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Juan Cedrón
TANGO DE OTRA MANERA
No existe personaje tanguero más
marginado que Juan Cedrón; los vanguardistas lo ignoran y los fieles guardianes de la
tradición lo toleran con indiferencia. Sin embargo el Tata -un alias que de chiquitín le
regalaron los muchachones de Nuñez que eran capaces de tributar algunas monedas por
escuchar su repertorio de palabrotas, en las que la "t" era la consonante
protagónica y el trío que dirige son la única posibilidad verdaderamente distinta
con que la música de Buenos Aires se ha hecho oír en el último lustro.
Con la misma pulcra despreocupación indumentaria con que aparece en sus shows de
El Bulín Mistongo, el café concert de la calle Humberto I en Buenos Aires, que lo tiene
como número oficial, y que hay que tomar como una ruptura con el minucioso
"empilche" en que siempre se han empecinado los intérpretes de tango. Cedrón,
a punto de partir para una gira de conciertos por Córdoba, comentó hace unos días las
positivas consecuencias de la permanente actividad que su grupo cumple esta temporada:
"Esto me obliga a trabajar, a componer; se dice que el tango no se ha renovado y de
eso tiene la culpa la escasez de trabajo. Al no tener quien toque sus piezas, los autores
no escriben. La actuación continua me exige hacer temas nuevos que canto 3 ó 4 meses y
después paso a otra cosa; de esa manera yo me renuevo y el público no escucha siempre lo
mismo".
A los 30 años, el Tata ya ha aprendido a utilizar todas las consonantes, aunque en
el apresuramiento por explicar algo pueda extraviar alguna "s" final, y,
conversando, su voz parece todavía más grave y pastosa que cuando recita alguna de las
letras que le han escrito Juan Gelman o Raúl González Tuñón o cuando canta
entrecortadamente una vieja milonga de Homero Manzi.
Es una voz sin educación, a menudo desagradable, que no se parece a ninguna otra y
que encierra intacta una elemental sensibilidad tanguera, casi olvidada en estos días:
"Lo que pasa es que hay cosas que uno las lleva adentro; de pibe escuchaba a Gardel,
a Corsini, a Fiorentino y siempre tiene que quedar algo de la forma de expresión de esa
gente. Yo sé que no soy un buen cantor, pero lo que trato de hacer no es lucirme sino
encontrar el verdadero sentido de las letras que me interesan, sin cargar las
tintas". Quizá por eso, cuando canta La última curda o A Homero, aprisionando su
guitarra como si fuera lo único que tiene en el mundo, a nadie se le ocurre desviarse a
la comparación con Rivero o con Goyeneche por miedo a perderse una interpretación
cautivante por su humilde sinceridad.
Pero Cedrón no es simplemente un cantor con un grupo que lo acompaña; el trío
que desde hace 7 años integra con el bandoneonista César Stroscio y el violinista Miguel
Praino que también fueron sus socios en la financieramente desastrosa experiencia
de café concert Gotán de la calle Talcahuano y al que acaba de agregarse un
contrabajo, es un grupo de potencia y posibilidades tímbricas sorprendentes: "Así
como reconozco mis limitaciones como cantor, estoy seguro que mi conjunto suena muy, muy
bien. Eso no es una casualidad, es el resultado de todo lo que nos conocemos, del tiempo
que hace que estamos juntos y también de los ensayos constantes".
Aunque ha proporcionado a su trío una respetable cantidad de piezas
instrumentales, entre ellas las que sirvieron de comentario a la película Tute cabrero,
lo que el Tata prefiere es componer acompañamientos para las letras que le proporcionan
sus poetas predilectos, Gelman y González Tuñón. El resultado son tangos nada
convencionales: "Hace tiempo nos planteamos con Juan (Gelman) esta cuestión de hacer
canciones, y de entrada descartamos la posibilidad de escribir cosas como Manzi o como
Castillo. Lo que conseguimos parecía al principio bastante extraño, pero ahora, con toda
esta moda de Serrat, la gente se ha acostumbrado a temas que no repiten estrofas sino que
cuentan una historia. Si alguna vez el material poético ha pesado demasiado, la culpa es
mía, pero hacer una canción es una cosa muy difícil, en serio".
El único artista underground del tango, que recién ahora está ampliando el
público que lo apoyó desde el principio, ese que habitualmente circula en las
adyacencias del cine Lorraine de Buenos Aires, tiene una representación discográfica
desproporcionadamente abundante: los long plays Madrugada, Cuerpo que me querés y Tute
Cabrero, producidos por el mismo Cedrón, y Gotán, grabado para Columbia ("No quiero
saber más nada con las compañías grandes"). Como para mantener este récord, en
los próximos días aparecerá Los ladrones, un álbum dedicado a Cadícamo, Gelman y
Tuñón, y se dispone a grabar Fábulas, con las canciones del recital que, hace 4 meses,
estrenó en la sala Planeta.
Para fin de año, Cedrón está decidido a publicar una docena de viejas
composiciones: son las que pertenecen a una ópera preparada en colaboración con Gelman,
por supuesto, Las tripas generales, que Roberto Duran pondrá en escena la temporada que
viene.
Palabrotas Argentinas
"el avión negro"
Viale - Dumont - Corona
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Palabrotas argentinas
El espectáculo tiene, por lo pronto, un
atrevimiento, no tanto programático o estético, sino puramente cultural: el de llevar a
un escenario de Buenos Aires (Sala Regina) un tema político vinculado al reciente pasado,
a la candente actualidad argentina. Concebida como una sátira, acaso para quitarle al
asunto y a su tratamiento las pretensiones de lo definitivo y para eludir el engolamiento
-esa enfermedad aborigen-. El avión negro se anima a enfrentarse con la selva de
silencios, de censuras y autocensuras que parece asfixiar las manifestaciones artísticas
últimamente.
No es poco atrevimiento para el provincianismo autóctono (una mezcla de falsa adustez y
falsa moral) que desde un escenario un grupo de autores (Roberto Cossa, Germán
Rozenmacher, Carlos Somigliana y Ricardo Talesnik) se atreva a pronunciar algunas
terribles palabrotas: Perón, peronismo, bombo, gorila, oligarca, San Perón, compañero.
De todo esto habla, y vocifera y ríe El avión negro a partir de una posibilidad que
súbitamente empieza a tomar cuerpo y a crecer en las calles de la ciudad: el regreso del
general en el legendario avión negro tabulado por la imaginación colectiva.
La pieza del Grupo de Autores que un par de semanas atrás hizo sus primeras armas
auspiciando el estreno de Cien veces no debo de Talesnik, desgrana varios sketches unidos
por el común denominador de una manifestación peronista que recorre la ciudad alegre y
agresivamente, enarbolando puños y cánticos mientras resuena el tam-tam de un
mitológico y nostalgioso bombo. Las distintas escenas proponen también visiones
diferentes en torno de las reacciones que el fenómeno multitudinario y regresivo produce
entre especímenes varios: burocratizados y hasta venales dirigentes gremiales,
anacrónicos miembros del Partido Comunista, pequeño-burgueses, policías torturadores,
profesionales satisfechos y fóbicos ultraderechistas. No todo el espectro de la realidad
socio-política argentina, pero una buena porción que aproxima una observación a la vez
sintética y parabólica.
Las escenas no tienen un parejo nivel textual y dramático: oscilan desde la redondeada
efectividad de El orden (un hombre que es encarcelado "por las dudas" y porque
comete el pecado de no ser al mismo tiempo revolucionario - democrático - cristiano -
nacionalista - liberal - idealista) hasta el mal gusto y la indefinición de El dentista;
y desde la pintoresca autenticidad de Comité Central (un modelo de las "adecuaciones
a la realidad" del PC) hasta la frustrada incursión por el absurdo de La familia. No
obstante. El avión negro resulta satisfactorio como totalidad espectacular. Porque la
dirección de Héctor Gióvine salva carencias parciales del original y la actuación del
elenco es sobresaliente en algunos casos (Oscar Viale), óptima en otros (Sergio Corona,
Alberto Busaid) y correcta en los demás (Ulises Dumont, Julio López, Graciela
Martinelli, Marta Alessio), Quizá la excelente conducción de Gióvine pueda medirse en
la barra o murga o manifestación que acompaña, provoca, subraya, violenta o enlaza las
escenas, un alarde dinámico potenciado por la convicción hasta física de "los
muchachos": Federico González, Eduardo Gutiérrez, Juan José Herrera, Oscar
Martínez, Miguel Ángel Palucci y Armando Pietro.
Memoria de un maldito
Alberto Greco
Se cuenta de Alberto Greco que,
en vísperas de una de sus huidas de París, iba vendiendo de bar en bar sus pertrechos
para reunir fondos, y que en la terraza del Old Navy resbaló y cayó, para desde el
.suelo proferir, invicto: "Vendo una caída". Cierto oportunismo, a menudo
vinculado al gusto del bon mot, no era ajeno a las extrañas lucideces de este hombre
erizado de posibilidades, ebrio de vida, el artista maldito que la Argentina supo
conseguir.
"En un ambiente como el nuestro, Greco era un factor irritante; para él no
había limites", dice su amigo, el pintor Luis Felipe Noé, en el prefacio del
catálogo de una muestra que en la galería Carmen Waugh muy oportunamente conmemora los 5
años de su muerte. Sin embargo, también interesaba. "Hablan de mis pavadas y no de
mis cuadros dijo Greco una vez; lo que les importa a las gentes son mis
pavadas. ¿Serán entonces pavadas? ".
Sus "pavadas" comenzaron temprano: autor de un libro de poemas, a los 22
años dio una conferencia que terminó con su encarcelamiento por "comunismo y
actividades subversivas". Luego, en 1945, se fue a París, donde vendía dibujos y
acuarelas por los cafés. Vivió en San Pablo un par de años, introduciendo -no sin
éxito- el informalismo, y después hizo lo mismo aquí, respaldado por galerías como
Pizarro o Van Riel y el novísimo Museo de Arte Moderno.
Cuando el informalismo coaguló en una moda. Greco pasó al gesto. Firmaba manchas
de humedad en las paredes, firmaba la gente en la calle, empapeló las paredes con afiches
que rezaban "Greco, ¡qué grande sos! " En 1962 pasó a París donde propuso el
arte vivo, pero su jaula con ratones blancos fue expulsada de la muestra; el espectáculo
'vivo dito' presentado en Roma como Cristo 63 terminó con la intervención de
autoridades, chalecos de fuerza y expulsión del país. Hair, sus desnudeces
tímidas en comparación y los éxitos de taquillas todavía estaban lejos.
También aquí pagó el precio por ser un precursor, cuando en 1964 hizo otro 'vivo
dito' en la galería Bonino, que concluyó en la Plaza San Martín: el éxito fue
meramente escandaloso. De nuevo en España, hace 5 años sacó las últimas penosas
conclusiones de la aventura: entre estertores había ingerido barbitúricos
escribió en su mano izquierda la palabra Fin, antes de entregar sus 34 años a juicios
exclusivamente póstumos.
Fue también un comienzo. Buenos Aires, "mi más querida ciudad, hermosa y
terrible ciudad de la solemnidad, la más castradora del mundo", como la llamaba
Greco, no es, sin embargo, avara. Hoy contribuye a restaurar la obra de quien llegó a
ser, mucho antes de morir, un mito.
Revista Análisis 1970 |