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crónicas del siglo pasado

REVISTERO
DE ACÁ

El testamento de Soldi
revista Somos
septiembre 1981

un aporte de Riqui de Ituzaingó

 

En vida, el pintor Raúl Soldi erige su museo como un homenaje a Glew —su patria chica— y al país que lo reverencia.
Con su mata de pelo blanco y su hablar pausado, Raúl Soldi es una mezcla perfecta de patriarca mitológico y abuelo. A los 76 años luce cansado. Pero no abatido, y mucho menos derrotado. Para probarlo basta con oírlo hablar —con el entusiasmo de un muchacho de veinte años— de la Fundación Santa Ana de Glew. La vieja casona de Gorriti y Obligado, en Glew, donde pintó y soñó desde 1953, será, desde el 27 de este mes, algo que sus amigos ya llaman el museo Soldi. Y razón no les falta, porque ese edificio de 500 metros cuadrados cubiertos, paredes blancas y techo y piso oscuros, albergará 40 óleos; 15 dibujos y 5 grabados del maestro. Un patrimonio que los expertos valúan en 3 millones de dólares y que Soldi acaba de donar. Si es cierto que un hombre vive donde realmente está su corazón, allí vivirá Raúl Soldi para siempre. Aun cuando no esté. De todo esto charló con SOMOS.

 

 

—¿Cuándo nació la idea de la Fundación?
—Hace tres años, Estela (mi mujer) me hizo notar que si la gente quería ver mi obra le resultaba prácticamente imposible. Estaba desperdigada en museos, galerías y colecciones privadas. La advertencia me hizo reflexionar. De ahí a tirar abajo la casa de Glew, donde pasé tantos veranos de mi vida, hubo un solo paso. Bueno, en realidad, muchos pasos. . .
—¿Cómo fue posible convertir una casa de fin de semana en un museo?
—Yo diría que con cal, cemento y muchas ganas. Sobre todo con esto último. Pusieron al hombro para hacer posible este sueño mis hijos Diego y Daniel. Amalia Fortabat, el ex gobernador Ibérico Saint Jean, el Fondo Nacional de las Artes, el ex intendente Hugo Aresca y la gente de Glew, un pueblo al que llegué hace 28 años para comer un asado en casa de unos amigos y del que no me fui nunca más...
—¿Qué fue lo que lo atrapó?
—Me enamoré de su aire de pueblo criollo, de la ausencia de caminos trazados por la mano del hombre, de la hospitalidad de la gente y de la capilla. Las paredes blancas de la iglesia de Santa Ana fueron más que una invitación. Para un pintor religioso como yo fue una orden que no podía ser desobedecida.
—Así nacieron los famosos murales de Santa Ana de Glew. . .
—Lo de famoso corre por cuenta de los amigos y de algunos críticos benevolentes como Manucho Mujica Lainez, que escribió el primer artículo que se publicó sobre los murales que cuentan la vida de Santa Ana. Lo único que yo sé es que pasé veintitrés veranos pintándolos. El paso del tiempo no me lo marcaba el almanaque sino las frutas de la estación. Daba la primera pincelada probando las ciruelas de un árbol que crecía junto a la capilla. La última, cuando maduraban los higos. Era la señal de que debía volver a Buenos Aires. El verano había terminado. . .
—¿Cuáles son los proyectos inmediatos para la Fundación?
—Para empezar, será un centro cultural. Por eso tiene, por ahora, dos salas, una para los cuadros y otra para actos, si es que conseguimos las butacas. No se cobrará entrada, ya que no tiene fines de lucro. Se venderán, eso sí, carpetas de serigrafías mías para solventar los gastos elementales. Estamos tratando de que el sueldo de los caseros lo pague el gobierno. Los cimientos fueron hechos para soportar tres pisos más. El primero ya tiene destino: escuela de dibujo y cerámica. Una vez por mes (por lo menos) habrá un acto artístico. De China Zorrilla a Eduardo Falú, ninguno faltará.
—Usted aclaró cuándo y cómo nació la Fundación. Pero no por qué. . .
—Digamos que cumplo con un mandato de mi padre, Ángel Soldi. El era violoncelista. A pesar de las dificultades que teníamos para vivir, siempre decía: "Divertirse es importante. Pero aprender lo es más. A la gente, Raúl, hay que enseñarle". Tal vez por eso fundé en Glew una biblioteca pública y una escuela nocturna para adultos. No hace mucho sentí una emoción enorme al ver a una mujer de setenta años escribir a los parientes su primera carta.
—¿Por qué dijo, más de una vez, que en los murales de Santa Ana estaba toda su vida?
—Porque lo está. Muchos de sus personajes son amigos, mis hijos y hasta el padre Jerónimo Kadec, párroco de la iglesia. Este franciscano, que llegó a Glew desde Checoslovaquia, cada mañana agarraba un pico como un albañil más, y preparaba la pared para que yo pintara.
—¿Y la Fundación?. . .
—Además de todo lo que puede llegar a ser, para mí es la casa de los recuerdos. Cuando la compré era un viejo almacén. Entre sus cuatro paredes pinté, en medio de un mundo que se obstina en ser cada día más turbulento, algo parecido a la paz de Dios. Me alegro, y mucho de que esté en Glew y no en Buenos Aires, como lo pensé en primer momento. En este pueblo que ya va siendo ciudad fui feliz. Todo lo que un hombre puede llegar a serlo.
Mediodía. El sol entra por las ventanas. En las paredes desnudas cuelga un solo cuadro. (Algo insólito en la casa de un pintor.) Es una anciana envuelta en una pañoleta negra. "Este no se dona ni se vende —dice Soldi en voz baja—. Es el retrato de mi madre." Su primer crítico —y el más exigente— es su propia mujer. Camina cuarenta cuadras por día, toma sólo mate amargo, se levanta a las seis de la mañana y se acuesta a las ocho de la noche. Estudió arte renacentista en Milán y escenografía del siglo XX en Hollywood. Ganó todos los premios posibles. Hoy expone las obras que donó en el Museo Nacional de Bellas Artes. Acaba de poner el punto final a su testamento. Pero no es una despedida sino un comienzo. Para Raúl Soldi, el arte (como la vida) empieza todos los días. 
Luis Pazos

Así pinta
Llegar a ser es señalarse los propios límites, desconocidos por el sueño. Pero hay algo en la pintura de Soldi que elude o aventa esa melancolía, cierta permanente indeterminación jovial reflejada en cada una de sus obras, como si cada cuadro no solamente fuera lo que es, sino que continuara soñándose a sí mismo en su afán de llegar a ser lo que ya es. Al contemplar su obra de conjunto se advierte su evidente unidad, cómo cada una de sus piezas ya contiene de algún modo todas las que le precedieron y siguieron: es el milagro de la continuidad que tantos le reprochan a Soldi como su peor pecado, sin advertir que el parecido consigo mismo constituye el mejor testimonio de autenticidad.
Y de ese milagro del autoengendrarse —en que se le anticipó el Ave Fénix— es de donde emana esa sensación de renovada e imperecedera frescura, sin envejecimiento posible, manifestada en cada una de sus telas al estado naciente. Podrán advertirse en la comparación de los cuadros separados por dilatadas distancias temporales ciertas adquisiciones en las picardías técnicas, nada desdeñables, del oficio, pequeñas triquiñuelas utilísimas de cocina, pero todas ellas quedan supeditadas siempre a lo esencial y permanecen felizmente ocultas para los no iniciados en otra cosa que no sea el goce de lo estético. Es ésta, así, la expresión del cabal sentido de solidaridad de un artista con su pueblo y su gente.
Eduardo González Lanuza

 

 

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