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crónicas del siglo pasado

REVISTERO

Los mitos de Lugones y Macedonio
Por LUIS GREGORICH

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Revista Redacción
julio 1974

 

 

Macedonio y Lugones: el doble centenario es tentador. Que dos figuras importantes de la literatura argentina hayan nacido en el mismo año no puede menos que suscitar ciertas operaciones intelectuales que reemplazan al rigor. La más obvia es el método del contraste. El nacimiento casi simultáneo engendra los caminos que después han de bifurcarse necesariamente: uno amará la vida pública, el otro la soledad; uno depositará todos sus desvelos en la obra, el otro en la meditación personal; uno será la solemnidad, el otro el humor; uno el "artificial", el otro el "auténtico".

Una ventaja de los aniversarios es que, a través del juicio sobre los muertos, podemos formarnos una idea bastante coherente de quienes lo emiten. La coincidencia natal de Lugones y Macedonio ya se ha mostrado sumamente productiva en este sentido. Los defensores de la línea "nacional y popular" en nuestra cultura han procurado rescatar al autor de La guerra gaucha con un ejemplar repertorio de vaguedades que no excede la mención de una obra "vasta y contradictoria" y un visceral "amor por la patria" que es, por lo menos, redundante. Macedonio, por su parte, ha sufrido una unánime reivindicación por parte de los comentaristas liberales y de izquierda, quienes han insistido en convertirlo en una suerte de filósofo en estado salvaje y de poeta único y misterioso.

Más allá de la rutina o la simpatía promovida a trabajo crítico, quedan algunas preguntas legítimas que motiva el centenario compartido. ¿Por qué se habla tanto de escritores a los que casi nadie lee hoy (si se exceptúan las imperativas lecturas escolares de Lugones o las intermitentes frecuentaciones de los Papeles de Recienvenido macedonianos) ? ¿Por qué, en más de un caso, hay una necesidad tan apasionada de atacar a uno y defender a otro? En fin, ¿qué permanece vivo, qué continúa emanando de estos muertos que se insiste en evocar?

Si las vemos en perspectiva, sus vidas no fueron, después de todo, tan distintas como se pretende. Ambos fueron hijos de familias burguesas en módica decadencia; ambos decidieron ejercer un oficio peculiar que los obligaría a parecidos ejercicios mentales. A los veinte años Lugones fue socialista y Macedonio también; uno soñaba con las llamas de la redención revolucionaria, el otro participó en la fundación de una comunidad utópica en el Paraguay. Más tarde, inexorablemente, Macedonio se recibió de abogado y Lugones entró en la administración pública. Los dos se casaron y los dos tuvieron hijos. Lugones se hizo fascista y Macedonio adoptó el anarquismo individualista y escéptico; si bien se mira, no son ideologías antagónicas. Ninguno de los dos se interesó mucho por la sociología; ninguno de los dos fue subversor del orden constituido; ninguno de los dos, afortunadamente, conoció la cárcel.

Es cierto que no todo es semejanza en estas forzosas vidas paralelas. Dos peones de campo, dos médicos, dos policías tampoco habrían vivido la misma vida, aunque hubiesen coincidido en nacer en la Argentina y en 1874. Macedonio quedó viudo muy temprano, Lugones no; esto seguramente influyó en los aspectos exteriores de la vida de ambos. Lugones publicó en vida gran número de libros y se convirtió en el escritor más famoso de su país; Macedonio publicó un solo libro y unos cuantos artículos, y sólo fue conocido y admirado por un reducido grupo de amigos. Lugones se suicidó, Macedonio murió de viejo.

Lo que más diferencia a Lugones y Macedonio —¿o tal vez lo que más los asemeja?— es que constituyen, en cierta manera, dos caras opuestas de un mismo producto de la cultura burguesa: el mito del escritor y el intelectual. Un escritor no se consagra como tal casi nunca por la cantidad o la calidad intrínseca de lo que ha creado, es decir, su obra escrita, sino porque cierto número de individuos que jamás han leído sus libros decide que ya puede dársele ese título. Así se esboza el melancólico itinerario del hombre que escribe convertido en escritor.

Lugones encarna, por excelencia, la versión oficial, pública, del mito del escritor en nuestra cultura. En sus años de apogeo, nadie como él representó a esa raza de artífices verbales que las clases dominantes se empeñan en mimar y rodear de atenciones con tanta solicitud como si se tratara de sus perros favoritos.

Cargos públicos —aunque no los que él hubiese querido—, premios municipales y nacionales, rituales confirmatorios y academias, hicieron que creyese —probablemente con razón—que no era un escritor, sino el Escritor de su tiempo.

Macedonio Fernández, en cambio, nos ofrece una notable versión privada de ese mismo mito. Mientras el mundo oficial lo desconoce, unos pocos fieles le otorgan una función tan mágica como la del gran prestigio mundano; sólo que su espacio de resonancia es infinitamente menor. Lugones, cargado de pompa por círculos áulicos y por varias generaciones de pedagogos; Macedonio, elevado a la categoría mítica quizás por uno solo de sus amigos y discípulos: Jorge Luis Borges. A la maciza presencia de la múltiple obra de Lugones, Macedonio opone sus escritos fragmentarios y huidizos y su actitud francamente sarcástica respecto del posible valor de la literatura. La ausencia, la omisión, el no-ser, la "faltancia" son precisamente el meollo de sus mejores chistes y de sus más lúcidas reflexiones, en oposición al rotundo sustancialismo de Lugones.

Nuestra época, que no soporta la lectura de Lugones; no deja de acertar en su rechazo. Su obra poética, principalmente, es culpable de haber enfermado de frondosa retórica a casi toda la poesía argentina que la siguió. El endeble verbalismo de los herederos ni siquiera tiene el mérito de la energía constructiva del maestro. Lugones, que quiso sentar docencia de poeta, que ayudó realmente a muchos escritores jóvenes en sus inicios, fracasó sin remedio en la vigencia de la prolongación de su obra creadora.

También la obra de Macedonio lleva a un callejón sin salida. Por lo demás, no hay que engañarse: sus libros, a excepción de Papeles —pródigo de un humor verbal sin parangón—, resultan profundamente aburridos y su escritura no pasa de ser una prescindible y pintoresca aventura personal. Es fácil pronosticar que sus trabajos inéditos habrán de reincidir —valga el futuro— en una atonía de esta índole.

En cambio, seguiremos aceptando el mito de Macedonio porque vivimos el momento de los mitos privados y de las glorias ascéticas, con un grado de convicción tal que sólo puede ser alcanzado por una sociedad satisfecha y ahita. Si Macedonio, habiendo escrito exactamente la misma obra y habiendo pronunciado exactamente las mismas frases ingeniosas, hubiese sido estanciero o juez jubilado en vez del "vagabundo metafísico" y del mísero poblador de pensiones baratas que fue, seguramente su reconocimiento actual sería mucho menor. Como ocurre con el culto de las figuras y de los géneros "menores" (citemos únicamente, en el terreno literario, la recuperación justa pero desmesurada de Felisberto Hernández y la sobreestimación de artesanos de la narrativa policial como Chandler y Hammett), en el caso de Macedonio se trata de un mito para el consumo, pero destinado a consumidores refinados, capaces asimismo de gustar un buen vino.

Añadamos una última tentación a la que, con su fatigoso paralelismo, da comienzo a este artículo. Un cuarto de siglo después de Lugones y Macedonio —la matemática distancia de una generación— nace Jorge Luis Borges. ¿Cómo no ceder a la sugerente idea de una síntesis? No hay duda de que las dos figuras de nuestra literatura que más gravitaron sobre Borges, sea a través del fervor o del rechazo, fueron Macedonio y Lugones. Es muy evidente que la escritura de Borges —que incluye una discusión sobre la posibilidad misma de la escritura y sus fraudes— tiene una cuantiosa deuda de tono, de reticencias, de ceñimiento, con las mejores páginas de Macedonio. Por otra parte, ¿cómo negar que el mito oficial de Borges, su fama inevitable, lo acercan cada vez más a Lugones? Borges es a la vez fascista —tal como entendemos hoy esta palabra— y anarquista. Borges es, sin duda, nuestro escritor (o Escritor) más completo.

 

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