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crónicas del siglo pasado

REVISTERO

RIVER EN SU HORA MAS GLORIOSA
Por ALBERTO LAYA

En el Metropolitano que acaba de finalizar, River Plate tuvo una primera rueda sobresaliente. Después, sin embargo, se apocó y tuvo su momento de pánico cuando comenzó a padecer la proximidad de Boca Juniors. Esfumada la suficiencia inicial muchos simpatizantes tuvieron la certeza de que se avecinaba una nueva frustración. Finalmente reinó la paz y pudo lograr el campeonato.

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revista Redacción
1975

(referencia política: gobierno de María Estela Martinez de Perón)

 

 

 

Un señor gordo, despeinado, con el rostro apoplético, se desmoronó sobre su platea y con un hilo de voz se desahogó en un monólogo que parecía tener la originalidad de un papel carbónico: "Al fin... Al fin... Somos campeones, somos. Ganamos, ganamos. Dieciocho años esperando, dieciocho". La piel se le tiñó de azul y una camilla se llevó su cuerpo sacudido por convulsiones prolijamente acompasadas.
Rubén Norberto Bruno, un futbolista de 19 años de edad y de cuarta división, acababa de conquistar, en la noche del jueves 14 de agosto de 1975, el gol que le daría el triunfo a su equipo, River Plate, frente a Argentinos Juniors y con ello la obtención del título de campeón. Al terminar la lucha, un locutor, con la ingeniosa inventiva de un mimeógrafo, le preguntó a Bruno: "¿Contento con tu gol?". Y Bruno contestó: "Contentísimo". En toda la historia del fútbol de todo el mundo nunca se registró, que se sepa, el hecho decididamente masoquista de que el autor de uno o más goles hubiese sufrido y llorado amargamente por haberlo hecho. Esta no podía ser, naturalmente, la excepción, a menos que todo se hubiese invertido de tal manera, con tantas otras cosas, que fuese declarado ganador el que no hiciese ningún gol.
Aquel señor devastado, casi cianótico, revivió. Y caminaba por sus propios medios, pero daba la sensación de que aún no se le había destrabado una púa invisible que todavía le hacía balbucear en un intelectualizado esfuerzo mental: "Al fin. Al fin. Somos. Somos". Los corazones de miles de fanáticos de River Plate fueron sometidos, en esa noche tensa, de nervios estirados como un alambre a punto de quebrarse, a una prueba suprema. Fueron tan fuertes sus latidos que alguien pensó que se podían haber registrado claramente en sus sismógrafos.
River Plate presentó un equipo de emergencia. Futbolistas Argentinos Agremiados había declarado un paro por tiempo indeterminado o, en todo caso, por un lapso determinado, hasta tanto fuesen satisfechas sus demandas. Poco después depuso su actitud y explicó, con un razonamiento que no convenció a nadie, que levantaba la huelga para no deteriorar la imagen del fútbol argentino ante la proximidad, entre otras cosas, del campeonato mundial de 1978. Las cosas hay que pensarlas antes de hacerlas. Elemental. Una ve hechas sin pensar, como diría Perogrullo, ya no queda tiempo para pensar porque las cosas ya están hechas. A lo sumo, para lo único que queda tiempo es para arrepentirse. Y el mundo del fútbol, tan encrespado, tan generoso productor de eruditos e infalibles, no se caracteriza, precisamente, por tener muchos arrepentidos.
De todos modos, la rectificación de FAA no fortalecía una imagen que se había ido debilitando cuidadosamente. River Plate, como se señaló, jugó con un equipo de emergencia. Fue un conjunto entusiasta devorado por la responsabilidad. Si los gritos que en esa noche del jueves hicieron crujir el estadio hubiesen podido convertirse en energía, ningún corte de luz, ya jamás, se animaría a castigar la ciudad. La vuelta olímpica, la del festejo cumbre, tuvo que ser demorada. Fue postergada para el domingo siguiente, el 17 de agosto de 1975. Ya el partido interesaba poco o no interesaba nada. El título, al fin, ya tenía dueño. Desde temprano, en una movilización que no desembocaba, justamente, en ninguna fábrica imperiosamente necesitada de activos brazos laboriosos, fue desenroscándose la muchedumbre hacia un rumbo único: el estadio de River Plate. Cuando el equipo salió a la cancha pareció estremecerse el cemento. Racing, el último rival del campeón, pasó inadvertido.
Imprevistamente, o previstamente, el partido fue suspendido al terminar el primer tiempo. Norberto Alonso, el reclamado, deslumbró con algunas de sus exquisiteces. Y todos olvidaron. Ya nadie se acordaba de que había sido él quien había desatado una virulenta epidemia de temor al ser suspendido por seis fechas por el hecho infantilmente escolar de insultar a un arbitro y a un linesman. Antes había sido injuriado; ahora era ponderado.

"¿Morir por el fútbol?"

Ya no se podía seguir jugando. Muchos, los poco afectos a los estallidos, rigurosos jueces de los actos ajenos, hubiesen querido sumarse a esa multitud que hacía ya varias horas había cruzado, inclusive, la frontera del delirio.
Mentalmente todos ellos deshojaron un calendario. Parecían ser cronistas de la anticipación. Y se detuvieron a mediados de 1978, cuando, según se supone o se decidió, la Argentina realizará el próximo campeonato mundial. Los futbolistas de River Plate no tenían nada que ver con todo eso: estaban, al fin, para dar un espectáculo y no para organizarlo. Y hubo quien pensó en lo que podía pasar si el seleccionado argentino tuviese que jugar la final del campeonato máximo. No era un pensamiento descabellado.
Dentro de un nivel que no sobresalió por ningún deslumbramiento, River Plate fue el que mejor, o menos mal, hizo todo. Habrá muchos que retrocederán en el tiempo y que, al comparar otras épocas con las de ahora, caigan, inevitablemente, en el desencanto. Pero ocurre que este año se jugaba el campeonato de 1975. Las nostalgias, empero, no dejaban de tener razón. El Metropolitano había extendido un certificado de incapacidad a muchos equipos. River Plate se convirtió en atracción. Su director técnico, Angel Labruna, lanzó al hacerse cargo del equipo una afirmación temeraria y que, afortunadamente para él y para miles de fanáticos, se concretó: "Si decido dirigir al equipo es porque sé que va a salir campeón".
River Plate tuvo una sobresaliente primera rueda. Luego se apocó, quizá soportando espiritualmente algo a lo que no se había podido sobreponer durante dieciocho años, y llegó al borde del pánico, en la segunda rueda, cuando comenzó a padecer proximidades peligrosas. Allí perdió su suficiencia inicial. Se habló de desacuerdos entre los jugadores y la dirección técnica, e inclusive, hubo una amenaza desembozada de una fracción riverplatense al titular de la entidad: la de relevarlo de su puesto si el equipo no se clasificaba campeón, una clara cuota de miedo comenzaba a mellar los ánimos mejor dispuestos. River Plate, entretanto, seguía batiendo récords de recaudaciones, aunque no de aptitud. La AFA, sometida por esa atracción, consintió en que River cambiara una cancha chica por una grande cuando le tocaba ser visitante. Desde un punto de vista estrictamente económico, sin tener en cuenta ningún factor sentimental, porque, al fin, el fútbol dejó de ser lírico, la actitud era correcta. Deportivamente, teniendo en cuenta aspectos románticos que ya parecen, desafortunadamente, muertos, no era otra cosa que una incorrección por no decir una inmoralidad.
Ya todo lo dijeron muchos. Montañas de estadísticas desmenuzaron la conquista de este River Plate resucitado después de dieciocho años de agonía. El campeón dejó algo que frecuentemente se olvida: el triunfo sólo se consigue con serenidad y con aptitud. Algunas veces contrarió ese ejemplo, precisamente cuando no tuvo paz y le faltó capacidad. Su público demostró ser el más estoico y el más burlado de todos.
River Plate lo merecía. Habrá que recordar esa tarde del domingo 17 de agosto de 1975. No será preciso copiarla. El señor gordo, despeinado, de rostro apoplético, reapareció en ella. Pero estaba extrañamente pálido y silencioso. Ya no gesticulaba e, íntimamente, había comenzado a tenerle un paralizador terror a los camilleros. Cuando se fue del estadio, sujetando en su cabeza un gorro con los colores riverplatenses manchados por un chorro de una bebida gaseosa desparramado desde la popular se le oyó decir casi en un murmullo: "Morir por el fútbol es pagar un precio demasiado caro por una pasión". Entretanto, la ciudad se preparaba a no dormir o a dormir poco. Tronaban las bocinas de los autos, estallaban los gritos. Un aluvión que servía para desvanecer transitoriamente ciertos dolores. [Alberto Laya]

 

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