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crónicas del siglo pasado

REVISTERO

Enrique Raab

tres escenas porteñas

Crónicas Ejemplares
Diez años de periodismo antes del horror (1965-1975)
Selección y prólogo de Ana Basualdo
Perfil Libros

 

 

BORGES EN LA GALERÍA DEL ESTE

Las mojadas baldosas de la Galería del Este de Buenos Aires comenzaron a ensuciarse con el barro de la calle cuando, cerca de las 18 del jueves, unas doscientas personas confluyeron desde Maipú y desde Florida y se ordenaron disciplinadamente frente a las vidrieras de la librería La Ciudad. Casi a las 18.30, el escritor Jorge Luis Borges avanzó por la galería, pálido, con los labios musitando alguna inaudible plegaria y sostenido por su ocasional cicerone y secretaria Anneliese von der Lippe. La pequeña multitud se abrió y Borges, vacilante, fue empujado hacia una mesa. Sus manos se aferraron intuitivamente a una forma discernible: un florero -que él no veía- lleno de rosas rojas. Iba a comenzar la firma de ejemplares de su último libro de poemas, La rosa profunda.

La ceremonia no transcurrió sin incidentes. Por razones desconocidas, la disquería El Agujerito, ubicada frente a la librería, interrumpió sus emisiones de Pink Floyd y de Mae MacGraw y esperó la entrada de Borges a La Ciudad para colocar en el plato del tocadiscos la versión de La marcha peronista cantada por Hugo del Carril. Borges decidió no darse cuenta, aunque luego, ya en pleno trámite de firmas, demostró poseer un oído finísimo al alabar cinco compases de Claude Debussy, provenientes de otro parlante. "Me gusta Debussy", acotó, "y también Stravinsky... Hay una gran felicidad en esa música..." La servicial señora von der Lippe, ajetreada con el trámite del recambio de volúmenes bajo las manos del escritor, consintió: "Sí, Borges... claro... Pero yo soy muy anticuada... Prefiero a Haydn, Mozart, Bach...".

Esta polémica musical no fue la única: minutos después de su entrada, Borges utilizó el inglés para protestar contra esa rutina mercantil que la fama le estaba imponiendo. Al firmar el tercer volumen, levantó su rostro inquisitivo hacia la señora von der Lippe y estimó: "This will last for ever..." Y luego, más enfáticamente, con cierta desesperación: "For ever and a day..." . El idioma de los británicos no tiene término más vasto para definir la eternidad, pero allí estaba, tranquilizadora, la señora von der Lippe: "Don't worry, Borges... It will be short...".

Fue una mentira piadosa: a las 20.15, Borges seguía estampando, maquinalmente, firmas sobre libros que no veía. Un señor depositó sobre la mesa con el florero la edición alemana de sus poemas. Advertido sobre la variante lingüística, Borges chanceó: "¿Debo firmar en letra gótica?". Y aprovechó la pausa para acotar: "Los alemanes... Un pueblo equivocado... Pero no es el único... Hay otro, que emitió siete millones de votos...".

Un filólogo japonés, una alumna del colegio Champagnat y señoras de variada índole intentaron entablar diálogos. Borges se excusó siempre, aduciendo estar resfriado. Diligente, la señora von der Lippe hizo traer una naranjada y ofreció: "¿Un Desenfriol, Borges?", a lo que Borges contestó con una sonrisa cansada.

La misma sonrisa cansada con la que contestaba a quienes, aparte de la firma, querían una dedicatoria. "No puedo... Estoy ciego", repitió una y otra vez. Hasta que, en medio de los fotógrafos, un joven intimó con voz arrogante: "Una dedicatoria... Para Sánchez Sañudo... Sobrino del almirante...". Borges inclinó la cabeza y preguntó: "¿Para quién?". "Sánchez Sañudo", repitió el muchacho. "Sobrino del almirante." Borges esperó un momento, estampó su firma, apartó el libro con cierto fastidio y repitió: "No puedo... Estoy ciego".(La Opinión, 21 de septiembre de 1975)

ELECCIONES EN EL JOCKEY CLUB

Con urbanidad y disciplina -como corresponde a caballeros- 2.484 asociados del Jockey Club desfilaron el miércoles ante las diez mesas instaladas en el primer piso, sector biblioteca, de la sede social, en avenida Alvear al 1300. Siguiendo una costumbre cuyos orígenes nadie conoce -anterior, sin duda, a la ley Sáenz Peña-, eligieron una de las cuatro boletas dispuestas sobre la mesa, rubricaron con su firma el dorso de la misma y la entregaron al fiscal. Esta supervivencia del voto cantado no obstaculizó, sin embargo, el triunfo del arquitecto Roberto B. Vázquez Mansilla, una figura a la cual muchos asociados consideran una vanguardia dentro de la institución. Los derrotados son Alfredo Rueda, a quien se sindica en cierta forma como un continuador ideológico del presidente renunciante Agustín S. Roca, Eduardo Acevedo Díaz y Alfredo Agote Robertson, este último opositor perdidoso en varias confrontaciones.

Con todo, estas elecciones sólo anuncian las regulares que el Jockey Club deberá efectuar el mes próximo: en mayo de cada año, la comisión directiva se renueva por mitades y teóricamente Vázquez Mansilla deberá lidiar con media comisión que aún perdura del mandato de Roca, renunciante por motivos de salud. "Puede ser que ocurra cualquiera de estas dos cosas", pronosticó el ex juez y socio del Jockey Club, doctor Francisco Carlos Lynch. "O bien la mitad cuyo mandato vence en 1976 renunciará, facilitándole así la tarea a Vázquez Mansilla, o bien este hará algunas concesiones para contemporizar hasta el año próximo con el grupo opositor."

Nadie oculta que el Jockey Club, con el aura rancia que todavía circunda su nombre, es un organismo deficitario.

Las cifras más dispares, en las cuales un cero más o menos no importa, circulan entre los asociados para evaluar el monto mensual de esa pérdida. Hay quienes hablan de veinte millones de pesos viejos; otros duplican o triplican esas millonadas sin que les tiemble el pulso cuando el sable de esgrima cimbrea en la pedana. Sí, hay coincidencia, en cambio, en señalar que el déficit existe sobre todo a causa del largo pleito entre el Poder Ejecutivo y el Jockey Club, suscitado cuando la administración del hipódromo de San Isidro pasó a manos estatales, conservándole a la institución, sin embargo, la tenencia de los terrenos. "La situación jurídica es engorrosa", sostiene Lynch. "Por ejemplo, la empresa que instaló las totalizadoras en el hipódromo está pleiteando contra el Jockey Club, que a su vez derivará el juicio al gobierno." Por otra parte, varias de las plataformas presentadas a las elecciones de anteayer coincidían en una reducción inclemente de los gastos. "Hay costosas revistas extranjeras que llegan y nadie lee... Hay gastos de bar, restaurante y servicios varios que resultan desmesurados para las necesidades reales del club. Por ejemplo, el bar... Yo, como socio, no voy porque me parece que está desatendido y no cumple con ninguno de los requisitos que debería tener un lugar de esa jerarquía... Si quiero tomar una copa, no voy al Jockey... Me voy a Periplo, frente a la plaza San Martín..."

El mismo sector reformista que acaba de llegar a la presidencia encarnado en Vázquez Mansilla es el que criticó, durante años, una "política de viejos idiotas seudoaristocratizantes"; el mismo que, en 1958, cuando el gobierno del teniente general Pedro Eugenio Aramburu restituyó al Jockey Club su personería y sus instalaciones, propuso construir un gran edificio comercial en la calle Florida, reservándose el último piso como sede social, en vez de adquirir, como finalmente se hizo, el carísimo edificio de la sucesión de Concepción Unzué de Casares, en la Avenida Alvear. "Un edificio antipático, pretencioso y gélido", sostiene un vocero de ese sector. "Por lo que se gastó en su refacción, pudo haberse construido una sede moderna y funcional. Pero no... Los retrógrados de la institución insistieron en que tenía que ser una antigualla. Y ahí está..."

Este mismo grupo de avanzada viene proponiendo, desde el triunfo peronista de 1973, que se eliminen partes de las tres canchas de polo de San Isidro y se destine esos terrenos al futbol o a otro deporte popular. "No se quieren convencer", dice Lynch, quien no oculta, ni podría hacerlo, haber votado a Vázquez Mansilla, "que las zonas aledañas de Buenos Aires no sirven para el polo. Las caballerizas se inundan, las tierras están anegadas... Un desastre..." En otras fuentes, se obtuvo una caracterización de las elecciones del miércoles que el mismo Instituto Gallup no vacilaría en suscribir. "Por Vázquez Mansilla votaron los más jóvenes (lo que en términos de Jockey Club significa tener entre cuarenta y cincuenta años). A Rueda lo votó, sobre todo el sector del golf y lo perjudicó su manía de contar la historia de la batalla de Pavón, unos pagos por donde el candidato posee tierras. (Esa manía, aclaran los informantes, le ha valido a Rueda el sobrenombre de "dueño de Pavón".) "Acevedo Díaz tuvo consigo al sector de las piletas, insuficientes, al parecer, para otorgarle el triunfo. Y Alfredo Agote Robertson contó con el apoyo del sector del bar del subsuelo y de los esgrimistas... Pero es un eterno perdedor."

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En la historia del periodismo argentino, Enrique Raab es el cronista emblemático de los años '60 y '70. su firma al pie de una nota, una reseña o un reportaje rubricaba textos siempre eruditos y sarcásticos, de ingeniosa sensibilidad y claras convicciones revolucionarias. En 1977, Enrique Raab -conocido sobre todo por sus artículos en el diario La Opinión- fue secuestrado y asesinado en la ESMA
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Las complejas finanzas de una entidad, en cuyos miembros debería suponerse una solvencia intachable, dependen -se coincide- de una aproximación al gobierno. Vázquez Mansilla tiene vinculaciones -se afirma- con la Comisión de Edificios Judiciales del Ministerio de Justicia. La entente resulta clara: una aproximación al gobierno podría solucionar, sin más, esos déficits crónicos y molestos que aquejan a la institución.

No en vano la lista triunfante de Vázquez Mansilla llevaba como distintivo una raya roja que atravesaba su borde superior. Ese rojo no tiene, desde luego, las connotaciones políticas que podrían inferirse, pero sí representa la exhumación de viejo emblema autonomista, o sea la fraterna unión de conservadores y radicales. En el caso del Jockey Club, esta ideología es casi revolucionaria, si se piensa que el miércoles por la noche, en la avenida Alvear al 1300, primer piso, sector biblioteca, un socio entendía que uno de los candidatos no tenía derecho a postularse. "Es un caradura...", cuentan que argumentó. "Hay que tener tupé para querer presidir el Jockey sin haber viajado nunca a Europa."

(La Opinión, 4 de abril de 1975)

LA CANCHA DE BOCA Y LA TV CONVIRTIERON A BUENOS AIRES EN UNA CIUDAD DESIERTA

El conductor del remise se manejaba con términos cortesanos, casi versallescos. Camino a la Boca, haciendo avanzar su Falcon por los primeros tramos de la avenida Almirante Brown, definió con formulación exquisita su propia relación con el fútbol: "No sé cómo decirle... La verdad es que de joven yo sentía inclinación por este deporte... Pero en cierto modo, me espanta la grosería, el atropello, la prepotencia... Hay cosas, ahora, que resultan más de mi agrado...".

Inclinación, grosería, agrado: vocabulario heredado de algún libro de máximas de La Rochefoucauld. Nada que ver con los compactos grupos que desfilan por Almirante Brown hacia el Sur, doblan por Wenceslao Villafañe, llegan, exaltados hasta Enrique del Valle Iberlucea y se enfrentan con la Bombonera. En el camino, por donde uno mire, se venden cosas: vinchas de Boca Juniors, gorros tejidos con los colores azules y amarillos: "mejor un gorrito que una vincha, pibe... Mira que la noche viene fresca...". O si no, los churros, los sandwiches de matambre, la empanada fatta per la mamma, como anuncia en italiano impecable un carrito instalado en Pinzón e Iberlucea.

A las 21.30, Boca Juniors se enfrentaba con River Plate, en un torneo cuya fascinación no se desgasta a pesar de haberse dirimido ya cien veces exactas a partir de 1931, o sea en la época que los tecnócratas definen como "dentro del profesionalismo". Pero no importa: poco después de las 18, ya están las dos tribunas, semi llenas, enfrentadas. Del lado de Aristóbulo del Valle, los hinchas de Boca; del lado de Brandsen, los de River. Agresividad de las consignas que sin embargo, como en un juego de precisas reglas caballerescas, no se superponen: cada bando espera a que el adversario termine la suya antes de entonar la propia.

Mientras la calle Iberlucea registra un desfile entrecruzado de grupos que corren, sin mucha lógica, de un lado para otro, en las tribunas se entonan los cánticos guerreros: desde Brandsen, la popular de River ataca: "Vamos, vamos River / vamos a ganar / que este año no paramos / hasta ser campeón mundial...". Silencio embarazoso del lado de Aristóbulo del Valle. El triunfalismo de River desarma a la hinchada boquense. Después de un silencio que parece extenderse durante siglos, los muchachos de Aristóbulo del Valle contestan con la Marcha Peronista y luego, ya recuperado el fervor, con el grito ritmado de Ar-gen-ti-na... Ar-gen-ti-na... La consternación de los hinchas de River es palpable: de repente, la tácita acusación de extranjerizantes contenida en ese grito crea, en la cancha, una vaga sensación de malestar.

Y entretanto, por Iberlucea, el Cuerpo de Policía Montada hace galopar los caballos por la cuadra. Los pingos cabriolean sobre la acera, los vecinos de la cuadra se meten en sus casas, las muchachas fingen unos exagerados chillidos de terror. "¡Ay, qué brutos...!", se queja una, hasta que en la casa de al lado, en Iberlucea 864, justo frente a la cancha, una mujer joven, de anteojos, arriesga una definición inesperada:

"Vamos, vamos, River, vamos a ganar...", corea, junto con los muchachos de la tribuna de Brandsen, mientras su madre, su padre y sus hermanitos la paran, pretenden hacerla callar, le dicen: "Porota, estás loca... Metete adentro de la casa...", y la arrastran desde el portal hacia un patio interno, explicando:

"No sabemos qué le pasó... Siempre creímos que era de Boca... Como vivimos enfrente... Y justo hoy se sale con esto...". Los vecinos menean la cabeza, compadecen a la madre y al padre, no entienden nada de esa brusca rebelión contra el medio condicionante por parte de una reprimida hincha de River que tiene la desgracia de vivir a veinte metros de la Bombonera.

Y luego, ya pasadas las 20, las calles del centro se vacían, Lavalle parece un emporio la cual, una o dos veces por año, los mercachifles le están fallando.

Todos los cines han desalojado las pizarras de sus boleterías, reemplazando las localidades numeradas por el cartel de continuado. Sólo El pibe Cabeza, de Torre Nilsson, en su día de estreno, mantiene la pizarra tradicional: "Hoy el cine no es negocio", sostiene uno de los boleteros del cine Trocadero. "Entre los sesenta y cinco mil que están en la cancha y los tres millones que lo van a ver por televisión, lo mismo podríamos no hacer la función..."

La presidente de la Nación, se sabe, solicitó personalmente que ese partido fuera televisado: más tarde, después del segundo gol de River, la hinchada de River -los muchachos de la calle Brandsen- contestaba con un estribillo la temprana acusación de gorilismo que los boquenses les habían enrostrado. Cantaron, ante el silencio hostil del sector de Aristóbulo del Valle: "Ya lo ve, ya lo ve / la Boca está bailando a pedido de Isabel...".

A las 21, la población de Buenos Aires estaba en sus casas: los diales de los aparatos se clavaban en canal 7; por centésima vez, "dentro del profesionalismo". Boca Juniors se enfrentaba con River Plate. Sólo el teatro Maipo, en la calle Esmeralda, no mermó sensiblemente su caudal de concurrentes. En la boletería, un caballero que copiaba su imagen de viejo verde de la que creó Enrique Serrano, sostenía: "Sí, ya sé que hay partido... Pero, ¿qué le voy a hacer...? Entre las gambas de Perfumo y las de Violeta Montenegro, ¡me quedo con las de Violeta...!".

(La Opinión, 18 de abril de 1975)

 

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