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Para los nacionalistas en general
-fueran de izquierda o de derecha-, y para los comunistas en particular, el soplo no era
novedoso; unos y otros venían martillando sobre el tema desde un pasado remoto, y de
manera especial a partir de junio de 1966, cuando las Fuerzas Armadas derrocaron a Arturo
Illia. Los liberales se burlaron de Alende. Obvio, ellos no creen en "los fantasmas
de la entrega" y menos en "los entreguistas", es gente práctica que
desconfía de las terceras posiciones, es decir de cualquier opción intermedia entre el
capitalismo y el comunismo.
Ahora bien, un puñado de denuncias más explícitas que la de Alende -entre ellas
la que concretó el general en retiro Juan Enrique Guglialmelli a los pocos días de
renunciar como secretario del CONADE- comprometieron la gestión gubernativa de Juan
Carlos Onganía, el primer mandatario de los militares. Así, según las revelaciones,
durante los últimos cuatro años más de 50 empresas de capitales argentinos habrían
sido enajenadas al dominio extranjero, al tiempo que 18 bancos -originariamente nativos-
pasaban a depender de centros financieros ajenos al país.
Sea como fuere surgían dos incógnitas: ¿El gobierno estaba decidido a rever la
supuesta política complaciente que sobrellevó Onganía con los banqueros
internacionales? ¿O acaso Levingston demoró durante siete meses la exigencia del Comando
en Jefe del Ejército para nacionalizar (o argentinizar) la economía de acuerdo al
memorándum elevado a la Presidencia de la Nación el 28 de abril del año pasado? A pesar
de que las respuestas son arduas, es razonable deducir que los militares parecen
dispuestos a variar el rumbo político y que el jefe del Estado, su comisionado ejecutivo,
intentará orientar el cambio.
BREVE HISTORIA
Desde el invierno de 1955, época
en que la oposición fustigó al gobierno peronista por la firma del contrato con la
California Argentina en tanto éste se defendía con argumentos no del todo convincentes,
el debate sobre la entrega de las fuentes de riqueza no había llegado a la cúpula del
poder. Era natural: tras el colapso de Juan Perón, que en cierta medida significaba el
fracaso del nacionalismo derechista nacido en los años 30, los liberales recuperaron
prestigio.
El rescate del predominio liberal se afirmaba en ciertas evidencias y en un mar de
sofismas. Las evidencias: que Juan Perón había "incorporado" soberanía a un
costo demasiado alto -nacionalización de los ferrocarriles y de otros servicios
públicos-, que ante la retirada de los inversionistas extranjeros no había procurado
afianzar a la burguesía nacional en las áreas básicas de la economía y, por fin, que
el proceso de inflación había desanimado a los ahorristas, quienes favorecieron una
industria liviana incapaz de competir con las manufacturas extranjeras, en el mejor de los
casos.
Los sofismas: que el estatismo era un invento de Perón, cuando en realidad se
había manifestado a partir de la caída de Hipólito Yrigoyen y con más énfasis durante
el gobierno del conservador Ramón Castillo; que la libertad de empresa debía resurgir
para los argentinos, algo improbable si la política -como otrora, en tiempos de
Roca-Runciman, y desde mucho antes- se trazaba desde el Club de París, el comando de los
presuntos acreedores de la Argentina; que el país debía escoger entre el sistema
capitalista dirigido por los norteamericanos o el socialista orientado por los
soviéticos.
Pero el renacimiento liberal fue tan efímero como la flor de un lirio. Se
condicionaron las libertades públicas, llegó a fusilarse, no se pudo controlar la
inflación, se desvalorizó la moneda tantas veces como lo requirió la exportación de
productos tradicionales a mercados cada vez más exigentes, pero menos dispuestos a
respetar los precios, mientras cobraba aceleración el proceso de liquidación de la
industria liviana nacida durante el peronismo, crecía el poder de las compañías
reguladoras de capital foráneo y la banca -ya sin control estatal- derivaba sus negocios
de usura a las financieras paralelas y ahogaba a las empresas medianas y pequeñas de
capital argentino.
El nacionalismo, todavía tumbado por el derrumbe peronista, no pudo hacer oír su
protesta; entonces, lenta pero con fuerza, surgió la izquierda para denunciar la entrega.
Ciertos nacionalistas pactaron con los líderes modernosos del liberalismo; otros
volvieron sobre sus pasos y comenzaron a reivindicar a Juan Perón, quien se cansó de
tenderle sólidos puentes a la burguesía dominante, de atemperar a los dirigentes obreros
acosados por la izquierda nacional y los marxistas.
Los moderados y las Fuerzas Armadas quisieron embalsar las aguas turbulentas
instaurando un gobierno de "conciliación nacional" sobre bases que ya habían
fracasado con José María Guido, Arturo Frondizi y Arturo Illia. Quebrado el tejido
conjuntivo de la clase media, dejándose arrastrar por el rumbo económico y social de sus
predecesores, Juan Carlos Onganía procuró afianzar el orden y la paz social; como
resultado recogió un "cordobazo" y el rosario de sangrientos incidentes que
precipitaron su caída.
Es evidente que la solución, aunque fuere imperfecta, no depende de la maldad o
bondad de los hombres que gobiernan. ¿Qué hacer? Es razonable pensar que los militares
-jueces, partes y víctimas del proceso- alientan una revolución nacional, y que ese
movimiento tiene como objetivo incorporar al peronismo a la vida política del país.
¿Quién se resiste? Nadie o casi nadie. Así, cuando las mayorías populares se sientan
representadas, quizá el tema de la entrega será un mito del pasado. De lo contrario,
esta vez para vencer, la izquierda exigirá condiciones.
Jorge Lozano
Penetración en la economía
Ficción vernácula: en una
localidad perdida en medio de la pampa muere un personaje importante. El intendente
decreta honores, y las banderas son puestas a media asta. Los familiares organizan el
velatorio. Van cayendo los apesadumbrados vecinos, las matronas vestidas de negro que
enjugan sus ojos con pañuelos chicos. Llega el ataúd, se encienden los cirios. Los
hombres fuman, algunas mujeres distribuyen café, cada tanto, y bebidas, pero más
espaciadas. Ya avanzada la noche aparece una guitarra. Un cantor -nunca faltan- entona
tristes, vidalitas, puntea estilos. El ambiente parece totalmente folklórico.
Parece, solamente. Pocos saben la participación que tiene el capital extranjero en
la fabricación de muchos de los productos involucrados en ese velorio. Por ejemplo, el 33
por ciento de la confección de banderas (y velas de navegación) es controlada en la
Argentina por grupos externos. La totalidad de los cigarrillos, y el 84 por ciento de los
fósforos, empleados para encenderlos; 87 por ciento de los cafés concentrados, casi la
mitad de los licores.
Un 16 por ciento de la fabricación de velas parafinadas, esos cirios de luz
macilenta, también corre por cuenta de empresas extranjeras. 22 por ciento de la
producción de ladrillos, el 80 por ciento de la de vidrios planos. El ataúd, en cambio,
seguramente fue construido por una empresa argentina: toda su producción corresponde a
capitales internos. No así las ceras empleadas para lustrarlo: poco más de la mitad de
esta mercadería es procesada por empresas extranjeras. Hasta la guitarra es de
procedencia dudosa: un 54 por ciento de la fabricación de instrumentos musicales está en
manos de capital foráneo.
Las cifras parecen apabullantes, pero reflejan una realidad: la existencia, en, las
más variadas áreas de la economía argentina, de intereses extranjeros. Y, justamente
debido al ejemplo elegido, no aparecen las industrias de punta, de los sectores más
dinámicos. 98 por ciento de la producción automotriz, 94 de la de alimentos
concentrados, 88 de la fabricación de motores de combustión interna, 75 en hilados y
fibras sintéticas son proporciones notoriamente mayores.
Ya en la época de los saladeros (primera mitad del siglo pasado) un avisado
viajero -inglés, por supuesto- observó el florido porvenir que le correspondería a la
empresa -inglesa, por supuesto- que aplicara a los rudimentarios procesos locales de
producción el know-how europeo. Y, claro, las convenientes relaciones con los ávidos
compradores potenciales. En esa época, sin embargo, las relaciones de poder entre los
Estados se expresaban a través del intercambio, y si se advertía la presencia de capital
extranjero era fundamentalmente en los procesos de intermediación. Los saladeros, base
del frigorífico, crecieron.
90 años más tarde, cuando las fiestas del Centenario agitaban a Buenos Aires, ya
se advertían en el país los síntomas de los nuevos tiempos. El robusto capitalismo
alemán había decidido incursionar a través del Atlántico, e invadía la plaza local
con herramientas, maquinarias, productos medicinales y químicos. Pero en la casi única y
gran industria nacional, la frigorífica, también soplaban otros vientos. El novísimo
capitalismo norteamericano, asentado en Chicago, expresaba sus primeras ansias
monopólicas: discutía derechos con sus ya fatigados primos ingleses. Las exportaciones
de carne argentina aumentaron. Al fin de la Gran Guerra, que cobijó una incipiente y
luego frustrada industria argentina, las diferencias se resolvieron gracias a la
declinante balanza de pagos inglesa. Y a un comprometido pacto (Roca-Runciman) que
dividió al país en bandos, aunque no a su clase dirigente.
Eran épocas en las que la hoy remozada palabra "monopolio" encontraba
amplio campo de aplicación. La Argentina se dividía, desde el punto de vista productivo,
en esferas de marcada diferenciación. Había un desarrollado espectro productivo
primario, básicamente en manos de empresarios locales cuyos intereses estaban
estrechamente vinculados a las factorías extranjeras. La infraestructura estaba
íntegramente subordinada al capital foráneo: comunicaciones, trasporte, energía. El
país se modernizó. El campo de acción industrial se limitaba a la manufactura de
alimentos, y operaba en escala económica donde el capital extranjero tenía intereses de
importancia. El cuadro se completaba con talleres semiartesanales, vinculados en gran
parte al sector agropecuario y con una industria textil marginal, sumergida por la
competencia con los productos importados.
La crisis mundial del '30 marca el comienzo de una nueva época: las restricciones
de la capacidad argentina de compra obligan al estado liberal a cambiar de rumbo, y erigir
un fuerte proteccionismo a la industria. Sin embargo la combinación de la misma crisis
con una débil (y muchas veces muy vapuleada) conciencia industrial, impide el adecuado
despegue. Recién después de la Segunda Guerra Mundial, y favorecida por un angostamiento
casi total de la corriente importadora, la producción nacional de manufacturas asume
obligadamente un papel de primera línea. Nace, en términos reales, la industria
nacional. Pero el crecimiento volvería a requerir aporte externo.
Poco después, por primera vez, y en forma efectiva, la preservación de la
soberanía justifica un masivo proceso de "argentinización de la economía". La
coyuntura política y económica mundial favorece, y aún obliga, que se concreten las
plataformas electorales del peronismo. Los ferrocarriles, con instalaciones largamente
amortizadas, pasan a ser argentinos, a cambio de saldos congelados -e indisponibles- en el
Banco de Inglaterra. Igual camino siguen los teléfonos, pero en este caso los Estados
Unidos son los asociados a la fiesta del desecho: el tono de "ocupado" pasa a
ser nacional. Una escasa porción de la producción de energía también se nacionaliza.
La infraestructura ya no era un buen negocio.
El arrastre de la crisis de los años '30 en el comercio internacional y la
carencia de un papel argentino definido en los esquemas de intercambio (derivado del
abandono por parte de Inglaterra del Cono Sur, a favor de la influencia política y
económica norteamericana) obligó al país a profundizar la sustitución de importaciones
industriales.
La tecnología disponible, la latente capacidad empresarial y un cierto sesgo de la
política económica de la época determinaron la orientación del crecimiento fabril:
industria liviana, cuyo límite de expansión estaba prefijado en su mismo carácter. En
este estadio del proceso, el capital extranjero cumplió un rol secundario. Pero cuando
terminó el primer ciclo sustitutivo, la continuidad del crecimiento replanteó su
función. |
Eran necesarias
tecnologías más sofisticadas y altas dosis de capital para seguir adelante con la
sustitución de importaciones. En ambos terrenos se juzgó insuficiente la capacidad
local. Así, durante el gobierno de Arturo Frondizi se sucedieron diversos regímenes
industriales (automotores, tractores, petroquímica, entre otros) donde la participación
del capital extranjero fue, y es, abiertamente mayoritaria. Surgió parte de la industria
de base, con el arribo de los inversores externos.
El proceso se caracterizó, entonces, por la fundación de nuevas industrias. Estas
dieron, a su vez, lugar al establecimiento de empresas paralelas, accesorias, que las
proveían de partes o bien se servían de los productos intermedios originados en las
firmas extranjeras. Esta nueva categoría industrial, de reducida escala de producción,
nutrida por ello esencialmente con dineros locales, vuelve a expresar los términos de la
contradicción: se desarrolla un sector industrial nativo, y se inaugura un tipo especial
de dependencia respecto al capital extranjero.
La última etapa del proceso, la más reciente (se inicia en forma más o menos
contemporánea con la "revolución argentina"), está marcada por la venta de
activos de empresas nacionales cuya característica saliente consistía en una común -e
incómoda- situación financiera. Este proceso de "desnacionalización", como
dio en llamarse, es el fenómeno vivido por la industria del cigarrillo y por ciertos
segmentos de la de la alimentación.
Pero la simple identificación de las empresas controladas por el capital
extranjero no supone, necesariamente, conocer su área total de influencia. Los intereses
foráneos ejercen un acentuado dominio sobre los procesos productivos a través de la
concesión de licencias y patentes. Estas, a su vez, posibilitan el empleo de técnicas de
avanzada en la Argentina.
Los mecanismos financieros, tanto nacionales como internacionales son, también,
factores duales, aceleran el desarrollo, acentúan la dependencia.
Desde ese punto de vista el dominio externo se extiende a prácticamente todos los
niveles productivos fabriles. Motivo: carencia de un desarrollo tecnológico nacional, que
independice a la industria local del conocimiento adquirido, que es patrimonio de los
grandes centros económicos mundiales.
¿Es imposible, acaso, desarrollar la tecnología nacional? El acceso al know how
es, por definición, caro. Un problema que enfrentan todos los países que pretenden
desarrollarse. Su costo, para ser rentable, debe distribuirse entre un cuantioso número
de productos finales. Esa es una de las limitaciones básicas: la escala de producción
con la que opera la industria argentina es, en términos internacionales, ínfima. Claro
que la exportación de esos mismos productos abriría las puertas a un volumen en que los
costos tecnológicos serían amortizables. Pero el círculo se cierra debido a la
dependencia funcional de la producción argentina teóricamente exportable respecto a
centrales de decisión de fuera del país. Una de las salidas, en ese sentido, la
constituiría un decidido apoyo oficial al desarrollo de la investigación en ciertas
áreas productivas, trasfiriendo la tecnología y apoyando su venta (en forma de
productos) en condiciones de estricta competencia externa.
No son demasiado numerosas, por cierto, las encuestas tendientes a detectar el
grado de influencia del capital extranjero en la Argentina. Se sabe, sin embargo, que
alrededor de una cuarta parte de la producción se origina en empresas foráneas. ¿Qué
bienes producen? Sus preferencias se inclinan por los intermedios, y de consumo durables:
en conjunto las dos terceras partes del total manufacturado en estas ramas corresponden a
firmas con casas matrices en el exterior.
Por otra parte, también se orienta a ramas de alta concentración industrial, en
las que absorbe el grueso de la producción y deriva sus productos al mercado interno. En
algunas áreas la casi totalidad corresponde a grupos extranjeros: automóviles, alimentos
concentrados, hilados y fibras sintéticas, productos de caucho, tractores, máquinas de
contabilidad, lámparas, discos.
Los sectores dominados por el capital extranjero son los que exhiben, a lo largo
del tiempo, el mayor dinamismo. Respaldo financiero, capacidad de management y tecnología
moderna así lo condicionan. El capital nacional opera, en cambio, en ramas estáticas de
la producción. O, en su defecto, en los márgenes de las empresas extranjeras:
autopiezas, envasamiento, productos medicinales. La carencia de dominio foráneo absoluto
sobre ciertos sectores de la producción no significa, sin embargo, que su influencia sea
menor.
La mayor capacidad financiera de las empresas extranjeras, cuyos avales entusiasman
a la banca local, no es su única ventaja. También tienen abiertas las puertas del
financiamiento internacional y obtienen un trato diferencial en el mercado extrabancario.
Además, disponen de nuevas tecnologías y llegan así a un liderazgo natural en los
sectores en que compiten. Se verifica en márgenes de utilidad, precios, condiciones
financieras y calidad de los productos.
No resulta tampoco imposible comprender la capacidad -aparentemente mágica- que
poseen los grupos externos para trocar sectores o empresas antes ineficientes en negocios
jugosamente rentables. Es que no sólo dominan el aparato manufacturero y final sino que
incursionan, en pos de un rendimiento empresario óptimo, en las ramas anteriores del
proceso: producción primaria, concentración de materia prima, etcétera. La industria
del cigarrillo es un acabado ejemplo de este mecanismo.
En el sector financiero el proceso también tiene el mismo signo. Un índice: en
1966 los bancos extranjeros acumulaban el 13,7 por ciento de los depósitos, una cifra que
hoy se eleva al 19,6 por ciento. Si bien, como medida de contención, se les prohibe abrir
nuevas agencias o sucursales, antes de que esa norma comenzara a regir, sus avances fueron
notorios.
El proceso de desarrollo de todos los países periféricos afronta el mismo dilema:
determinar qué papel cabe al capital extranjero. La creación de una tecnología nacional
es un proceso largo. En él, necesariamente, el aporte de know how externo sirve de factor
acelerante. En el sistema capitalista, cierto grado de dependencia es el precio que pagan
las naciones que pretenden industrializarse.
El fenómeno de la penetración se ha agudizado hasta tal punto que el interés
competitivo ya no se limita al débil empresariado local: incursiona sobre otras
posiciones, detentadas por otras empresas, también foráneas. Industria automotriz,
petroquímica o de tractores son ejemplos locales de esa batalla. Este proceso competitivo
es, también, mundial.
¿Qué recursos quedan, en este panorama, a la menguada empresa nacional? La
reconquista de posiciones, por cierto, difícilmente se logra a partir de un declamado
proceso de argentinización. Se hace necesaria una política de captación más
relacionada con la rentabilidad que con una coyuntura. La expansión del mercado interno,
el control sobre la inflación, coadyuvarían a la recuperación. Pero la tradición
señala que los malos negocios los hacen sólo los argentinos. A veces, con la ayuda de
sus gobernantes.
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