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crónicas del siglo pasado

REVISTERO

El porteño
ese bicho raro
Los nuevos dueños de Buenos Aires

Mario Bohoslavsky
Manuel Caldeiro
Roberto Vacca

Para el folklore ciudadano, hablar de los cien barrios porteños siempre fue una de las maneras más cariñosas de expresar un sentimiento familiar hacia Buenos Aires, imaginada como un damero de casas y calles girando sobre cien parques o plazas o estaciones, cada zona con sus características y un aire distintivo y personal. Pero los cien barrios porteños no existen; según la Ordenanza Municipal 23698/68, que contradice a los admiradores del cantor Alberto Castillo, la ciudad se divide en exactamente 46 barrios, ni uno más ni uno menos. Como ése -que no tiene más importancia que la puramente anecdótica-, otros errores se suman para dar forma a una imagen mítica de lo porteño. En parte, esos malentendidos se alimentaron de un cúmulo de leyendas que se refieren a un pasado bravío y a otros méritos que históricamente fueron sobrepasados por la evolución demográfica del siglo XIX y principios del XX. Pero también ahora el lugar común sigue hablando un idioma distinto del de la realidad.

¿Qué son los porteños?

 

 

 

Cualquiera puede hacer la experiencia de treparse a la azotea de alguno de los edificios que se encuentran sobre la avenida del Libertador, a la altura de Virrey Loreto, y echar una mirada hacia los alrededores. SIETE DÍAS lo hizo hace dos sábados, intentó adivinar a qué ciudad, a qué país respondía esa imagen. Un campo de golf bien cuidado, un club de empleados de una firma inglesa, canchas de tenis, hombres y mujeres paseando displicentemente por los alrededores, a media tarde un descanso en el deporte para tomar una taza de té o café con masitas: Inglaterra, claro, quizá Londres, si no fuera por el brillante sol de invierno. Hasta los trenes eléctricos que cruzan el paisaje circulan .por la mano izquierda. Pero un poco más cerca, una gigantesca grúa puente y media docena de tractores, volcadores, topadoras, se mueven entre un regimiento de obreros y técnicos; parece una colmena uniformada por el color amarillo de los cascos de acero de los trabajadores presurosos, empeñados en cavar la tierra para concluir en término una portentosa avenida subterránea que cruzará por debajo de las vías del ferrocarril Mitre, continuando a Libertador hacia Nuñez: cualquiera pensaría que eso sólo puede estar pasando en Estados Unidos, que obras de tales dimensiones son típicas de los países altamente industrializados. No es así, y basta con mirar los rostros de los atareados operarios: eso es Sudamérica, sin duda. Mirando un poco más al norte, sin embargo, por sobre las casas bajas se puede distinguir el río y en él una bandada de veleros blancos, recién arrancados de una postal italiana. Los árboles que bordean las calles vecinas quitan luz a las aceras empedradas, mientras un paisaje de Francia asoma desde la pizarra de los techos y el diseño de los parques en las residencias silenciosas y tranquilas.
Esas incongruencias suelen sucederle a Buenos Aires, y aunque los principales interesados no lo noten, también les pasa a los porteños: mil influencias distintas que salieron no se sabe de dónde y tradiciones cuyos orígenes es imposible rastrear pesan netamente sobre el ánimo del habitante actual de la ciudad. Para mayor dificultad, también los tiempos están mezclados, porque el vertiginoso crecimiento de la Capital exige olvidarse del pasado cada diez años, poblar el cielo de aviones de reacción cuando algunos porteños todavía no se han habituado a prescindir del tranvía.
"Fíjese en los semáforos -reflexionó la semana pasada José Velázquez (porteño, 37 años, contador, dos hijas)-: es un síntoma claro. Hace dos horas yo venia en mi coche por Rivadavia a bastante velocidad, al lado mío un taxi, y se cruza una vieja en una esquina, una mujer como de 70 años, bastante humilde, me acuerdo que tenía una pañoleta violeta. El taxi frenó y yo también, por si acaso: el tipo parecía fastidiado y le hizo señas a la vieja señalando el semáforo, que daba paso a los autos. No se le ocurrió pensar que los semáforos son una cosa de ahora, que podemos entender usted o yo, pero a una vieja, ¿quién le enseñó lo que es la onda verde? A lo mejor esa mujer extraña una ciudad que ya no existe, y me parece bien que no exista, pero así como la vieja se aguanta los taxis, lo menos que puede hacer el taxi es aguantar a las viejas sin calentarse."
Esa incomodidad mutua entre las generaciones, que seguramente es propio de la época, alcanza entre los porteños una intensidad insólita: al mismo tiempo que le teme al cambio, el habitante de Buenos Aires se empecina en burlarse de sus anticuados prójimos; alardea de tradicionalista en cuando escucha un tango, pero en la alternativa prefiere comprar un artículo de material plástico "porque es lo que se usa ahora"; se muere de risa a costillas del compañero de oficina que todavía se viste como en 1935, pero no alcanza a disimular cierto pánico cuando se encuentra con la ciudad invadida por las minifaldas 1969. Casi todo ha cambiado, y el porteño no sabe del todo bien si alegrarse al ver la ciudad que tiene o prolongar el duelo por la ciudad que perdió.

TESTIGO DE CARGO

Ahora ya nadie mira a los abuelos del prójimo para decidir si es porteño; los códigos de reconocimiento (según la expresión acuñada por Juan José Sebrelli) son otros. La zona en que se vive, la ropa que se usa, el lenguaje de los diálogos, son las nuevas señas de identidad. Ya no hay malevos: el porteño auténtico vive ahora una existencia pacífica, es hijo del rascacielos, el subterráneo y la radiofonía. En Corrientes y Pueyrredón, con, entrada por Corrientes 2835, todavía está el edificio de departamentos que Aquilino Colombo construyera hacia 1912 y que inspirara aquella acusación de Baldomero Fernández Moreno: "Setenta balcones y ninguna flor". Fue el primer edificio para renta dotado de ascensor, y también un símbolo de la nueva ciudad. Hacia esa época nacían o daban sus primeros pasos los que hoy son porteños viejos: son los testigos calificados del cambio, los que convivieron con Gardel, los primeros socios de los grandes clubes de fútbol, los que sostuvieron a Yrigoyen y Alfredo L. Palacios, leyeron a Roberto Arlt y Scalabrini Ortiz, rieron y lloraron con los primeros films de Luis Sandrini.
Uno de esos porteños viejos llegó a ser intendente de su ciudad; despojado de su función, no volvió a ser reporteado por el .periodismo hasta hace una semana, cuando SIETE DÍAS lo entrevistó en las oficinas de su hijo. Se llama Francisco Rabanal, tiene 60 años, un hijo y dos nietos, y entre otros cargos públicos fue concejal en 1938, presidente interino del Concejo Deliberante en 1941, diputado nacional por la Capital de 1948 a 1952, del 52 al 55 y del 60 al 62; intendente municipal desde 1963 a 1966. "Soy porteño por los cuatro costados, pero al estilo de Sarmiento: porteño en las provincias y provinciano en Buenos Aires. No cabe duda: (los porteños) somos el producto y la consecuencia de ese aluvión inmigratorio que se funde en el crisol nacional para dar paso a la aparición del hombre que por sus perfiles tiene logrado un lugar de respeto en América."
"He sido compañero de la escuela primaria -sigue Rabanal- de ese porteño que se llamó Homero Manzi. íbamos juntos a la escuela Luppi, allá en Pompeya, barrio donde nací. Mi padre fue español, de la provincia de León. Viajó a estas tierras a los 13 años, en tercera clase, y para comer mejor a bordo le pelaba las papas al cocinero. Tenia un almacén de ramos generales en Pompeya. Vendía de todo: bebidas, forrajes, zapatillas, artículos de tocador... hasta remedios. Pero como hijo de inmigrante a mí me atraparon los libros, y estudié de noche. Si hubiera seguido los designios paternos, no le quede ninguna duda de que yo sería ahora un buen almacenero. Pero no fue así: terminé la primaria y siempre estudiando de noche finalicé los estudios secundarios. Luego a la universidad, a estudiar de contador. Voté por primera vez en 1928, para la segunda presidencia de Yrigoyen, y allí empezó mi interés por la política."
¿Y Buenos Aires? "Desde el Cabildo del 22 de mayo de 1810, cuando Juan José Paso definió a la ciudad como hermana mayor del Virreinato, nosotros, los porteños, no hemos sabido llevar el mensaje y la imagen de ese significado, no hemos acometido un auténtico federalismo ... Desde que Aarón Castellanos fundó Nueva Esperanza, después de Caseros, Buenos Aires manejó el país. Buenos Aires nace para el país en 1880, año en que le dan el status de capital de la República, cuando debería haber sido capital de la provincia de Buenos Aires. Al igual que Leandro N. Alem, yo sostengo que Buenos Aires no debe ser la capital de la República." (En 1951 presentó un proyecto que contemplaba la desfederalización, creación de una nueva capital y de una nueva provincia, a expensas de territorios bonaerenses, que se llamaría Provincia del Río de la Plata.)
Rabanal -Don Pancho para sus correligionarios- rememora así su tránsito de medio siglo largo por la ciudad: "No, yo no he sido un caudillo, de ninguna manera. Hubo un caudillo, y fue don Hipólito Yrigoyen. Yo simplemente he sido el vocero de los barrios periféricos de Buenos Aires. He sido hombre de barrio, por eso me interesó el urbanismo. Cuando era pequeño le pedía a mi padre que me llevara a pasear en tranvía, y desde las ventanillas de los Anglo aprendí a conocer la geografía de mi ciudad. Era algo romántico, me gustaba observar los restos de historia que quedan en todas las ciudades. Buenos Aires era por ese entonces una ciudad chata, con ejes urbanos conformados, pero salpicada, desde Caballito hacia afuera, con grandes quintas y viejas casonas que trasmitían un señorío en decadencia. A veces, caminando, me encontraba con grandes hornos de ladrillos, con lecheros que vendían su mercadería al pie de la vaca y que recorrían las calles con sus anímales. He visto tambos en la ciudad. La vieja avenida Roca (convertida en avenida mediante un proyecto mío), ubicada frente a la que fuera pulpería La Blanqueada (que aún existe en Pompeya), era una pista para carreras cuadreras y cinchadas de culata a culata. Recuerdo que siendo niño me quedó grabada para siempre la imagen de Poze y Laraza, dos vecinos famosos de aquel entonces, quienes cabalgando sus caballos El tuerto y El tordillo hicieron en esa misma calle una cinchada a beneficio del hospitalito de Nueva Pompeya. Lo de Ghisletti se llamaba almacén, fonda y maicería".
¿Cómo se ve la ciudad desde la Intendencia? "Yo tenía ideas muy precisas sobre lo que debía ser una ciudad ... Se puede decir, de alguna manera, que yo soy el hombre que dio vida al parque Almirante Brown, ese inmenso bañado que cubría el diez por ciento de la superficie de la ciudad. Cuando hice mi proyecto, allá por el treinta y tantos, lo llamé Parque del Sur... El urbanismo me preocupó siempre, aun cuando solía pasear por la ciudad sin ningún rumbo. Imagínese que el intendente está sentado allí en su despacho y se olvida de lo que pasa en los barrios . Una ciudad debe ser creadora, dinámica, trascendente, humana . Debemos reconquistar a Buenos Aires para que la canten nuevamente sus poetas, para que se compongan nuevos tangos."

AQUÍ Y AHORA

Pero ya no hay cuadreras en Buenos Aires; los últimos carritos de panadero, relegados a los barrios desde hace años, dejaron de circular hace pocas semanas; los porteños de cinco a diez años ya no compran pirulines multicolores (y de paso se salvan del fastidio del papelito, eternamente pringoso e indespegable); casi no quedan espacios vacíos entre el río y la avenida General Paz, excepto los 105 parques, plazas y espacios verdes, y -si es que vive- Milonguita ya no es la pebeta más linda de Chiclana sino una venerable bisabuela. Ahora Buenos Aires es la ciudad que ven los turistas, 192 kilómetros cuadrados sobre el paralelo de los 34 grados con 37 minutos, cruzados de Este a Oeste por la larga avenida Rivadavia, de casi 19 kilómetros de longitud. La pueblan tres millones y medio de habitantes, de los cuales 750 mil son provincianos de la tercera migración, sin contar los que viven en el Gran Buenos Aires, una zona de influencia porteña que ronda los 8 millones de almas. (Teniendo en cuenta nada más que los pasajeros de trenes suburbanos, se puede ver que más de un millón de personas viaja cada día de provincia a Capital para trabajar, pasear o hacer compras.)
Cualquiera que quiera conocer a los porteños atendiendo a sus temas de conversación favoritos se llevará un chasco: toda estadística al respecto demostrará que los porteños usan la mayor parte de sus charlas para referirse al tiempo; como diría un psicoanalista, por algo será: el clima -fundamentalmente el verano casi subtropical- vuelve inexplicable al habitante de la ciudad, se hace difícil entender que ese ser agobiado por el calor y la humedad haya abandonado el mate y la siesta para erigir 350 bibliotecas, poblar las 1.600 localidades del teatro Colón -caso único en el mundo- hasta dos veces por día, encerrarse en sus automóviles recalentados y causa de comprensibles malos humores (en 1966 casi 150 mil porteños cruzaron alguna calle con luz roja en el semáforo).
El clima y las dificultades de la vida moderna -desde el doble empleo y otras alternativas fiduciarias hasta las calles rotas por vandálicas cuadrillas, capaces de paralizar media ciudad aunque no sea para nada más que pintar rayas blancas en la calzada- contribuyen tanto como su historia a definir la actitud media del porteño, ese cúmulo de hábitos y manías, opiniones y gustos que permiten diferenciarlo del habitante de otras ciudades. Pero, ¿qué es lo diferente? En una cantina cercana al tradicional mercado de Abasto, otrora epicentro del tango -Mamma Rosa, en Anchorena al 800-, Juan Miguel Toto Rodríguez da su versión. Vale la pena escucharla, porque el Toto es dos veces porteño: nació en Almagro (hace 48 años, ahora tiene dos hijos) y es uno de los mejores bandoneonistas de tango vivos de la ciudad. "El porteño es alegre y melancólico, sentimental, espontáneo y dado. Es sano y limpio."
Pero, ¿cuál es la diferencia? "Yo conozco toda la República y también otros países. La diferencia no la podría definir. Lo que ocurre es que todo porteño se va haciendo desde chico, conoce todos los rincones de la ciudad, que es como su hogar. Entonces se va aclimatando y por eso la ciudad tiene para él algo de casa, de querencia, de calor. Lo mismo les ocurre a los hombres del interior con sus ciudades. En cuanto al tango, si bien es parte de la ciudad, eso no quiere decir que sea propiedad de tos porteños: se expresa en todas las latitudes.

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En Chile y Uruguay, por ejemplo, sienten al tango como suyo. Además, ahora la juventud se expresa de otra manera: si bien le gusta bailar, hoy usted ve que cuando presentan un tango por televisión marcan una coreografía muy complicada, y eso no puede ser, es muy difícil; cualquier otro ritmo es más fácil de bailar. Ahí está uno de los problemas más grandes del tango." ¿Qué queda del porteño melancólico, guapo, llorón? "Eso es un poco la herencia de la mentalidad de antes, que pintaba al porteño con pantalón a rayas, lengue y facón. Y ése no es el porteño; yo no lo conocí, para mí nunca existió."

QUIZAS UNA FILOSOFÍA...

Las nueve de la mañana, en Ezeiza, un miércoles de hace dos semanas; un avión está por salir en un vuelo internacional. Hay rostros alegres, ansiosos, excitados, también tristeza. En un rincón, un hombre maduro, de unos 45 años, no saca su mano derecha del brazo de otro hombre de la misma edad, se miran con mal disimulada angustia. Guía para turistas desconcertados: uno de los hombres se está por ir para siempre del país; el otro hombre es su amigo; ambos son porteños. Quizás allí está la diferencia distintiva, en una filosofía de la vida, en una psicología colectiva en la cual la amistad entre hombres es, quizás, una de las manifestaciones más inconfundibles. "Había entablado con él (mi padre) una de esas amistades a la inglesa, en las que se empieza por rehuir la confidencia para terminar excluyendo el diálogo", dice Jorge Luis Borges en uno de sus cuentos: no hablaba de dos porteños. La amistad del habitante de Buenos Aires es de otra índole, el varón confía a su amigo sentimientos que quizás no confesó ni a su compañera. Es un poco la amistad de Martín Fierro con Cruz -no por nada imaginada por el porteño José Hernández-, aunque menos pudorosa, más dada a la manifestación afectiva: ¿es posible imaginar a Fierro apoyando su palma sobre la nuca de su amigo, o tratándolo de "querido"?
"Bromeando, el hombre me dijo: Soy una confesión que vive en procura de cosas que confesar", dice Raúl Scalabrini Ortiz. Si encuentra a quien, teje la amistad porteña, "una caricia de varones que no se doblegan ante el destino ... que tiene ternuras de madre ... un fortín ante el cual los embates de la vida se mellan". A pesar del temor al énfasis, el porteño actual continúa aferrado, con algunas variantes, a un culto de la amistad profundamente vinculado a esas formas de relación de la edad de oro.
"Cuando sus faenas terminan, al caer de la tarde o a la noche, estos hombres apasionados que no tienen pasiones se .reúnen en pequeñas tertulias, con uno o dos amigos. El hombre de Corrientes y Esmeralda es un misántropo que odia la soledad personal. No puede estar solo. La soledad personal lo contraria y atrista." Aunque muchas costumbres hayan cambiado, la relación entre amistad y soledad es una constante fácil de detectar aún hoy: alguna fibra latina o eslava, seguramente no germánica, lo empuja hacia sus congéneres compulsivamente, ahora tanto como hace treinta o sesenta años. Nada que ver, tampoco, con el hombre de campo, casi siempre resignado, por la dimensión de su habitat, a no verse con sus amigos frecuentemente. No es tampoco la amistad de las ciudades pequeñas o medianas donde -salvo que se haga un esfuerzo para evitarlo- es imposible recorrer las calles sin toparse con conocidos. Como en toda ciudad, el porteño tiene sus paraderos, pero no uno o dos, sino tal vez veinte o treinta: encontrarse con alguien, entonces, exige ponerse de acuerdo, un mínimo esfuerzo que, sin embargo, certifica la intención.
Las dimensiones de la ciudad en que vive explican en gran medida esa diferencia: un porteño puede ir cada día a tomar una copa a una whiskería distinta durante ocho años sin tener que parar dos veces en el mismo lugar; puede ir a 146 cines distintos, a 42 teatros; puede comer en 1.500 restaurantes, encontrarse con sus amigos en cualquiera de los 2.500 bares, cafés y cervecerías que Buenos Aires le ofrece. Claro que esa dimensión geográfica sí indica un cambio: "Antes el porteño no salía de su barrio; ahora todos van al centro, parece que si no estuvieran en el centro no estarían en su ciudad", recrimina el Toto Rodríguez.
La facilidad con que el porteño se traslada es un fenómeno que sorprende al provinciano recién llegado, mucho más atado a un contorno cuya longitud se mide en cuadras caminadas. El mismo contorno de barrio en que se movía el porteño antes de la edad de oro, cuando los medios de trasporte (en especial los rápidos subterráneos, velocísimos en comparación con tos tranvías de la época en que fueron instalados) lo acostumbraron, primero, a buscar trabajo lejos de su casa paterna y luego a independizarse geográficamente en lo relativo a comidas y distracciones.
Esa revolución se metió hondamente en la vida del porteño: no sólo cambió su soledad, sus hábitos de amistad, sino también su relación familiar y -como reflejo de esto- su relación con la mujer en general. "La imagen tradicional del porteño es la de un hombre solo, pero lo cierto es que ahora ese hombre tiene pareja", señala el psicólogo Horacio Mac Dougall (entrerriano, 40 años, tres hijos, docente de la Facultad de Filosofía y Letras). Es cierto: después de aguantar la disyuntiva tanguera -esposa y madre, alabada desde lejos, o mina codiciada pero temible y pecaminosa-, la mujer del porteño optó por trabajar, pasear, comer y moverse por la ciudad a la par del hombre, acompañarlo en su sentimentalidad y en su ocio, ir con él al fútbol y al cine, escuchar sus quejas en un café. Y lo consiguió.
Del núcleo familiar y barrial, propio del pueblo chico europeo en que nacieron sus padres, o del Buenos Aires pequeño, el porteño pasa a la soledad viril de la edad del tango, empieza a reemplazar el café del barrio por el del centro, y más tarde termina por aceptar a su pareja como compañera de actividades antes reservadas a la barra de amigos. Una de las consecuencias más visibles es el cambio en la elección de entretenimientos para cubrir el ocio nocturno, el auge del bowling, un juego mixto que congrega en unas 30 canchas a centenares de hombres y mujeres, corre parejo con una lenta decadencia de los billares, juego exclusivamente masculino, y las consabidas mesas de café con dados.
"En el porteño actual se advierte un menor grado de dependencia, una posibilidad de asumirse mejor como individuo -señala la psicopedagoga Gloria Tarantino (30, soltera)-. Algo de eso se evidencia en el porcentaje creciente de muchachos y chicas que buscan vivir solos." No hace falta mucha imaginación para vincular esa actitud con un movimiento más precoz en la balanza casa paterna-pareja; lo realmente notable es que esa precocidad no conduce -como pueden imaginar los envejecidos porteños padres- a una promiscuidad superficial, sino a un saneamiento de la erótica porteña. Una informal microencuesta realizada por tres cronistas de SIETE DÍAS en ambientes de clase media, especialmente universitarios, confirmó lo que muchos ya sospechaban: los y las jóvenes más emancipados son los que más precozmente establecen parejas estables y los que se casan más tempranamente. Los casos de vida íntima más tumultuosa correspondían, por el contrario, a jóvenes que aún convivían con sus familias, a veces severamente tradicionales.
Después de la adolescencia el panorama adquiere características más uniformes: más o menos a partir de los 20 años los porteños y porteñas solteros suelen incursionar frecuentemente en las relaciones más o menos profundas, más o menos transitorias o duraderas. "La ternura aterra al hombre de Corrientes y Esmeralda. Quizás ve en ella un desistimiento repudiable de la virilidad", decía Scalabrini. Esa situación cambió, el machismo y el patoterismo desaparecieron junto con "la frustración sexual que vivía el individuo de 20 ó 30 años atrás" (Mac Dougall). "También el machismo es un culto propio del hombre solo", acota el psicólogo social Roberto Romero (25 años, soltero, docente de la Facultad de Filosofía y Letras).
Ahora esa ternura es posible. Además de las confiterías bailables de los barrios, del Rosedal y otros recovecos cercanos al Aeroparque, propicios para automovilistas, de los night clubs de Nuñez, Vicente López u Olivos, de los bailes de club y -desde luego- de todos los zaguanes y todas las calles oscuras, la tendencia de porteños y porteñas a estar lo más juntos posible tiene mil ocasiones de manifestarse, mil lugares que conforman una geografía amorosa inagotable. No son los lugares para hombres en busca de compañía la decaída zona frívola de las calles Reconquista y 25 de Mayo, los teatros de revista poblados, tras la función, de admiradores y aspirantes; son, en cambio, locales a la espera de porteños ya acompañados. A veces, esos lugares se arremolinan alrededor de un rincón de la ciudad: es el caso de la calle Anchorena, entre Córdoba y Santa Fe. Primero zona de cantinas, donde las parejas mayores suelen reunirse en grupo para comer -una típica forma de comunicación social de los porteños-, remata en una cuadra de night clubs poblados por un público juvenil los sábados a la noche, y un poco mayor el resto de la semana. (En verano, los extractores de aire a ras del suelo pueblan la vereda de un olor característico de perfume y humedad, que Florencio Escardó olvidó incluir en su descripción olfativa de Buenos Aires.)
Entre las cantinas y los night clubs se extiende un área silenciosa y discreta, poblada de hoteles por hora. A la vuelta, sobre Santa Fe, hay un café abierto hasta tarde; acodado en una mesa, Esteban F. (excusa dar su apellido, es gerente de una empresa que fabrica repuestos para automotores, tiene 51 años, dos hijos universitarios y está separado) accede a dialogar, insiste en convidar un whisky -"Después de todo, usted también es porteño, y está solo", razona-, señala con la cabeza a las parejas sentadas en mesas vecinas: "Mírelos, estos vienen de algún hotel. ¿Se da cuenta? Ya estuvieron en el hotel, pero todavía tienen ganas de tomar un café, charlar, no están apurados por separarse. Son muy jovencitos todavía, pero ya saben cosas que yo supe demasiado tarde. Saben que la vida es difícil, y que dos personas pueden enfrentarla mejor que una. No es una cuestión de matrimonio, sino de compañía".

(sigue)

 

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