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crónicas del siglo pasado

REVISTERO

La nueva caballería
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una chopper: delirio californiano

Revista Primera Plana
enero 1971

 

 

LA NUEVA CABALLERÍA

La Jirafa Roja, sobre la principal y única avenida de Villa Gesell, es un lugar medianamente pacífico. Una cafetería en la que desparraman su ocio jóvenes tostados y propietarias de melenas desteñidas por el sol. Sin embargo, en el anochecer del pasado 8 de febrero, en pleno carnaval, tanta modorra fue sacudida por un ruido infernal. Cuando se disipó la nube de tierra, que el aquelarre parecía usar como tarjeta de presentación, unos quince motociclistas emergieron de la nada; disfrazados, ennegrecidos, jadeantes, en su perfecto rol de jinetes de un Apocalipsis Mecánico. No había dudas, eran miembros de una pandilla, una de las tantas barras de fanáticos de dos ruedas que pululan en Buenos Aires desde hace un decenio -tratando de fabricarse un hálito de misterio-, cuando el furor de la moto pareció cautivarlos para siempre.
Provenían de San Justo, donde los aleccionara su jefe, Omar, 27, un morocho agresivo que negó su apellido a PRIMERA PLANA. Enfundado en una campera de cuero negro, con antiparras y raídos vaqueros se desprendió el casco, como quien se saca cansadamente una corona, mientras vociferaba ordenes: "¡A buscar alojamiento porque si no tendremos que dormir en la playa!" Obviamente, optaron por lo segundo : nadie quiso recibirlos, semejaban un grupo de forajidos.
Con todo, la invasión no pasó a mayores: apenas si se los vio en los tres días siguientes, sus cuerpos al sol en un rincón de la playa o ronroneando con las máquinas por la calle principal. Salvo el ruido, no molestaron a nadie. De igual manera, por regla general, se comportan las demás barras: la de Flores, que comanda Julio Sleiman, 28, un policía que lleva su fanatismo a las consecuencias máximas (tiene la moto de la repartición pintada de lila y con toda clase de chiches). La de Puente 12, en la que enrolan su entusiasmo hombres maduros, la de la heladería Pepino, en Martínez (recluta sus iniciados entre jóvenes de la alta burguesía local), o la del pozo, un páramo cercano a Ezeiza en el que se reúnen varios para coquetear con los sinuosos peligros del moto-cross.
Se limitan, casi siempre, a efectuar pruebas, piruetas, y todo tipo de excentricidades sobre sus dos ruedas. Una manera, significativa o no, de afirmar una riesgosa personalidad en cada viaje, en cada salto. Un constante resucitar venciendo a una muerte que se agazapa en el aire.

LOS JOVENES SALVAJES

Imitan, indudablemente, a los rockers, mitológicos pandilleros norteamericanos que lograron incorporarse al cine a través de su héroe máximo: Steve Me Queen, y consiguieron, gracias a sus vestimentas y a un insólito modus vivendi, convertirse en el arquetipo, en el desiderátum del joven rebelde de hace quince años. Antes que en Londres, en varias refriegas -algunas sangrientas- fueron derrotados por los mods, capitaneados espiritualmente por Los Beatles.
En la Argentina, una de las primeras opciones la presentó Perón al intentar imponer la motoneta, vehículo que empero, no cautivó. Era demasiado femenina, no exultaba potencia, no estaba capacitada para ser veloz. La moto entre tanto, iniciaba su carrera atrapando a los más jóvenes en un indiscutible liderazgo. "Nunca olvidaré a mi primera pandilla", rememora Santiago Jesús Negro Raymundi, 33, pope de Talleres Carenado, exclusivos representantes de las cotizadas Honda y Suzuky. No recuerda, quizá, que las jornadas pasaban, para ellos, entre la nebulosa de un lentísimo aburrimiento; su orgullo lo constituían alguna Gilera o Guzzi (las marcas populares de entonces), y su máxima diversión consistía en "ir a tomar cerveza lo más lejos posible o, de vez en cuando, amanecer en la Costanera entre picada y picada".
Otras son, en cambio, las preocupaciones de Los 43/70, una banda que consagró la publicidad y también sus respectivas genealogías. Montados en sus máquinas, encauzan su frenesí en diagramar sobre la arena de El Ancla todo tipo de acrobacias. Alejandro Zavalía, 23, uno de los más expertos, resumió la opinión del promocionado grupo: "Ando a 100 por hora ¿y qué?, no tengo miedo. Si me doy la torta prefiero morir a quedar inválido, vivo al máximo el presente y correr me produce una sensación de felicidad que no puedo describir". Es más que probable que su desdén al temor no sea otra cosa que una postura caprichosa: como a todos, le gusta demasiado la vida, aunque sólo se atrevan a contarla en términos de "aquí y ahora". Esta es, con seguridad, su máxima valentía; el amor a la velocidad sólo puede medirse en términos de escapismo.

SCORPIO RISING

"Uno se pone el cosito —se refería al símbolo hippie de la paz—, se deja el pelo largo, usa remeras raras y las mujeres se enloquecen. Es el snobismo, nada más." Carlos Alberto Bigote Castañeda, 23, integrante de la barra de Flores, convertía su discurso en una apología utilitaria de cierto tipo de motociclistas, especie de hippies montados en sus corredoras que hacen las delicias de algunas jovencitas, con su especial combinación de melenas al viento y efervescente sexualidad.
Para explicar el auge, desatado hace 8 años y renacido en 1970, H.M., 35, una psicóloga que prefirió el anonimato, desgranó sus conclusiones. "La motocicleta, como el automóvil, plantea a nivel subconsciente relaciones de orden sexual. El escape libre, por ejemplo, tiene implicancias de machismo, por su referencia al grito de un animal en celo. También existe un vínculo sado-masoquista, referido a la fama de vehículo mortal de la moto, lo que se expresa a través de un ritual pleno de símbolos, tatuajes, calcomanías y fetiches. Entre máquina y hombre, además, surge una relación de dependencia: limpiarla, cuidarla, tenerla como nueva es una liturgia personal que todos practican, quizá por un mal entendido egocentrismo". Y sigue: "El motociclista es un rey en potencia y sólo reconoce la fuerza de sus pares; es por ello que, a veces, pueden realizar una total camaradería sexual, aun cuando se trate de un heterosexual de ley. Es el caso del grupo americano Scorpio." "La moto —concluyó la psicóloga— cumple de alguna manera el rol femenino : la distribución de cuerpo y máquina es semejante al acople del macho y la hembra." Sus opiniones, sin embargo, son discutibles para los interesados, aunque en muchos aspectos bordeen la realidad. "Pero estamos todos locos o qué —se enardeció Aldo Vitale, 35, dueño de una Honda 300—; yo tengo moto porque me gusta, y nada más." Otro, Roberto El Pibe Pietra, 36, también hizo escuchar su protesta saltando acrobáticamente en su indignación: "Pero vamos, hombre... de dónde sacaron eso; yo soy de la barra del Puente 12 y allí no somos maricones; si no lo creen vengan a comprobarlo".

EL COSTO DEL PODER

El service completo alcanza los 3.000 viejos. Bajar y subir el motor, 15.000. Un casco tipo hell, asciende a 4.000. Una campera puede llegar a los 18.000. Las antiparras 1.200, los guantes mosquetero, 3.000. Todo un arsenal que draga los bolsillos de los nuevos D'Artagnan, sin contar los altísimos precios de las motocicletas: una Honda 250 no supera los 480.000, en cambio una 450 sube por encima de los 600. La más cara, con todo, es la Triumph-Trident y sólo cuatro la poseen en el país (1.250.000). Es necesario algo más que amor para iniciarse en el círculo vertiginoso de los grandes.

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hasta la muerte

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esperando turno

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Moto-cross: la excelsitud del vértigo

Para encaramarse a una peligrosa chopper (caño de escape hacia arriba y respaldo que proliferan ahora en Buenos Aires), se necesita un plus de valentía: en caso de accidente el hombre no puede despedirse rápidamente de la máquina; el asiento lo golpea y lo arrastra. Riesgo que insufla el hálito de peligro y enardece el amor casi suicida por la vida, que arrastra a los centauros motorizados a vibrar en un espectro para nada reservado al resto de los mortales. Un joven hippie reflexionaba, la semana pasada: "Si me mato, qué me importa... Ahí no más se termina todo. Mientras tanto le saco a la vida todo el jugo que puede darme". Con un seco golpe de pie hizo arrancar su moto, tocó dos veces un extraño amuleto de cobre y salió en peligroso zigzag entre los automovilistas, que atronaron con improperios en su homenaje. Atrás, sobre la chapa negra, una calavera sonreía.

CALIFORNIA EN MOTO

Los motociclistas argentinos, no hay duda, manifiestan a través de su pasión vivencias que reflejan una personalidad propia, fruto indudable de la idiosincrasia criolla. Sin embargo, sus experiencias en el terreno sicológico se asemejan a las de los jóvenes norteamericanos, lo que hace que pueda considerarse al motociclista como un ser universal: un hombre de todas partes que quiere ser alguien.
La revista Newsweek publicó hace algunas semanas una investigación que explica el auge de la motocicleta en California, uno de los Estados donde el furor alcanza ribetes de histeria. Importa reproducir algunos de sus fragmentos: Una motocicleta Triumph 640, terroríficamente poderosa, en cualquier ambiente normal sería un juguete impactante. Pero aquí, en California, es tal la obsesión por las extravagancias sobre ruedas, que un californiano en una moto standard es tan poco conspicuo como un rotario en un Rambler. Los creativos de la mecánica demostraron sus habilidades: amenazantes motos chopper, cromadas, con escapes levantados y extendidas en su parte delantera pululan por doquier. Sus conductores, pelilargos, con el torso desnudo, luciendo anteojos de abuelita y pesados cinturones de cadena y llevando consigo a una joven desdeñosa con el cabello al viento, se complacen atronando por calles y avenidas.
Una chopper, también llamada tiradora por su facilidad para elevar la velocidad en corto trecho, puede costar hasta 5.000 dólares. Claro, hay que modificar la estructura de fábrica, cambiar las luces, espejos y tanque de nafta, reemplazarlos por piezas hechas a medida; serruchar y bajar la estructura, cromar el motor y redecorar con alguna pintura.
Para satisfacer tales antojos ha surgido una enorme variedad de pequeñas industrias y artesanos altamente especializados, que se ganan la vida pintando motos y produciendo escapes de extrañas formas que rugen en distintos tonos. También hay metalúrgicos que croman motores y demás adminículos y vidrieros que fabrican espejos estrafalarios.
No se puede hablar de precios con respecto a estas delicadezas y los jóvenes fanáticos invierten sumas siderales. Sin embargo, tienen una ventaja sobre los poseedores de automóviles: el impuesto más barato.
Los hospitales ortopédicos, en tanto, rebosan de contusos por accidentes, lo que no atemoriza a los entusiastas; día a día aumenta el número de motos en California: hay más de un millón y gran parte de quienes las conducen no tienen licencia. Consultado al respecto, Fred Hacher, un psiquiatra de Los Angeles, explicó entre sonrisas: "El manejar una moto es hacer algo importante, extender fuerza y distancia en un mundo donde el hombre tiene poco control sobre su destino; eso, por lo menos, es lo que sienten los motociclistas. Ellos creen que ir a cualquier parte en la propia moto es mucho mejor que hacerlo en otro tipo de vehículo. Es como doblegar a cada instante la idea de la muerte y colocarse en un plano superior. Eso los ubica por sobre los demás y los apasiona".

 

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