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crónicas del siglo pasado

REVISTERO

Buenos Aires, en el nivel popular, aceptaba sin demasiado rigor las mezclas más apócrifas junto a las expresiones genuinas. Los llamados "cantores nacionales", ya actuaran solos o en dúos o tríos, cultivaban cifras, estilos, triunfos, alguna vidala sureña, cuecas y alguna chacarera aislada. Junto a ellas, aparecían cosas tan inauténticas como las hoy extinguidas rancheras, inventadas por una casa de música para capitalizar un ritmo popularizable. Recordemos que Gardel-Razzano grabaron y cantaron ese repertorio antes de que apareciera el llamado tango-canción. Un asomo de búsqueda folklórica apuntó en la milonga, en el tango y aun en el vals ciudadano: Héctor Pedro Blomberg y el "Negro" Maciel crearon una serie que integraba un verdadero cancionero de la época de Rosas, con indisimulada simpatía hacia los unitarios, a pesar de algunos milagrosos equilibrios. La pulpera de Santa Lucía fue, sin duda, la más popular, en la voz y el estilo peculiarísimos de Ignacio Corsini.

Retorno a las fuentes del arte popular

Revista Análisis
1966

 

 

 

HASTA LAS VAQUITAS AJENAS

Desde las obvias estrofas gauchescas del Viejo Pancho, uruguayo, pasando por las melodías de Samuel Aguayo, los arabescos del arpista Félix Pérez Cardoso y las composiciones de Herminio Jiménez, los tres paraguayos, hasta llegar a las coloridas sonoridades del boliviano Tarateño Rojas, hubo también influencias limítrofes que ayudaron a divulgar y popularizar el folklore, subyacente en la tradición de los payadores que se prolongaba en la milonga. También se descubrían despaciosamente ritmos y modalidades musicales, así como instrumentos. Bagualas, chayas, zambas norteñas; quenas, erkes, cajas y bombos, van integrando paso a paso los conjuntos y se suman a la guitarra omnisciente. El catamarqueño Atuto Mercau Soria, el norteño Payo Solá, el entrerriano Linares Cardozo (conservador de la chamarrita y la chacarera entrerriana, eclipsadas durante un extenso período), el cuyano Mombrún Ocampo; el dúo Benítez (riojano)-Pacheco (catamarqueño), riguroso y musicalmente notable, son algunos nombres inevitables en ese tránsito hacia un contacto más real con el variado abanico folklórico nacional.
El caso de Félix Pérez Cardoso, el intérprete de arpa india, es curioso: cada año presentaba un conjunto nuevo de cantores, hasta que uno de esos grupos vocales se fue a Europa en gira, en 1951, y allí se quedó, conquistando gran popularidad en París con el nombre de Los Guaraníes. Cantan todavía, en un lugar llamado "La Scale", en la Rué Monsieur Le Prince. Allí impusieron el carnavalito El Humahuaqueño, de Zaldívar.
Años de cierta monotonía, sostenidos por figuras persistentes, como el pianista Alberto Castelar, el guitarrista Abel Fleury y algunos otros, pasaron hasta que la figura de un poeta y guitarrista importante revolucionó la situación. Atahualpa Yupanqui, personalidad nítida, con cierto sentido de ubicuidad que lo hacía sentirse cómodo cantando canciones de cualquier latitud, aun sin casi cantar, determina un cambio visible. Retoma la tradición de la poesía gauchesca combativa e introduce o, mejor, reintroduce, el tema de crítica social. Desde entonces, el personaje de los temas folklóricos ya no sufre solo por amor o soledad, sino por la injusticia. Si canta a los elementos y al paisaje, el caballo y a sus pilchas, si menciona sus sentimientos, también acusa a los responsables sociales de la miseria y el atraso. Alguna vez será prohibida una canción suya, que el pueblo no dejará de cantar como propia. Virtuoso de la guitarra, viene a ejercer una supremacía afianzada en composiciones como El arriero (Las penas son de nosotros / las vaquitas son ajenas), El alazán. Caminito del indio, entre muchas. Abrió claramente otro período, coincidiendo con el éxodo de pobladores del interior a los medios urbanos, especialmente a Buenos Aires. Esta coincidencia creó las condiciones para una nacionalización real de nuestro folklore, todavía en plena marcha.

DESDE HACE UNOS VEINTE AÑOS

Una línea que lindaba con el fácil folklorismo usual, persistía en figuras sin embargo muy populares. Antonio Tormo, con sus letras descriptivas, a veces sabrosas y auténticas: Del tiempo'e mama, encarnó un poco al protagonista individual de las migraciones masivas. Era evocativo y sin complicaciones. Simboliza el tiempo del folklore por decreto. No se discriminaba demasiado sobre la autenticidad, y sí sobre personas. Hubo una fuerte explotación comercial del folklore, de la cual quedó un fenómeno irreversible: el contacto popular con sus diversas formas y la incorporación de gente del interior al medio urbano. Algunos valores veteranos, como Marta de los Ríos, Pantoja y varios más, dejaron gradualmente paso a figuras nuevas. Un intento un poco prematuro y, sobre todo, inmaduro, de "modernización" del folklore, que protagonizó el entonces muy joven Waldo de los Ríos, naufragó ante el empuje de lo tradicional auténtico. Es ese período el que llenan músicos de extraordinario nivel, sin oscurecer al poeta Yupanqui. Aparece Ariel Ramírez, quien realiza alguna gira a otros continentes, y sobre todo la personalidad más destacada: Eduardo Falú. Con solo mencionar El algarrobal y la zamba La nochera, con letra de Manuel Castilla, basta. En cuanto a su calidad de intérprete de la guitarra y de cantante, es innecesario recordarlo a nadie. Una leyenda que circula acerca de Falú quiere que Andrés Segovia le haya prometido dejarle su guitarra. Sería justo. Falú prestigió el folklore sin apelación, en el plano del intérprete individual, como los Hermanos Abalos primero, Los Chalchaleros después, hicieron con los conjuntos. Pero con una presencia, una técnica deslumbrante —en gran parte propia— e inimitable y una sobriedad señorial, muy salteña.
Horacio Guaraní, y más tarde Jorge Cafrune, prolongaban la corriente que partía de Atahualpa Yupanqui. Los Chalchaleros multiplicaban por cuatro la escueta aristocracia de Falú. Otro conjunto, el de Los Fronterizos, trajo ecos agudos de la herencia india y revivió coplas antiquísimas del cancionero anónimo. Darían sus frutos en una serie de vidalas resueltamente norteñas, entre las cuales Vidala para mi sombra, de Julio Espinosa, alcanzó cumbres de poesía popular, raramente equiparadas, como en el caso de Vidala del nombrador, de Jaime Dávalos.
El período de la crítica social se desdibujaba un poco por repetidores no siempre realmente poéticos y provocaba un retorno a lo eglógico, cierto regusto por la imagen rebuscada, al ritmo de búsquedas novedosas en lo musical. Esta última línea se concretó especialmente en un grupo, el de los Huanca Huá, quienes emplearon combinaciones vocales bastante inéditas, mientras se destacaba vigorosamente Marián Farías Gómez.
Muchos conjuntos tentaron el éxito popular que conquistaron los ya nombrados; pero Los Fronterizos mantienen las mayores ventas de discos. Uno que realizaron con Eduardo Falú y Ariel Ramírez, Coronación del folklore (impreso en Alemania también) llegó a vender a su presentación 15.000 ejemplares, todo un récord para long-plays en ese momento.
Mariela Reyes y sus hijos, Hernán y Abel Figueroa Reyes, de Santiago del Estero; Miguel Saravia; Carlos y Edgardo Di Fulvio, litoraleños; Ramona Galarza, Juancito el Peregrino y el Cholo Aguirre, también del litoral; el Chango Rodríguez, cordobés, dueño de un gracejo peculiar, completan, entre otros, un panorama muy amplio. Es que hacia 1959 se produce un fenómeno casi sorpresivo. El folklore cobra una popularidad arrolladora, porque conquista a los muy jóvenes. Las tiradas de discos aumentan vertiginosamente, pero también la compra de guitarras: se agotan y es preciso importarlas, especialmente de España y Brasil. Las calles de Buenos Aires, los boliches propicios de la Capital o, en temporada, de Mar del Plata y otras playas, se pueblan de jovencitos guitarreros. Peñas y escuelas de música y danza folklóricas, aparecen por todas partes.
Hacia 1963 se produce una deflación folklórica. Los representantes de artistas se niegan a aceptar intérpretes del cancionero tradicional. La "nueva ola", con ritmos híbridos, que no pertenecen a nadie ni se vinculan con ninguna raíz nacional, parece desplazar lo nacional. Pero otro período se gestaba.

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Jorge Cafrune y Marian Farías Gómez
una corriente nueva que ya no se detuvo
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Mercedes Sosa
retorno a la raíz del folklore

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Julia Helena Davalos y Los Hermanos Abalos
los que abrieron el camino y la novísima generación
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Los Chalchaleros

DE ANGÉLICA A LOS CAUDILLOS

Hay elementos de juicio que son bien sintomáticos. En 1960, el gran éxito es una zamba compuesta con alteraciones de tonos y con una Iínea melódica, no muy precisamente folklórica: Angélica, canto a una figura de mujer muy literaria y convencional. Ventas enormes de discos, realizados por diversos intérpretes, empujan esa canción hacia arreglos en ritmo de bolero o de cumbia, y la proponen como tema de fotonovelas. Su autor era Roberto Cambarés, a quien sin duda le queda un gran triunfo económico, pero de su tema ya nadie se acuerda. Pero en cambio, por esa época, va creciendo una zamba precursora: Felipe Varela, de Botelli y Ríos. En ella, el caudillo aparecía adornado con los matices ennegrecidos de la terrible leyenda que se ensañó con su memoria. Pero era como una aparición fantasmal, inquietante, de la historia. Por su parte, el sensible folklorista sureño Alberto Merlo, escribió letra y música de La Peñaloza, referida a El Chacho, esta vez sin continuismo deformador. Con esas composiciones y la zamba La Unitaria, el antiguo pleito histórico argentino se había colado en el cancionero popular otra vez. Era un retomo, que quizá no se advirtió claramente de entrada, como para medir su proyección.
Una anécdota: en 1963, en el escenario de Nuevo Teatro, la folklorista, actriz y mimo cordobesa María Escudero, cantaba La Unitaria. Un grupo de tacuaristas irrumpió violentamente en la sala, como para provocar un incidente. María Escudero continuó cantando la letra, con su legítimo fervor. Los jóvenes provocadores vacilaron, se quedaron un ratito escuchando y luego se retiraron silenciosamente. La presencia de un tema auténtico, que revivía nuestra historia bajo nobles formas de arte popular, los había superado, por encima de banderías.
Leda Valladares, cantante y estudiosa, recogió una cantidad de canciones interpretadas por cantores no profesionales, único intento de ese género en el plano de la divulgación comercial del disco.
El guitarrero, de Carlos Di Fulvio; Sapo cancionero (en pleito por su paternidad), son otros éxitos entre 1961 y 1962. Pero en 1965 se graba el primer disco directamente referido a la historia: Retirada y muerte de Lavalle, música de Falú sobre textos de Ernesto Sábato. En este año, Jorge Cafrune, revelado en el 2º Festival Folklórico de Cosquín, como Mercedes Sosa lo fue en 1966, graba El Chacho, sobre letras del poeta León Benarós. Estos anticipos, más el flamante disco Los Caudillos, con música de Ramírez y letras de Félix Luna —porteño con 350 años de tradición riojana, según su afirmación—, configuran ya una tendencia. Sin duda, es el momento actual del país el que marca esta corriente. El argentino, porteño o provinciano, liberal, nacionalista o izquierdista, busca explicaciones sobre el país. Las busca en sus poetas y en su historia, con su música y las renacidas vivencias de sus tradiciones. Nuestra historia comienza a esclarecerse con menos pasionismos malentendidos y con más pasión nacional. Y la creación de raíz folklórica se reencuentra así con sus orígenes.
Jóvenes intérpretes y compositores se encuentran inmersos en esta nueva realidad del folklore, ya sea Julia Elena Dávalos —hija de Jaime—, Hamlet Lima Quintana, el autor de Zamba para no morir o el conjunto Los Trovadores, que utilizan armonía y contrapunto clásicos en sus arreglos (chamarrita La Lindera). Pero es sobre todo el público el que se compromete con esta temática quemante.
Del periodo patriarcal y el de crítica social, susbsisten temas y hábitos. Nunca se dejará de cantar al amor, a la tierra y sus rostros, a la lucha del hombre con los elementos o con la injusticia. Pero la conciencia nacional que tan vigorosamente despierta en nosotros, abrió su picada en el arte popular tradicional, revisando la historia incluso en sus formas artísticas. Sociólogos, historiadores y escritores se enteran de este proceso y comienzan a tomar parte. Una vinculación entre arte popular y política vuelve a establecerse, como en los tiempos de José Hernández. De ahora en adelante, quien "aquí se ponga a cantar" adquiere un carácter militante, pero en nombre del país.

 

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