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Después de una hora larga
de plantón, divisamos a lo lejos el ansiado tranvía.
Pensamos si la diosa Fortuna será benévola con nosotros, si nos permitirá
treparnos a este coche tan esperado, en el que, ¡Dios sea loado!, al acercarse deja al
descubierto cuarenta centímetros de espacio libre de profanación.
¿Lograremos la posesión de ese espacio? Lucha que impone un esfuerzo homérico.
Lucha en la cual después de disputar palmo a palmo, arañando, mordiendo y pellizcando a
nuestros enemigos, venceremos sudorosos, jadeantes, con la ropa hecha jirones contra la
jauría.
Pero, ¡oh, dolor! no ha detenido todavía su marcha el vehículo, cuando una
multitud de pasajeros, de probabilísimos candidatos a pasajeros, mujeres, niños,
salvajes, bestias, todos queremos la posesión de los cuarenta centímetros para poder
sentirnos felices.
Y es de ver entonces cómo aquellos que tienen experiencia de la vida, aquellos que
han sufrido en carne propia las vicisitudes del destino, ponen en juego sus malas artes
para obtener el triunfo.
Al fin un pasajero afortunado logra ubicación en el privilegiado espacio, y
mientras los demás le envidian y se resignan a esperar, nuestro héroe trata de reducirse
a la mínima expresión, y puede triunfalmente colocar un cuarto de muslo dentro del área
perimetral del coche. Ya está seguro. Ya nadie lo desalojará...
De pronto un grito hiere aquella colmena y nuestro héroe tiembla. ¿No estará
ganada la batalla todavía?.
"Correrse al interior del coche", dice la voz del que adivinamos y que no
vemos.
"Correrse al interior" significa poner en práctica los sabios preceptos
filosóficos de quienes recomiendan la vida interior. "Más adelante,
caballeros" quiere significar adentrarse en sí mismo. Y hay que hacerlo, porque el
señor de vidas y haciendas no admite réplica. Hay que correrse y entrarse en sí
mismo.''
Se acerca al héroe una mano sucia, esgrimiendo a modo de escudo una máquina de
expender boletos, y de ella surge voz profunda que dice: "¡Boleto!", como
podría decir: "¡Bestia!". Tal el acento de esa ingrata voz. Trata aquél
entonces de echar mano a su bolsillo para encontrar el vil metal que ha de satisfacer las
ansias del desconocido, pero, ¡quiá!, un trompis casi lo derriba en tierra. Ha metido,
por equivocación, la mano en un bolsillo ajeno.
Después de innúmeras y prolijas investigaciones da con el suelto e intenta
entregarlo al señor guarda. Llega a poder de éste, creemos, pues no lo divisamos ni aun
en lontananza, después de haber servido de intermediarios una docena de pasajeros.
En tanto, mientras nuestro héroe espera el término liberador de su suplicio, que
bien se lo ha ganado, echemos una mirada al interior del coche y contemplemos cómo la
vida tiene tantos atractivos que no es posible creer que quienes abominan de ella sepan lo
que dicen.
Unos pasajeros, felices, ¡ah, sí!, felices de ellos, cómodamente sentados en los
mullidos asientos, contemplan con visible satisfacción los esfuerzos de los
desventurados, de los dejados de las manos de Dios, que sufren las molestias de quienes
les oprimen, les muerden, les someten a toda clase de torturas. A cada detención del
coche la ola humana se echa sobre quienes gozan de las comodidades que proporciona la
suerte a quienes pueden considerarse sus favorecidos.
Y va en serio: el problema a que dispone el completo parece que todavía no tuviera
solución, porque el espectáculo que ofrecen los tranvías se ve reeditado en ómnibus y
colectivos. Mientras la ciudad no tenga subterráneos seguiremos contemplando estos
cuadritos, sufriendo estos suplicios y permitiendo que nuestras humanidades soporten el
peso abrumador de quien la agobia en nombre de necesidades crueles. |
Una iniciativa no lejana determina que todas las
mañanas la ciudad se pueble de bandadas de pequeños que la van alegrando con sus gorjeos
y sus risas, a la vez que ellos se bañan en sol abriendo sus pulmones al aire puro que
los nutre y tonifica.
FELIZ IDEA
Sin duda alguna, esta práctica ha resultado feliz.
La escuela no debe preocuparse solamente de suministrar conocimientos a los alumnos.
También debe cuidar la salud del cuerpo. En algunos locales se dispone de todos los
medios necesarios a tales fines. Pero en otros se carece hasta de lo más indispensable.
De ahí que estos paseos periódicos hayan venido a llenar una sentida necesidad,
pues dan ocasión a que esas criaturitas, la mayoría de las cuales habitan en sucios
conventillos o en estrechos departamentos, reciban un poco de aire y de sol.
BUENA ELECCIÓN
Cada una de nuestras escuelas cuenta con varios
grados inferiores. Se reúne el total de niños de esos cursos y se les ubica en grandes
autos de excursión, cómodos, veloces y seguros.
Los puntos a recorrerse se fijan de antemano en la dirección de la escuela, y
comprenden las principales calles y paseos, con estacionamiento en el Balneario Municipal
y en el Bosque de Palermo, generalmente. De ahí que el paseo, además, resulte
instructivo, pues las maestras van explicando las mil cosas interesantes que a cada paso
se suscitan en la ciudad a la curiosidad del transeúnte.
A PLENO SOL
Una vez en Palermo, los niños descienden, siempre
acompañados, por sus maestros, y se entregan a sus juegos, a pleno sol y a pleno
oxígeno, sobre los prados, bajo las árboles y junto a los pequeños arroyuelos.
Allí brilla la alegría en los ojos infantiles cuando van tras una pelota, en la
completa actividad de los músculos, o montando los dóciles "petizos", o
bajando velozmente el tobogán, o suspendiéndose como pájaros en las anillas y trapecios
del gimnasio.
REPARANDO FUERZAS
A una hora determinada, los niños la emprenden con
la merienda, animosos y con todo el entusiasmo que pueden dar dos horas de ejercicio bien
dosificado. Se les sirve luego leche recién ordeñada, y una vez repuestas las fuerzas,
se tiene unos momentos de descanso, para pronto emprender el viaje de retorno.
TODO PREVISTO
Claro está que todo esto cuesta algo. Y como para
atender esa enorme cantidad de niños haría falta un dineral, lo más prudente sería que
cada uno aportara unos centavos, ya que con la suma total podría atenderse todo.
Pero cuando un niño no dispone de los cincuenta o sesenta centavos necesarios, no
por eso deja de participar de la excursión.
Las maestritas sacan de sus sueldos hasta ese dinero y completan la suma, felices
de que ninguno de sus alumnos pueda sentir en momento alguno la pena de haber nacido más
pobrecito que los otros... |