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LA NUEVA CABALLERÍA
La Jirafa Roja, sobre la
principal y única avenida de Villa Gesell, es un lugar medianamente pacífico. Una
cafetería en la que desparraman su ocio jóvenes tostados y propietarias de melenas
desteñidas por el sol. Sin embargo, en el anochecer del pasado 8 de febrero, en pleno
carnaval, tanta modorra fue sacudida por un ruido infernal. Cuando se disipó la nube de
tierra, que el aquelarre parecía usar como tarjeta de presentación, unos quince
motociclistas emergieron de la nada; disfrazados, ennegrecidos, jadeantes, en su perfecto
rol de jinetes de un Apocalipsis Mecánico. No había dudas, eran miembros de una
pandilla, una de las tantas barras de fanáticos de dos ruedas que pululan en Buenos Aires
desde hace un decenio -tratando de fabricarse un hálito de misterio-, cuando el furor de
la moto pareció cautivarlos para siempre.
Provenían de San Justo, donde los aleccionara su jefe, Omar, 27, un morocho
agresivo que negó su apellido a PRIMERA PLANA. Enfundado en una campera de cuero negro,
con antiparras y raídos vaqueros se desprendió el casco, como quien se saca cansadamente
una corona, mientras vociferaba ordenes: "¡A buscar alojamiento porque si no
tendremos que dormir en la playa!" Obviamente, optaron por lo segundo : nadie quiso
recibirlos, semejaban un grupo de forajidos.
Con todo, la invasión no pasó a mayores: apenas si se los vio en los tres días
siguientes, sus cuerpos al sol en un rincón de la playa o ronroneando con las máquinas
por la calle principal. Salvo el ruido, no molestaron a nadie. De igual manera, por regla
general, se comportan las demás barras: la de Flores, que comanda Julio Sleiman, 28, un
policía que lleva su fanatismo a las consecuencias máximas (tiene la moto de la
repartición pintada de lila y con toda clase de chiches). La de Puente 12, en la que
enrolan su entusiasmo hombres maduros, la de la heladería Pepino, en Martínez (recluta
sus iniciados entre jóvenes de la alta burguesía local), o la del pozo, un páramo
cercano a Ezeiza en el que se reúnen varios para coquetear con los sinuosos peligros del
moto-cross.
Se limitan, casi siempre, a efectuar pruebas, piruetas, y todo tipo de
excentricidades sobre sus dos ruedas. Una manera, significativa o no, de afirmar una
riesgosa personalidad en cada viaje, en cada salto. Un constante resucitar venciendo a una
muerte que se agazapa en el aire.
LOS JOVENES SALVAJES
Imitan, indudablemente, a los
rockers, mitológicos pandilleros norteamericanos que lograron incorporarse al cine a
través de su héroe máximo: Steve Me Queen, y consiguieron, gracias a sus vestimentas y
a un insólito modus vivendi, convertirse en el arquetipo, en el desiderátum del joven
rebelde de hace quince años. Antes que en Londres, en varias refriegas -algunas
sangrientas- fueron derrotados por los mods, capitaneados espiritualmente por Los Beatles.
En la Argentina, una de las primeras opciones la presentó Perón al intentar
imponer la motoneta, vehículo que empero, no cautivó. Era demasiado femenina, no
exultaba potencia, no estaba capacitada para ser veloz. La moto entre tanto, iniciaba su
carrera atrapando a los más jóvenes en un indiscutible liderazgo. "Nunca olvidaré
a mi primera pandilla", rememora Santiago Jesús Negro Raymundi, 33, pope de Talleres
Carenado, exclusivos representantes de las cotizadas Honda y Suzuky. No recuerda, quizá,
que las jornadas pasaban, para ellos, entre la nebulosa de un lentísimo aburrimiento; su
orgullo lo constituían alguna Gilera o Guzzi (las marcas populares de entonces), y su
máxima diversión consistía en "ir a tomar cerveza lo más lejos posible o, de vez
en cuando, amanecer en la Costanera entre picada y picada".
Otras son, en cambio, las preocupaciones de Los 43/70, una banda que consagró la
publicidad y también sus respectivas genealogías. Montados en sus máquinas, encauzan su
frenesí en diagramar sobre la arena de El Ancla todo tipo de acrobacias. Alejandro
Zavalía, 23, uno de los más expertos, resumió la opinión del promocionado grupo:
"Ando a 100 por hora ¿y qué?, no tengo miedo. Si me doy la torta prefiero morir a
quedar inválido, vivo al máximo el presente y correr me produce una sensación de
felicidad que no puedo describir". Es más que probable que su desdén al temor no
sea otra cosa que una postura caprichosa: como a todos, le gusta demasiado la vida, aunque
sólo se atrevan a contarla en términos de "aquí y ahora". Esta es, con
seguridad, su máxima valentía; el amor a la velocidad sólo puede medirse en términos
de escapismo.
SCORPIO RISING
"Uno se pone el cosito
se refería al símbolo hippie de la paz, se deja el pelo largo, usa remeras
raras y las mujeres se enloquecen. Es el snobismo, nada más." Carlos Alberto Bigote
Castañeda, 23, integrante de la barra de Flores, convertía su discurso en una apología
utilitaria de cierto tipo de motociclistas, especie de hippies montados en sus corredoras
que hacen las delicias de algunas jovencitas, con su especial combinación de melenas al
viento y efervescente sexualidad.
Para explicar el auge, desatado hace 8 años y renacido en 1970, H.M., 35, una
psicóloga que prefirió el anonimato, desgranó sus conclusiones. "La motocicleta,
como el automóvil, plantea a nivel subconsciente relaciones de orden sexual. El escape
libre, por ejemplo, tiene implicancias de machismo, por su referencia al grito de un
animal en celo. También existe un vínculo sado-masoquista, referido a la fama de
vehículo mortal de la moto, lo que se expresa a través de un ritual pleno de símbolos,
tatuajes, calcomanías y fetiches. Entre máquina y hombre, además, surge una relación
de dependencia: limpiarla, cuidarla, tenerla como nueva es una liturgia personal que todos
practican, quizá por un mal entendido egocentrismo". Y sigue: "El motociclista
es un rey en potencia y sólo reconoce la fuerza de sus pares; es por ello que, a veces,
pueden realizar una total camaradería sexual, aun cuando se trate de un heterosexual de
ley. Es el caso del grupo americano Scorpio." "La moto concluyó la
psicóloga cumple de alguna manera el rol femenino : la distribución de cuerpo y
máquina es semejante al acople del macho y la hembra." Sus opiniones, sin embargo,
son discutibles para los interesados, aunque en muchos aspectos bordeen la realidad.
"Pero estamos todos locos o qué se enardeció Aldo Vitale, 35, dueño de una
Honda 300; yo tengo moto porque me gusta, y nada más." Otro, Roberto El Pibe
Pietra, 36, también hizo escuchar su protesta saltando acrobáticamente en su
indignación: "Pero vamos, hombre... de dónde sacaron eso; yo soy de la barra del
Puente 12 y allí no somos maricones; si no lo creen vengan a comprobarlo".
EL COSTO DEL PODER
El service completo alcanza los
3.000 viejos. Bajar y subir el motor, 15.000. Un casco tipo hell, asciende a 4.000. Una
campera puede llegar a los 18.000. Las antiparras 1.200, los guantes mosquetero, 3.000.
Todo un arsenal que draga los bolsillos de los nuevos D'Artagnan, sin contar los
altísimos precios de las motocicletas: una Honda 250 no supera los 480.000, en cambio una
450 sube por encima de los 600. La más cara, con todo, es la Triumph-Trident y sólo
cuatro la poseen en el país (1.250.000). Es necesario algo más que amor para iniciarse
en el círculo vertiginoso de los grandes. |
hasta la muerte
esperando turno
Moto-cross: la excelsitud del vértigo
Para encaramarse a
una peligrosa chopper (caño de escape hacia arriba y respaldo que proliferan ahora en
Buenos Aires), se necesita un plus de valentía: en caso de accidente el hombre no puede
despedirse rápidamente de la máquina; el asiento lo golpea y lo arrastra. Riesgo que
insufla el hálito de peligro y enardece el amor casi suicida por la vida, que arrastra a
los centauros motorizados a vibrar en un espectro para nada reservado al resto de los
mortales. Un joven hippie reflexionaba, la semana pasada: "Si me mato, qué me
importa... Ahí no más se termina todo. Mientras tanto le saco a la vida todo el jugo que
puede darme". Con un seco golpe de pie hizo arrancar su moto, tocó dos veces un
extraño amuleto de cobre y salió en peligroso zigzag entre los automovilistas, que
atronaron con improperios en su homenaje. Atrás, sobre la chapa negra, una calavera
sonreía.
CALIFORNIA EN MOTO
Los motociclistas argentinos, no
hay duda, manifiestan a través de su pasión vivencias que reflejan una personalidad
propia, fruto indudable de la idiosincrasia criolla. Sin embargo, sus experiencias en el
terreno sicológico se asemejan a las de los jóvenes norteamericanos, lo que hace que
pueda considerarse al motociclista como un ser universal: un hombre de todas partes que
quiere ser alguien.
La revista Newsweek publicó hace algunas semanas una investigación que explica el
auge de la motocicleta en California, uno de los Estados donde el furor alcanza ribetes de
histeria. Importa reproducir algunos de sus fragmentos: Una motocicleta Triumph 640,
terroríficamente poderosa, en cualquier ambiente normal sería un juguete impactante.
Pero aquí, en California, es tal la obsesión por las extravagancias sobre ruedas, que un
californiano en una moto standard es tan poco conspicuo como un rotario en un Rambler. Los
creativos de la mecánica demostraron sus habilidades: amenazantes motos chopper,
cromadas, con escapes levantados y extendidas en su parte delantera pululan por doquier.
Sus conductores, pelilargos, con el torso desnudo, luciendo anteojos de abuelita y pesados
cinturones de cadena y llevando consigo a una joven desdeñosa con el cabello al viento,
se complacen atronando por calles y avenidas.
Una chopper, también llamada tiradora por su facilidad para elevar la velocidad en
corto trecho, puede costar hasta 5.000 dólares. Claro, hay que modificar la estructura de
fábrica, cambiar las luces, espejos y tanque de nafta, reemplazarlos por piezas hechas a
medida; serruchar y bajar la estructura, cromar el motor y redecorar con alguna pintura.
Para satisfacer tales antojos ha surgido una enorme variedad de pequeñas
industrias y artesanos altamente especializados, que se ganan la vida pintando motos y
produciendo escapes de extrañas formas que rugen en distintos tonos. También hay
metalúrgicos que croman motores y demás adminículos y vidrieros que fabrican espejos
estrafalarios.
No se puede hablar de precios con respecto a estas delicadezas y los jóvenes
fanáticos invierten sumas siderales. Sin embargo, tienen una ventaja sobre los poseedores
de automóviles: el impuesto más barato.
Los hospitales ortopédicos, en tanto, rebosan de contusos por accidentes, lo que
no atemoriza a los entusiastas; día a día aumenta el número de motos en California: hay
más de un millón y gran parte de quienes las conducen no tienen licencia. Consultado al
respecto, Fred Hacher, un psiquiatra de Los Angeles, explicó entre sonrisas: "El
manejar una moto es hacer algo importante, extender fuerza y distancia en un mundo donde
el hombre tiene poco control sobre su destino; eso, por lo menos, es lo que sienten los
motociclistas. Ellos creen que ir a cualquier parte en la propia moto es mucho mejor que
hacerlo en otro tipo de vehículo. Es como doblegar a cada instante la idea de la muerte y
colocarse en un plano superior. Eso los ubica por sobre los demás y los apasiona". |