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LAS PUERTAS DEL CIELO
La Quebrada de los Chañares, una
breve pampa detrás del Aconquija, no figura en ningún mapa de la provincia de Tucumán,
quizá porque a nadie se le ocurrió acercarse a ese vallecito ubicado a 3 mil metros de
altura, en la ladera misma de la montaña, para verificar que lo pueblan diez familias de
origen calchaquí, dueños del lugar desde hace siglos: a través del tiempo, los
habitantes del villorrio se han acostumbrado no sólo al olvido de los cartógrafos, sino
al del resto del mundo en general.
Pero de pronto -después de sobrevivir durante generaciones rasgando y removiendo
mil veces la tierra avara-, los pobladores de la Quebrada, que reconocen en Candelario
Jerónimo a su líder natural, decidieron quebrar su aislamiento forzoso, tender un puente
con el país, una manera de mejorar su situación económica más que precaria entrando
humildemente en el mercado de hortalizas y frutas. Hasta ahí, las aspiraciones de los
chañares no podían distinguirse mucho de las de miles de pueblitos del interior del
país; lo notable es que -con la sabiduría que dan los siglos- ni por un momento se
ilusionaron con la posibilidad de que el Estado les construyera su camino. Así que
decidieron hacerlo ellos mismos: 18 kilómetros de sendero de cornisa, por momentos a
través de la roca viva, construidos y terminados a mano.
El 18 de noviembre de 1968, tras un rápido balance de sus medios -nueve hombres
adultos, tres picos, tres palas, dos barretas de hierro para desbarrancar a palanca las
rocas más grandes- Jerónimo y el resto de sus vecinos se pusieron a trabajar: no en vano
su comarca fue, hace cinco siglos, territorio vasallo del Inca, bajo cuyas órdenes se
construyeron en el Noroeste algunas increíbles obras de vialidad. El trazado del camino
fue realizado -demás está decirlo- según las viejas técnicas heredadas por tradición
oral, sin instrumental de geodesia ni cartas de altura. En un único aspecto los
quebradeños apelaron a un consultor autorizado: antes de empezar a trabajar le
preguntaron a un camionero cuál debía ser el ancho y pendiente máxima del camino para
que los camiones pudieran utilizarlo sin inconvenientes. Después se lanzaron a la tarea,
abrieron picadas, ampliaron huellas de mula, movieron piedras, cortaron con sus picos la
montaña, alisaron con ramas y troncos (a manera de rodillos) el suelo. Ahora, de los 18
kilómetros apenas faltan cuatro para que la ruta esté terminada.
En cierto momento, los pobladores del pueblo más cercano -Amaicha del Valle-
hicieron conocer al gobernador, coronel Jorge Nanclares, la silenciosa hazaña de sus
vecinos. El gobernador encomendó entonces al director de Comunas Rurales, agrimensor Juan
Manuel Marteau, que visitara el lugar y propusiera ayuda oficial a los vecinos. "A
medida que hablaba con ellos -evocó Marteau ante SIETE DÍAS- crecía mi admiración
hacia estos hombres y mujeres tan sencillos, rudos y laboriosos, tan decididos al
sacrificio para conseguir algo mejor para sus hijos. No miden el esfuerzo: están
acostumbrados a la lucha contra toda inclemencia". Cuando el funcionario les
preguntó qué necesitaban para facilitar su tarea, supuso -con toda lógica- que
pedirían el envío de alguna excavadora, quizás algún tractor o cargador .frontal del
organismo vial de la provincia. Nada de eso: "Me dijeron que necesitaban cinco palas,
cinco picos, dos carretillas, y un poco de dinamita para unas rocas que hay por ahí,
medio duras de mover, que el resto lo ponían ellos".
LAS PENURIAS DE LA QUEBRADA
La presencia de forasteros no es para nada habitual en la
quebrada, y bastó con que SIETE DÍAS se arrimara a la casa de Candelario Jerónimo para
que desde las otras viviendas -apenas una docena, diseminadas caprichosamente por el
valle- la pequeña comunidad se viniera a curiosear, a estudiar a los intrusos. "Con
este asunto del camino nos vamos a hacer famosos -bromeó Ramón Jerónimo-: hace poco
estuvo gente del gobierno por aquí, y ahora ustedes, que nos van a sacar en la
revista." Ramón -40, hermano de Candelario- fue uno de los autores de la idea de
hacer un camino, y hasta ahora uno de los principales contactos en \a Quebrada y el resto
del mundo: como es agente de la policía catamarqueña, con destino en Fuerte Quemado -un
villorrio distante 30 kilómetros del otro lado de la frontera-, cuando alguien quiere
comunicarse con algún poblador de la Quebrada deja una nota en la comisaría y Ramón se
ocupa de acercársela al destinatario.
En el corrillo que se forma en
torno de SIETE DÍAS -cada visitante fue prestamente convidado con vino por parte de la
mujer de Candelario-, los hombres jóvenes eran la excepción: la mayor parte de los
presentes sobrepasaba los 40 años. "Es que los muchachos se van, acá no hay
porvenir", explica Bautista Cano, uno de los presentes. Y agrega, como si el paisaje
no hablara solo: "Acá todo está siempre igual". Es cierto: nada más difícil
que calcular la edad de las casas, de los corrales de pirca -apenas habitados por algunos
burros y las infaltables cabras-, de los pequeños viñedos y minúsculas huertas. Lo poco
que hay es obra del esfuerzo de los pobladores, cuando no de sus padres o sus abuelos.
Antes de emprender su epopeya vial, los quebradeños erigieron un oratorio de piedra y una
escuelita (también de piedra) a la que concurren los chicos de "los
alrededores." Cabe aclarar que, en la escala de la paciencia serrana, los alrededores
van más allá de los 10 kilómetros.
La vida no es fácil en la Quebrada; quizá una medida de los riesgos de la
montaña la dé el comentario de Manuel Yapura, cuando explica que hay pocos burros
"porque los pobrecitos se despeñan a cada rato".
La maestra Isabel Lencina (21), llegada de Tafi Viejo hace dos meses, no sólo
enseña a los chicos el programa oficial, sino también las primeras curas que deben
efectuarse en caso de picadura de víbora, porque los reptiles son más que abundantes en
la región.
Los rústicos muebles de la escuela, también obra de los vecinos, fueron hechos en
madera de cardón, quizás una de las más difíciles de trabajar. Los quebradeños no
omitieron erigir un mástil para que flameara la bandera; quizás lo más enternecedor sea
el comprobar que la escuela -"la hicimos para que los 'niños aprendan a leer"-
fue alzada por los padres de los futuros alumnos, casi en su totalidad analfabetos. Los
mismos "albañiles" estarían dispuestos a ampliar el oratorio, hacer de él una
pequeña iglesia: "Nos gustaría tener una capillita, pero ¿para qué? Acá nunca
viene el cura; se le debe hacer cuesta arriba", ironiza Candelario.
La religiosidad de los pobladores de la Quebrada, aunque profunda y cristalina,
está entremezclada con viejas tradiciones indígenas, en especial con la rica mitología
de los antiguos pobladores calchaquíes. Así, por ejemplo, el culto a la Pachamama (Madre
Tierra) es tan firme ahora como hace cuatro o cinco siglos; no es raro ver, al costado de
los senderos, sucintas apachetas (montículos de piedra) en las cuales los viajeros dejan
sus ofrendas de frutos, o por lo menos un ramito de albahaca. Para el Carnaval -sin duda
la fiesta más importante en todo el Noroeste argentino- los pobladores consagran a la
mujer más vieja del lugar como Pachamama, un homenaje que este año le correspondió a
Urbana Cruz, a quien los lugareños atribuyen 120 años de edad. SIETE DÍAS intentó en
vano conocer a la venerable abuela, pero solamente llegó a contactarse con Melchora
Abalos (63), residente en Amaicha, una amiga de la Cruz que no pudo precisar el camino a
seguir para llegar a la casa de la anciana: obviamente, en la montaña no hay calles
numeradas; apenas vagas referencias del tipo de "una legua después del puesto,
doblando para lo de Braulio", o cosa por el estilo. Dentro de un año, si la tierra
no devora antes sus años cargados de trabajos, hijos y vientos, Urbana volverá a visitar
la Quebrada, a escuchar alguna vidala mientras los viejos repiten Pachamama, cusiya,
cusiya ("Madre Tierra, ayúdanos, ayúdanos").
UN CAMINO AL SIGLO XX
"Pasen, pasen", invita
Luis Gramajo (18), uno de los pocos hombres jóvenes que han quedado en la región; en la
cocina de su casa, inclinada sobre una paila de cobre, su madre prepara arrope de tuna,
una suerte de melaza dulce y sabrosa a base del fruto de un cacto. Sobre las paredes de
quincha y barro, un retrato de Palito Ortega y otro del equipo de Boca Juniors delatan las
pasiones del muchacho. Dos sencillas camas de hierro, separadas por una cortina, algunos
rústicos muebles de cardón y un brasero de tres patas son el magro mobiliario, pero el
piso de tierra es fresco y limpio, y todo invita a quedarse allí, tomando vino, contando
viejas historias.
Pero Luis no quiere quedarse, no cesa de preguntar cómo es Buenos Aires: "Yo
me quiero ir, ¿sabe? Dentro de dos años me toca la conscripción. Ojalá me manden bien
lejos". |
una casa de adobe, imposible soñar con ladrillos
mas vale utilizar la piedra del lugar
los chicos con la maestra Lencina
Melchora Abalos
quebradeños con el agrimensor Marteau
La madre ha escuchado desde la
cocina, sin hablar, pero ahora se seca las manos en la falda y pide ayuda: "Este
siempre está pensando en irse. Díganle ustedes, que conocen, díganle que en ningún
lado va a estar mejor que acá. Tenemos cabras, frutales, nunca nos faltó qué comer.
Luis se pasa todo el día escuchando la portátil y se le llena la cabeza de cosas raras,
eso es lo que pasa. Pero, ¿dónde va a estar mejor que acá, que tiene su casa?"
Si todos los jóvenes se fueran, la Quebrada moriría en menos de treinta años:
detrás de ese temor, de esa lógica convicción, salió la fuerza de los mayores para
hacer su camino, una forma de comunicar el villorrio con el siglo XX, de poder negociar su
producción y mejorar su nivel de vida. Juan Antonio Choquis (29), delegado comunal de
Amaicha, conjeturó: "Sólo ellos (los pobladores de la Quebrada) deben saber lo que
les costó ensanchar a fuerza de pico y pala la huella de las mulas hasta convertirla en
un camino apto para camiones. Pero ahora tendrán su recompensa, podrán traer sus
productos y llevar en cambio lo que necesitan. Hasta ahora prácticamente no usaban
dinero, su comercio era muy primitivo, en base a trueque: bajaban su fruta y se llevaban
harina, querosén y algo de carne para hacer charqui; va a ser distinto cuando vendan a
precios justos".
"Ahora -se queja Manuel Yapura (41)-, como es tan difícil bajar la fruta, los
camioneros se dan el gusto de elegir la que les parece, pagar lo que quieren y hacernos
tirar el resto: saben que no la vamos a volver a subir a la Quebrada y por eso nos
explotan." Pero las cosas cambiarán, imagina Artemio Jerónimo (70, padre de
Candelario y Ramón): en el pueblo hay manzanares que dan 100 bolsas por año, duraznos
-"podríamos vender 3 mil cajones de 25 kilos"- y las mujeres saben preparar
dulces, pasas de uva, pelones, vinagre (fermentado de la cascara de duraznos). Sí, la
vida va a cambiar con el camino. "No saben leer ni escribir, pero nos han dado la
más sabia lección", se emociona el profesor Miguel Ángel Torres, presidente del
Consejo de Educación provincial.
Cuando SIETE DÍAS decide dar por terminada su visita a la Quebrada de los
Chañares, Candelario Jerónimo y Luis Gramajo insisten en acompañar a sus visitantes; es
imposible tratar de convencerlos de la inutilidad de hacer 18 kilómetros -y otros tantos
cuesta arriba, de regreso a la montaña-, sólo para despedir a alguien. "Son
nuestros amigos", hace notar, casi ofendido, Candelario, y da por terminada la
discusión. Durante el trayecto, el hombre mira dos o tres veces a los que se van, y al
final se anima a una pregunta.
-¿Cuánta plata gastaron para venir a vernos?
Un cálculo aproximativo, y se le hace saber una cifra, quizá un poco disminuida
por respeto a su pobreza.
-¡Ja! Nosotros para hacer el camino gastamos diez veces menos. Por esa plata les
hacíamos una avenida en Buenos Aires -se jacta, riéndose a gritos.
-Gastaron poca plata, pero mucho tiempo: el tiempo de diez hombres durante dos
años tiene mucho valor.
-¿El tiempo? Eso será en Buenos Aires -de pronto se ha puesto serio-. Acá el
tiempo es gratis.
revista siete días
abril 1970 |