos. Había allí una
fábrica propia de masas y scons que llegaban a las
mesas envueltas en servilletas tibias. Una
lánguida orquesta susurraba las canciones de
entonces. Pero allí, bajo las lámparas de
alabastro, se desenvolvía también el refinado
restaurante, frecuentado por Caruso, el duque de
Windsor, Clark Gable y el marqués de Cuevas (entre
otros). Realmente entre otros. Una versión dice
que la situación geográfica de Harrod's, sus tres
puertas de ingreso, eran muy del agrado de
militares conspiradores que se reunían de tan
discreto modo en el restaurante. A ello se debía
la presencia reiterada de disimulados personajes
policiales que conocían el recurso, a causa de su
uso previo por los gobernantes. En Harrod's
había también un salón de actos con platea y
escenario, una fábrica propia de perfumes y,
también, tres peluquerías con suelo de mármol.
El novelista Manuel Mujica Láinez, especialista en
objetos de arte, tiene una casa de campo en San
Isidro. En la sala de esa casa se yergue un
piafante caballo de madera oscura. Años atrás,
policromado y provisto de estribos, el caballo
formó parte de la peluquería de niños, en la cual
hoy quedan los mullidos silloncitos graduables, de
cuero verde. Ni los caballos ni los sillones ni
las tensas sonrisas de los peluqueros lograban,
sin embargo, acallar los aullidos de los niños,
furibundos ante la operación. Esos mismos niños
acudían, sin embargo (y siguen acudiendo), a los
ya célebres festivales de Navidad en Harrod's.
Allí, un Papá Noel rodeado de nieve y chorreando
sudor los recibe, anota sus pedidos (inspirados
por la sección juguetería en pleno, alineada sobre
la ruta de acceso) y les da consejos sanos sobre
la sopa y la conducta. Otros niños, muy distintos,
acuden a Harrod's los 25 de mayo, desde 1914
hasta hoy. Son los del Patronato de la Infancia,
para quienes se organiza anualmente un festival
con chocolate y reparto de juguetes.
"Sírvase usted misma" Con sus elegantes
estructuras fin de siglo embozadas por paneles
multicolores, Harrod's desarrolla actualmente su
vida de un modo nuevo. El criterio norteamericano
suplió el silencio y los amplios espacios
británicos. Al compás de la música funcional, los
puestos de venta, unos al alcance de los otros,
ostentan sus mercaderías con llamativos toques de
atención. En algunos sectores, el método de
"sírvase usted mismo" es de rigor. Y allí, en
lugar de las balanceantes damas de cintura
estrangulada por el corset, se amontonan las amas
de casa, apasionadas por la compra. Los cambios
son visibles: los escaparates han sido
remodelados, de manera que el interior de la
tienda se vea desde la acera. Son, sin embargo,
los mismos que desde hace 23 años exhiben, cada
primavera, la muestra "El arte en la calle", en la
que han colaborado los mejores artistas plásticos
del país. Las ventas disminuyeron con relación a
otros tiempos, pero los directivos confían en
aumentarlas. Para quien sepa ver, Harrod's
(afortunadamente) sigue siendo el de siempre. Lo
dicen los discretos camarines cerrados por
mamparas de vidrio adornados de motivos Imperio,
las piletas de mármol de las dos peluquerías, los
ascensores de hierro y bronce, los techos con su
sistema de espaciadas lluvias para caso de
incendio. Lo dice, sobre todo, la nostalgia con
que los viejos porteños pasan, echando una ojeada
a las puertas de cristal donde ya no están ni el
gigante ni el enano. 10 de marzo de 1964
PRIMERA PLANA
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