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La desaparición del Presidente
Perón coloca al país ante una situación esencialmente diferente, inesperada desde la
perspectiva que existía hace un mes, y verdaderamente angustiante. Los sectores
económicos piensan si alguien podrá canalizar ya la disconformidad popular o si la
política de acuerdo social puede considerarse terminada; los militares se preguntan -por
su parte- cuál será el grado que puede alcanzar la violencia y hasta qué punto será
controlable.
De todos modos, es evidente que la ausencia de Perón generó un vacío tremendo:
en política, los vacíos son cubiertos y aparecen ahora elementos que ocupan un poder
antes llenado, desde la planificación estratégica hasta los pasos tácticos, por Perón.
El futuro del peronismo
El primer cambio se dará en el
peronismo, aunque sus dirigentes quizá no lo comprendan todavía.
Un líder carismático pensaba por todos y resolvía cada cosa; su autoridad, en
última instancia, era inapelable. Ahora, si el peronismo no se institucionaliza, se
quiebra, ya que no existen más autoridades inapelables e indiscutidas: nadie podrá
resolver lo que el peronismo quiere, sino los mismos peronistas, y eso reclama reglas de
juego. Dentro de todo, no es de otra manera que surgieron las reglas de juego políticas
en los modernos Estados democráticos.
El peronismo irá perdiendo, un poco, su categoría de movimiento, como lo fue
perdiendo el radicalismo a la muerte de Hipólito Yrigoyen. Sus diferentes fracciones
tienen que buscar la manera de convivir, porque ya no está Perón para que todo confluya
en una persona. Y cuando se habla sobre las diferentes fracciones del peronismo, no está
en juego solamente la lucha de los ortodoxos con el ala izquierda, sino las querellas de
la misma ortodoxia e, inclusive, las meras cuestiones personales.
Pero puede presumirse que la fuerza electoral del peronismo no es la misma con
Perón que sin Perón, y puede sospecharse que tampoco es equivalente su capacidad de
convocatoria. Todos se unirán en el recuerdo de Perón, pero no es fácil que todos se
unan mañana detrás de un candidato. Además, con Perón como Presidente, la capacidad de
absorber los inconvenientes, por parte del pueblo, era inagotable. Nadie sabe en qué
proporción subsistirá esa capacidad pero está claro que no será en forma equivalente.
Si eso es así, si además las circunstancias aconsejan no tocar temas
conflictivos, puede pensarse que la reforma constitucional será postergada o que
existirá un acuerdo antes de que se reúna la Convención. En todo caso, es evidente que
ante un gobierno más débil, por ley de compensaciones, la oposición resulta más
fuerte. El segundo caudillo político del país, Ricardo Balbín, crece entonces, en
cuanto resulta más necesario su apoyo al proceso que antes del 1° de julio.
Pero el Congreso, como expresión de la legitimidad democrática, también está
destinado a ganar espacio político. Y las Fuerzas Armadas, por acción de presencia y
como organismo de consulta, tendrán una importancia que superará la influencia que
tenían al 1º de julio.
No se trata solamente de eso. Dentro del mismo Gobierno será indispensable que los
ministros ocupen parte del espacio político dejado por Perón: eso, en algunos casos,
exige otros ministros, capaces de idear una estrategia y no de limitarse a su aplicación.
Aunque por ahora nada cambiará, todo está cambiando en el país y esos cambios,
que derivan objetivamente de una situación nueva, generan una nueva relación de fuerzas
que terminará concretándose, de alguna manera, en la conducción del Estado. El actual
gabinete responde a una situación anterior, no a los hechos que comenzaron con el
fallecimiento del Presidente Perón.
Las distintas fuerzas
¿Cómo se irá conformando la
composición de fuerzas? Cualquier análisis en ese sentido es provisional, pero está
claro que tanto las Fuerzas Armadas como el radicalismo, que respaldan plenamente al
Gobierno de Isabel Perón, tienden a expresar, siquiera sea elípticamente, siquiera sea
sin decirlo y por simple acción de presencia, una tendencia a no entusiasmarse con la
posibilidad de un Gobierno cuyo espacio político se autolimitara como resultante de un
sectarismo folklórico. Y, en ese caso, por otros motivos, la conducción económica del
país estaría en una tesitura similar, como también lo estaría la Confederación
General del Trabajo en cuanto la hegemonía de la misma estuviera fuera de las 62
Organizaciones y esa independencia, conseguida por Adelino Romero, pudiera mantenerse.
En cambio, es posible que las 62 Organizaciones reforzaran su alianza con el
ministro de Bienestar Social, José López Rega y el sector que le responde dentro del
aparato del Estado.
Sin embargo, cualquier esquema de ese tipo debe considerar dos aspectos cuya
importancia será decisiva: a) la posición personal que irá asumiendo, frente a los
problemas que se presente, la Presidente Isabel Perón; b) las líneas de fuerzas que
prevalecerán en los bloques parlamentarios oficialistas e indirectamente, en el Congreso
Nacional.
Nadie deja de advertir que Isabel Perón se encuentra ante situaciones tan
complejas como la falta de unidad en el equipo gobernante nacional y los equipos
gobernantes provinciales; las dificultades económicas que obligan a plantear la
posibilidad de escasez en algunos productos básicos y las dificultades propiamente
políticas que se derivarán de todo ese contexto, con la perspectiva de crecientes
diferenciaciones internas y externas.
Sin embargo, tanto la oposición parlamentaria como los grandes partidos buscarán
puntos de convergencia para evitar riesgos de cualquier naturaleza. En realidad, dentro
del peronismo, ya se discutía una situación que había explotado a través de huelgas en
cadena, detenidas únicamente por la extraordinaria influencia personal del Presidente
Perón con la convocatoria del 12 de junio.
Para los últimos días de junio, diversos acontecimientos obligaban a pensar en un
replanteo que el Presidente parecía dispuesto a impulsar.
Los antecedentes
El retorno imprevisto de José
López Rega, ministro de Bienestar Social, que acompañaba a Isabel Perón en su gira
europea, fue el primer indicio de que existía ya preocupación por la salud del
Presidente de la República.
Luego, Isabel Perón misma dio por terminada su gira apenas finalizó su aspecto
protocolar. Muchos indicios, sin embargo, estaban centrados entonces en la posibilidad de
una crisis de gabinete que se consideraba como algo inminente.
En realidad, el Jefe del Estado había demostrado que no necesitaba cambiar su
equipo ministerial para levantar la imagen de su Gobierno, ya que el 12 de junio le había
bastado para contraatacar con una convocatoria popular. Pero sí el objetivo psicológico
de las renuncias ya era superfluo -e hizo que se rechazaran en primera instancia-
existían otras causas que permitían sospechar la preparación de cambios en el Gobierno
nacional.
El miércoles 12, las renuncias habían sido pedidas a los ministros por el Consejo
Superior del Partido Justicialista, cuyo vicepresidente 2º -es decir, cuya máxima
autoridad luego de Perón e Isabel Perón- es Duilio Brunello, quien ocupa el puesto que
desempeñara Héctor J. Cámpora antes de ser Presidente de la República. Brunello es un
moderado, y choca frecuentemente con el entusiasmo de los halcones, quienes no le perdonan
que en Córdoba haya buscado conciliar diversos puntos de vista, sin apresurarse a dictar
la excomunión de los heterodoxos. Pero tampoco el ex durísimo Victorio Calabró siguió
siendo halcón una vez que llegó a la gobernación de la provincia de Buenos Aires y
hasta se lo acusa ahora de albergar a elementos izquierdizantes en la propia Casa de
Gobierno: es que el ejercicio del poder obliga a permanentes acuerdos, empuja siempre
hacia el centro. Sin embargo, no debe olvidarse quién propuso a Brunello como
vicepresidente 2º del justicialismo: fue José López Rega.
El lunes 24, el Consejo Superior Justicialista volvió a reunirse. Desde la mañana
se anticipó que se tomarían decisiones espectaculares. El propio retorno de López Rega
se vinculaba a los acontecimientos.
El mismo día se había reunido, a la mañana, el gabinete nacional. Diversas
versiones circulaban, en ese momento, en los medios especializados, pero todas coincidían
en que se acercaba un endurecimiento del Gobierno, endurecimiento que golpearía sobre la
derecha económica y los sectores radicalizados de la izquierda. Respecto a éstos
últimos, se aseguraba, existía el propósito de impedir que pudieran realizar un
repliegue ordenado como, según las informaciones en poder de algunos medios oficiales,
intentarían en las próximas semanas, girando hacia posiciones moderadas. Existía una
versión: desde las oficinas de algunos sindicatos se impulsaba la idea de una nueva
movilización popular, similar a la realizada el 12 de junio.
Otros indicios contribuían a completar el cuadro de situación. Por una parte, el
otorgamiento de aguinaldo completo constituía una demostración de que se flexibilizaría
la forma de interpretar el acuerdo social; por otra, había síntomas de divergencias
entre la Confederación General del Trabajo y las 62 Organizaciones, divergencias en las
cuales el ente confederal sostenía puntos de vista que estaban a la izquierda (en el
sentido convencional del término, no técnico) del poderoso nucleamiento cuya hegemonía
reposa en la Unión Obrera Metalúrgica.
El susto corporativista
La oposición encontraba temas
para su preocupación política, que incluían desde la elaboración de un calendario
escolar donde vislumbraba la reaparición de diversas fechas con posible contexto
partidista (incluido el 17 de octubre) hasta lo que muchos llegaron a suponer que era una
ofensiva sobre los medios de difusión. Los programas humorístico-políticos
desaparecieron de la televisión en el último año, y faltan los famosos dobles de los
personajes más conocidos. El clima estaba cargado por conflictos e influía el
levantamiento de los avisos de diversas organizaciones al diario Clarín, un enemigo de la
política económica que dirige José Gelbard.
Estaba, en fin, la proyectada reforma constitucional. Ricardo Balbín, el líder
del radicalismo -que ratificó su condición de tal por demoledora mayoría- señaló al
Presidente Perón que coincidía en la necesidad de modificar la Carta Magna. En primer
lugar, porque el país no tiene una Constitución cuya legitimidad sea indiscutible; en
segundo lugar, porque muchos consideran que debe introducirse en el texto una nueva
filosofía económico-social. El Gobierno se esforzaba por demostrar que nada avanzaría
sin el reconocimiento y apoyo de otros partidos y se opone totalmente a sus intenciones la
idea de una Constitución facciosa, cuya duración dependa de lo que dure la fuerza que lo
sostenga. Vicente Solano Lima había aclarado hace unos meses que se incorporarán
nuevamente principios establecidos en 1949, pero evitando la utilización de un lenguaje
que irrite a los no-peronistas. Los radicales, ejemplificó, no se oponen a los derechos
del trabajador, ni a los derechos de la niñez o de la ancianidad: es razonable -admitió-
que se opongan a que esos derechos estén redactados en forma tal que, por las
connotaciones históricas del texto, tengan un sentido partidista. Pues bien -agregó- el
sector que respalda al Gobierno nacional hará todos los sacrificios formales necesarios a
fin de evitar esos inconvenientes.
Sin embargo, en distintas oportunidades -y aun en su discurso del 12 de junio, por
la mañana- Perón, descartando toda idea de tipo corporativista, mencionó la necesidad
de establecer mecanismos para consultar a las organizaciones profesionales y técnicas.
Nadie, por supuesto, se oponía a esa iniciativa. Tanto el Consejo
Económico-Social como otros organismos posibles, incluyendo un Consejo de Precios o los
proyectados comités de Promoción Regional, pueden ser complementos sumamente valiosos
para la elaboración de la política en el Estado moderno. Queda pendiente, sin embargo,
una duda que nació en muchos opositores: nada, absolutamente nada, prohibe en la actual
Constitución Nacional que el Gobierno determine la creación de cuantos organismos
consultivos y técnicos estime necesario. En cambio, la Constitución establece
taxativamente que las leyes serán elaboradas por las Cámaras de Senadores y Diputados.
¿No ocurrirá -pensaron algunos suspicaces- que los nuevos organismos serán algo más
que entes consultivos y de asesoramiento técnico? ¿Por qué, en caso contrario, hacía
falta introducirlos en la Constitución?
Desde el oficialismo se dio una explicación: la reforma de la Constitución es
indispensable para establecer un mecanismo indubitable de legitimidad; siendo
indispensable, conviene impregnarla, siquiera sea a través de cláusulas con valor
declarativo, de una filosofía diferente al texto liberal de 1853. Además, el peronismo
necesitaba lógicamente dar alguna satisfacción ideológica a núcleos cuyo papel en la
estructura partidaria y gremial es sumamente importante. Ricardo Balbín aceptó, el 8 de
junio, esas explicaciones sobre los detalles, todo indica que restaba determinar su
mecánica, sujeta a las inevitables negociaciones entre los jefes políticos. Pero sería
irrazonable suponer que el Gobierno se disponía a provocar un autoaislamiento, rompiendo
con los radicales y, la izquierda legalista, para contentar a ciertos sectores
ideologizantes; más bien era sensato pensar que, en todo caso, los contentaría sólo en
la medida que eso no llevara a bruscas rupturas. Desde el 1º de julio, su capacidad de
maniobra, sin embargo, no fue ya la misma. |
Los militares
El poder del Presidente Perón
creció sin cesar desde el 12 de octubre, cuando asumió la presidencia; ese poder se
apoyaba en el incuestionable apoyo popular a su Gobierno, en la capacidad de movilización
popular que Perón tenía y una política sumamente hábil en lo que respecta a dos
sectores cuya influencia nadie ignora: el Ejército y la Unión Cívica Radical.
Como si se tratara de un reflejo condicionado, de tanto en tanto aparecían
versiones alarmantes con referencia a las relaciones entre el gobierno constitucional y
las Fuerzas Armadas. Esas versiones formaban, casi siempre, parte de campañas de acción
psicológica tendientes a lograr el debilitamiento o el desgaste de alguna de las partes
incluidas en los rumores o de ambas.
La autoridad del poder constitucional estaba, sin embargo, consolidada a través de
su ejercicio real. Por supuesto, ese ejercicio efectivo de la autoridad y el poder se
injertaba en las relaciones reales gobierno-militares. En la Argentina, como en cualquier
país del mundo. esas relaciones reales incluyen aquellos problemas a los cuales ambos
términos de la ecuación deben hacer frente en forma conjunta. En este caso, aunque puede
no ser la cuestión más importante, el problema de la seguridad interior, o de la llamada
lucha antisubversiva, era y es del temario común a oficialismo y militares.
El Gobierno de las Fuerzas Armadas afrontó el problema de la violencia, antes del
25 de mayo de 1973, sin poder superar una contradicción que la opinión pública había
percibido: se trataba de un gobierno cuya legitimidad consistía solamente en la
posibilidad de utilizar la violencia a través de la cual había accedido al poder en la
noche del 28 al 29 de junio de 1966. Sin discutir las intenciones -tan variables como cada
uno de los protagonistas- es evidente que un gobierno militar se apoya en la violencia y
gobierna, antes que en nombre de una ley preexistente, como resultante de una relación de
fuerzas (físicas, materiales) que le es favorable. Muchos creyeron, por eso, que la lucha
era entre violentos y violentos.
Después del 25 de mayo y el 12 de octubre de 1973, el problema quedó planteado de
otra manera: la Ley y la Constitución aparecían respaldados por la fuerza pública, que
se sometía al poder legítimo del Gobierno.
En el primer caso (gobierno militar), el énfasis represivo se justificó a través
de la defensa del orden; en el segundo, a través de la defensa de la ley. Pero en ninguno
de los dos momentos se emprendieron batallas que llevaran a una decisión.
La segunda etapa
A partir del intento de
copamiento de un cuartel en la localidad de Azul, hacia fines de enero, muchos sectores
del Gobierno comenzaron a pensar que los mecanismos represivos normales eran ya
insuficientes. Este punto de vista genera una nueva tesis: debían crearse nuevos
organismos -según ese esquema- para reforzar la acción policial o, en caso contrario,
debían intervenir las Fuerzas Armadas, de acuerdo a las órdenes que les impartiera el
Poder Ejecutivo, para aportar toda su estructura en la guerra a las formaciones
irregulares.
Un año después que el general Jorge Raúl Carcagno marcara, el 29 de mayo de
1973, un repliegue del Ejército en esa batalla, iniciando inclusive una política de
apertura hacia sectores que no habían tenido hasta entonces contacto formal alguno con
las instituciones militares, el general Leandro Anaya leyó, el 29 de mayo una verdadera
orden preparatoria desde el Colegio Militar de la Nación. El esquema pareció ser que se
sumaría aquello con que se contaba antes del 25 de mayo de 1973 (estructura militar) y
aquello con que se contó después (legitimidad del poder).
El discurso del general Anaya, en el Día del Ejército de 1974. no constituyó una
simple formalidad. Aunque resultaba obvio cuál era el punto de vista de los mandos
militares con respecto a la acción guerrillera, no existía una expresa declaración de
guerra. Y una expresa declaración de guerra era lo que permitiría encuadrar formalmente
al aparato militar en función de esa batalla.
Por supuesto, el general Leandro Anaya aclaró que el Ejército, como corresponde,
accionará a las órdenes de un poder legal al cual respalda y apoya. Pero la cuestión
comenzó a tener, desde allí, algunos matices interesantes: por una parte, Anaya
consideró que la lucha era ideológica (es decir, que no se dirigía solamente contra
acciones físicas); por otra, que la Institución se disponía a operar y eso hacía
innecesaria la creación de organismos paralelos.
En realidad, el discurso del general Anaya trató de explicitar las pautas que
adoptará la fuerza en la actual etapa de la historia política argentina. Esas pautas
derivaban de un esfuerzo por conciliar necesidades que aparecen a primera vista como
contradictorias:
1º) El Ejército se empeña en demostrar que no es una fuerza de reserva al
servicio del privilegio, pero trata de evitar que un énfasis demasiado marcado en esa
línea (recuérdese la experiencia del general Carcagno) permita que sea visualizado, a su
pesar, como una alternativa política populista.
2º) El Ejército debe promover una cicatrización de las graves heridas abiertas
en el pasado mediato, aventando suspicacias y haciendo imposible que se repita la
antinomia militares versus políticos. Para eso, mantiene contacto con dirigentes de los
distintos partidos. Pero, al mismo tiempo, debe estrechar vínculos en forma tal que la
reconciliación con los políticos no lleve a una politización de la fuerza, inclusive
por presencia física de sus visitantes, como ocurrió entre 1955 y 1962. De algún modo,
la línea parece ser: a) No volver a 1955 (excesiva amistad con los políticos), y, b) No
volver a 1966 (aislamiento total respecto a los políticos). En otro sentido: a) No volver
a 1946 (fuerza identificada, a través de sus mandos, con el partido gobernante); b) No
volver a 1958 (fuerza presente políticamente a través de planteos); c) No volver a 1963
(fuerza presente como alternativa a través de una retracción total en el
profesionalismo); y, d) No volver a 1966 (como resultante de todo lo anterior, fuerza
gobernante).
3º) El Ejército reafirma su identificación con el sistema democrático de
gobierno, deslindándolo del liberalismo político (si se cotejan los dos últimos
discursos del general Anaya, ese deslinde resulta sumamente claro).
4º) El Ejército insiste en su pleno y total acatamiento a la Constitución
Nacional, las leyes y los reglamentos militares, pero lo hace en forma suficientemente
activa como para marcar que no se trata de una fuerza inerte.
Los radicales
El otro sector cuya evolución
interesa especialmente al Gobierno es la Unión Cívica Radical. Allí terminó una etapa:
así como en la retirada británica de Dunkerke, luego de la derrota los radicales
pudieron replegarse con sus fuerzas prácticamente intactas. Y presentaron la retirada
como una especie de victoria paradójica. Pero desde el 11 de marzo de 1973 hasta ahora
pasó demasiado tiempo y el viejo partido comenzó ya a preparar su nueva estrategia
política.
Nadie pone en duda, por supuesto, que Ricardo Balbín será reelecto como
presidente del Comité Nacional. Y ni al peronismo ni al radicalismo les conviene la
ruptura de la tregua iniciada en 1971, cuando tomó forma La Hora del Pueblo.
Sin embargo, el radicalismo fue estableciendo una paulatina diferenciación en
áreas sectoriales. Apenas se clausuró el proceso electoral interno -cuando, en
apariencia, ya no era necesario hacerlo- Ricardo Balbín se apresuró a decir que nadie
apartará a su partido del papel opositor que se asignó y que no se aceptarán puestos en
el gabinete nacional. Claro que ese ligero endurecimiento quería, sobre todo, evitar el
acoso de quienes pensaron que, derrotado Raúl Alfonsín, había llegado el momento de
pasar lisa y llanamente al oficialismo.
La nueva situación
En ese clima, el 25 de junio se
resolvió revisar tanto la creación del Comité de Seguridad como el nombramiento de
Alberto Cáceres como secretario de Seguridad. Era ya imposible disimular que no existía,
en las altas esferas oficiales, una actitud homogénea con respecto a la cuestión.
Algunos funcionarios, en efecto, pensaban que la coordinación establecida a
través del Comité de Seguridad podía ser objetada en diversos sectores de las Fuerzas
Armadas, en cuanto institucionalizaba la virtual subordinación de éstas a otros
organismos de orden interno. Suponían que muchos militares no veían con beneplácito ni
la creación de un ente forzosamente paralelo ni la incorporación de las fuerzas a una
coordinadora destinada a operar sobre el frente interno. Además, reflexionaban esos
funcionarios, los militares podían aportar sus opiniones en cuanto fueran consultados
sobre el problema, cosa que no había ocurrido hasta el presente. Y, para colmo, en el
inconsciente sensibilizado de muchos protagonistas, operaba la desafortunada coincidencia
de siglas que ofrecía la Secretaría de Seguridad: SS.
Por eso, cuando se anunció que se volvería a estudiar el texto de la
correspondiente resolución que había dispuesto dar nacimiento al nuevo ente, todos
comprendieron o creyeron comprender que se enviaba el asunto al archivo. Por las dudas, el
embajador Benito Llambí, ministro del Interior, aclaró que la responsabilidad de la
lucha antisubversiva estaba en manos de la Policía Federal.
La evolución de todos esos problemas, con Isabel Perón en el Gobierno, tomará un
sesgo inevitablemente diferenciado de aquello que se había planeado. |