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Cualquiera puede hacer la
experiencia de treparse a la azotea de alguno de los edificios que se encuentran sobre la
avenida del Libertador, a la altura de Virrey Loreto, y echar una mirada hacia los
alrededores. SIETE DÍAS lo hizo hace dos sábados, intentó adivinar a qué ciudad, a
qué país respondía esa imagen. Un campo de golf bien cuidado, un club de empleados de
una firma inglesa, canchas de tenis, hombres y mujeres paseando displicentemente por los
alrededores, a media tarde un descanso en el deporte para tomar una taza de té o café
con masitas: Inglaterra, claro, quizá Londres, si no fuera por el brillante sol de
invierno. Hasta los trenes eléctricos que cruzan el paisaje circulan .por la mano
izquierda. Pero un poco más cerca, una gigantesca grúa puente y media docena de
tractores, volcadores, topadoras, se mueven entre un regimiento de obreros y técnicos;
parece una colmena uniformada por el color amarillo de los cascos de acero de los
trabajadores presurosos, empeñados en cavar la tierra para concluir en término una
portentosa avenida subterránea que cruzará por debajo de las vías del ferrocarril
Mitre, continuando a Libertador hacia Nuñez: cualquiera pensaría que eso sólo puede
estar pasando en Estados Unidos, que obras de tales dimensiones son típicas de los
países altamente industrializados. No es así, y basta con mirar los rostros de los
atareados operarios: eso es Sudamérica, sin duda. Mirando un poco más al norte, sin
embargo, por sobre las casas bajas se puede distinguir el río y en él una bandada de
veleros blancos, recién arrancados de una postal italiana. Los árboles que bordean las
calles vecinas quitan luz a las aceras empedradas, mientras un paisaje de Francia asoma
desde la pizarra de los techos y el diseño de los parques en las residencias silenciosas
y tranquilas.
Esas incongruencias suelen sucederle a Buenos Aires, y aunque los principales
interesados no lo noten, también les pasa a los porteños: mil influencias distintas que
salieron no se sabe de dónde y tradiciones cuyos orígenes es imposible rastrear pesan
netamente sobre el ánimo del habitante actual de la ciudad. Para mayor dificultad,
también los tiempos están mezclados, porque el vertiginoso crecimiento de la Capital
exige olvidarse del pasado cada diez años, poblar el cielo de aviones de reacción cuando
algunos porteños todavía no se han habituado a prescindir del tranvía.
"Fíjese en los semáforos -reflexionó la semana pasada José Velázquez
(porteño, 37 años, contador, dos hijas)-: es un síntoma claro. Hace dos horas yo venia
en mi coche por Rivadavia a bastante velocidad, al lado mío un taxi, y se cruza una vieja
en una esquina, una mujer como de 70 años, bastante humilde, me acuerdo que tenía una
pañoleta violeta. El taxi frenó y yo también, por si acaso: el tipo parecía fastidiado
y le hizo señas a la vieja señalando el semáforo, que daba paso a los autos. No se le
ocurrió pensar que los semáforos son una cosa de ahora, que podemos entender usted o yo,
pero a una vieja, ¿quién le enseñó lo que es la onda verde? A lo mejor esa mujer
extraña una ciudad que ya no existe, y me parece bien que no exista, pero así como la
vieja se aguanta los taxis, lo menos que puede hacer el taxi es aguantar a las viejas sin
calentarse."
Esa incomodidad mutua entre las generaciones, que seguramente es propio de la
época, alcanza entre los porteños una intensidad insólita: al mismo tiempo que le teme
al cambio, el habitante de Buenos Aires se empecina en burlarse de sus anticuados
prójimos; alardea de tradicionalista en cuando escucha un tango, pero en la alternativa
prefiere comprar un artículo de material plástico "porque es lo que se usa
ahora"; se muere de risa a costillas del compañero de oficina que todavía se viste
como en 1935, pero no alcanza a disimular cierto pánico cuando se encuentra con la ciudad
invadida por las minifaldas 1969. Casi todo ha cambiado, y el porteño no sabe del todo
bien si alegrarse al ver la ciudad que tiene o prolongar el duelo por la ciudad que
perdió.
TESTIGO DE CARGO
Ahora ya nadie mira a los abuelos
del prójimo para decidir si es porteño; los códigos de reconocimiento (según la
expresión acuñada por Juan José Sebrelli) son otros. La zona en que se vive, la ropa
que se usa, el lenguaje de los diálogos, son las nuevas señas de identidad. Ya no hay
malevos: el porteño auténtico vive ahora una existencia pacífica, es hijo del
rascacielos, el subterráneo y la radiofonía. En Corrientes y Pueyrredón, con, entrada
por Corrientes 2835, todavía está el edificio de departamentos que Aquilino Colombo
construyera hacia 1912 y que inspirara aquella acusación de Baldomero Fernández Moreno:
"Setenta balcones y ninguna flor". Fue el primer edificio para renta dotado de
ascensor, y también un símbolo de la nueva ciudad. Hacia esa época nacían o daban sus
primeros pasos los que hoy son porteños viejos: son los testigos calificados del cambio,
los que convivieron con Gardel, los primeros socios de los grandes clubes de fútbol, los
que sostuvieron a Yrigoyen y Alfredo L. Palacios, leyeron a Roberto Arlt y Scalabrini
Ortiz, rieron y lloraron con los primeros films de Luis Sandrini.
Uno de esos porteños viejos llegó a ser intendente de su ciudad; despojado de su
función, no volvió a ser reporteado por el .periodismo hasta hace una semana, cuando
SIETE DÍAS lo entrevistó en las oficinas de su hijo. Se llama Francisco Rabanal, tiene
60 años, un hijo y dos nietos, y entre otros cargos públicos fue concejal en 1938,
presidente interino del Concejo Deliberante en 1941, diputado nacional por la Capital de
1948 a 1952, del 52 al 55 y del 60 al 62; intendente municipal desde 1963 a 1966.
"Soy porteño por los cuatro costados, pero al estilo de Sarmiento: porteño en las
provincias y provinciano en Buenos Aires. No cabe duda: (los porteños) somos el producto
y la consecuencia de ese aluvión inmigratorio que se funde en el crisol nacional para dar
paso a la aparición del hombre que por sus perfiles tiene logrado un lugar de respeto en
América."
"He sido compañero de la escuela primaria -sigue Rabanal- de ese porteño que
se llamó Homero Manzi. íbamos juntos a la escuela Luppi, allá en Pompeya, barrio donde
nací. Mi padre fue español, de la provincia de León. Viajó a estas tierras a los 13
años, en tercera clase, y para comer mejor a bordo le pelaba las papas al cocinero. Tenia
un almacén de ramos generales en Pompeya. Vendía de todo: bebidas, forrajes, zapatillas,
artículos de tocador... hasta remedios. Pero como hijo de inmigrante a mí me atraparon
los libros, y estudié de noche. Si hubiera seguido los designios paternos, no le quede
ninguna duda de que yo sería ahora un buen almacenero. Pero no fue así: terminé la
primaria y siempre estudiando de noche finalicé los estudios secundarios. Luego a la
universidad, a estudiar de contador. Voté por primera vez en 1928, para la segunda
presidencia de Yrigoyen, y allí empezó mi interés por la política."
¿Y Buenos Aires? "Desde el Cabildo del 22 de mayo de 1810, cuando Juan José
Paso definió a la ciudad como hermana mayor del Virreinato, nosotros, los porteños, no
hemos sabido llevar el mensaje y la imagen de ese significado, no hemos acometido un
auténtico federalismo ... Desde que Aarón Castellanos fundó Nueva Esperanza, después
de Caseros, Buenos Aires manejó el país. Buenos Aires nace para el país en 1880, año
en que le dan el status de capital de la República, cuando debería haber sido capital de
la provincia de Buenos Aires. Al igual que Leandro N. Alem, yo sostengo que Buenos Aires
no debe ser la capital de la República." (En 1951 presentó un proyecto que
contemplaba la desfederalización, creación de una nueva capital y de una nueva
provincia, a expensas de territorios bonaerenses, que se llamaría Provincia del Río de
la Plata.)
Rabanal -Don Pancho para sus correligionarios- rememora así su tránsito de medio
siglo largo por la ciudad: "No, yo no he sido un caudillo, de ninguna manera. Hubo un
caudillo, y fue don Hipólito Yrigoyen. Yo simplemente he sido el vocero de los barrios
periféricos de Buenos Aires. He sido hombre de barrio, por eso me interesó el urbanismo.
Cuando era pequeño le pedía a mi padre que me llevara a pasear en tranvía, y desde las
ventanillas de los Anglo aprendí a conocer la geografía de mi ciudad. Era algo
romántico, me gustaba observar los restos de historia que quedan en todas las ciudades.
Buenos Aires era por ese entonces una ciudad chata, con ejes urbanos conformados, pero
salpicada, desde Caballito hacia afuera, con grandes quintas y viejas casonas que
trasmitían un señorío en decadencia. A veces, caminando, me encontraba con grandes
hornos de ladrillos, con lecheros que vendían su mercadería al pie de la vaca y que
recorrían las calles con sus anímales. He visto tambos en la ciudad. La vieja avenida
Roca (convertida en avenida mediante un proyecto mío), ubicada frente a la que fuera
pulpería La Blanqueada (que aún existe en Pompeya), era una pista para carreras
cuadreras y cinchadas de culata a culata. Recuerdo que siendo niño me quedó grabada para
siempre la imagen de Poze y Laraza, dos vecinos famosos de aquel entonces, quienes
cabalgando sus caballos El tuerto y El tordillo hicieron en esa misma calle una cinchada a
beneficio del hospitalito de Nueva Pompeya. Lo de Ghisletti se llamaba almacén, fonda y
maicería".
¿Cómo se ve la ciudad desde la Intendencia? "Yo tenía ideas muy precisas
sobre lo que debía ser una ciudad ... Se puede decir, de alguna manera, que yo soy el
hombre que dio vida al parque Almirante Brown, ese inmenso bañado que cubría el diez por
ciento de la superficie de la ciudad. Cuando hice mi proyecto, allá por el treinta y
tantos, lo llamé Parque del Sur... El urbanismo me preocupó siempre, aun cuando solía
pasear por la ciudad sin ningún rumbo. Imagínese que el intendente está sentado allí
en su despacho y se olvida de lo que pasa en los barrios . Una ciudad debe ser creadora,
dinámica, trascendente, humana . Debemos reconquistar a Buenos Aires para que la canten
nuevamente sus poetas, para que se compongan nuevos tangos."
AQUÍ Y AHORA
Pero ya no hay cuadreras en
Buenos Aires; los últimos carritos de panadero, relegados a los barrios desde hace años,
dejaron de circular hace pocas semanas; los porteños de cinco a diez años ya no compran
pirulines multicolores (y de paso se salvan del fastidio del papelito, eternamente
pringoso e indespegable); casi no quedan espacios vacíos entre el río y la avenida
General Paz, excepto los 105 parques, plazas y espacios verdes, y -si es que vive-
Milonguita ya no es la pebeta más linda de Chiclana sino una venerable bisabuela. Ahora
Buenos Aires es la ciudad que ven los turistas, 192 kilómetros cuadrados sobre el
paralelo de los 34 grados con 37 minutos, cruzados de Este a Oeste por la larga avenida
Rivadavia, de casi 19 kilómetros de longitud. La pueblan tres millones y medio de
habitantes, de los cuales 750 mil son provincianos de la tercera migración, sin contar
los que viven en el Gran Buenos Aires, una zona de influencia porteña que ronda los 8
millones de almas. (Teniendo en cuenta nada más que los pasajeros de trenes suburbanos,
se puede ver que más de un millón de personas viaja cada día de provincia a Capital
para trabajar, pasear o hacer compras.)
Cualquiera que quiera conocer a los porteños atendiendo a sus temas de
conversación favoritos se llevará un chasco: toda estadística al respecto demostrará
que los porteños usan la mayor parte de sus charlas para referirse al tiempo; como diría
un psicoanalista, por algo será: el clima -fundamentalmente el verano casi subtropical-
vuelve inexplicable al habitante de la ciudad, se hace difícil entender que ese ser
agobiado por el calor y la humedad haya abandonado el mate y la siesta para erigir 350
bibliotecas, poblar las 1.600 localidades del teatro Colón -caso único en el mundo-
hasta dos veces por día, encerrarse en sus automóviles recalentados y causa de
comprensibles malos humores (en 1966 casi 150 mil porteños cruzaron alguna calle con luz
roja en el semáforo).
El clima y las dificultades de la vida moderna -desde el doble empleo y otras
alternativas fiduciarias hasta las calles rotas por vandálicas cuadrillas, capaces de
paralizar media ciudad aunque no sea para nada más que pintar rayas blancas en la
calzada- contribuyen tanto como su historia a definir la actitud media del porteño, ese
cúmulo de hábitos y manías, opiniones y gustos que permiten diferenciarlo del habitante
de otras ciudades. Pero, ¿qué es lo diferente? En una cantina cercana al tradicional
mercado de Abasto, otrora epicentro del tango -Mamma Rosa, en Anchorena al 800-, Juan
Miguel Toto Rodríguez da su versión. Vale la pena escucharla, porque el Toto es dos
veces porteño: nació en Almagro (hace 48 años, ahora tiene dos hijos) y es uno de los
mejores bandoneonistas de tango vivos de la ciudad. "El porteño es alegre y
melancólico, sentimental, espontáneo y dado. Es sano y limpio."
Pero, ¿cuál es la diferencia? "Yo conozco toda la República y también
otros países. La diferencia no la podría definir. Lo que ocurre es que todo porteño se
va haciendo desde chico, conoce todos los rincones de la ciudad, que es como su hogar.
Entonces se va aclimatando y por eso la ciudad tiene para él algo de casa, de querencia,
de calor. Lo mismo les ocurre a los hombres del interior con sus ciudades. En cuanto al
tango, si bien es parte de la ciudad, eso no quiere decir que sea propiedad de tos
porteños: se expresa en todas las latitudes. |
En Chile y Uruguay,
por ejemplo, sienten al tango como suyo. Además, ahora la juventud se expresa de otra
manera: si bien le gusta bailar, hoy usted ve que cuando presentan un tango por
televisión marcan una coreografía muy complicada, y eso no puede ser, es muy difícil;
cualquier otro ritmo es más fácil de bailar. Ahí está uno de los problemas más
grandes del tango." ¿Qué queda del porteño melancólico, guapo, llorón? "Eso
es un poco la herencia de la mentalidad de antes, que pintaba al porteño con pantalón a
rayas, lengue y facón. Y ése no es el porteño; yo no lo conocí, para mí nunca
existió."
QUIZAS UNA FILOSOFÍA...
Las nueve de la mañana, en
Ezeiza, un miércoles de hace dos semanas; un avión está por salir en un vuelo
internacional. Hay rostros alegres, ansiosos, excitados, también tristeza. En un rincón,
un hombre maduro, de unos 45 años, no saca su mano derecha del brazo de otro hombre de la
misma edad, se miran con mal disimulada angustia. Guía para turistas desconcertados: uno
de los hombres se está por ir para siempre del país; el otro hombre es su amigo; ambos
son porteños. Quizás allí está la diferencia distintiva, en una filosofía de la vida,
en una psicología colectiva en la cual la amistad entre hombres es, quizás, una de las
manifestaciones más inconfundibles. "Había entablado con él (mi padre) una de esas
amistades a la inglesa, en las que se empieza por rehuir la confidencia para terminar
excluyendo el diálogo", dice Jorge Luis Borges en uno de sus cuentos: no hablaba de
dos porteños. La amistad del habitante de Buenos Aires es de otra índole, el varón
confía a su amigo sentimientos que quizás no confesó ni a su compañera. Es un poco la
amistad de Martín Fierro con Cruz -no por nada imaginada por el porteño José
Hernández-, aunque menos pudorosa, más dada a la manifestación afectiva: ¿es posible
imaginar a Fierro apoyando su palma sobre la nuca de su amigo, o tratándolo de
"querido"?
"Bromeando, el hombre me dijo: Soy una confesión que vive en procura de cosas
que confesar", dice Raúl Scalabrini Ortiz. Si encuentra a quien, teje la amistad
porteña, "una caricia de varones que no se doblegan ante el destino ... que tiene
ternuras de madre ... un fortín ante el cual los embates de la vida se mellan". A
pesar del temor al énfasis, el porteño actual continúa aferrado, con algunas variantes,
a un culto de la amistad profundamente vinculado a esas formas de relación de la edad de
oro.
"Cuando sus faenas terminan, al caer de la tarde o a la noche, estos hombres
apasionados que no tienen pasiones se .reúnen en pequeñas tertulias, con uno o dos
amigos. El hombre de Corrientes y Esmeralda es un misántropo que odia la soledad
personal. No puede estar solo. La soledad personal lo contraria y atrista." Aunque
muchas costumbres hayan cambiado, la relación entre amistad y soledad es una constante
fácil de detectar aún hoy: alguna fibra latina o eslava, seguramente no germánica, lo
empuja hacia sus congéneres compulsivamente, ahora tanto como hace treinta o sesenta
años. Nada que ver, tampoco, con el hombre de campo, casi siempre resignado, por la
dimensión de su habitat, a no verse con sus amigos frecuentemente. No es tampoco la
amistad de las ciudades pequeñas o medianas donde -salvo que se haga un esfuerzo para
evitarlo- es imposible recorrer las calles sin toparse con conocidos. Como en toda ciudad,
el porteño tiene sus paraderos, pero no uno o dos, sino tal vez veinte o treinta:
encontrarse con alguien, entonces, exige ponerse de acuerdo, un mínimo esfuerzo que, sin
embargo, certifica la intención.
Las dimensiones de la ciudad en que vive explican en gran medida esa diferencia: un
porteño puede ir cada día a tomar una copa a una whiskería distinta durante ocho años
sin tener que parar dos veces en el mismo lugar; puede ir a 146 cines distintos, a 42
teatros; puede comer en 1.500 restaurantes, encontrarse con sus amigos en cualquiera de
los 2.500 bares, cafés y cervecerías que Buenos Aires le ofrece. Claro que esa
dimensión geográfica sí indica un cambio: "Antes el porteño no salía de su
barrio; ahora todos van al centro, parece que si no estuvieran en el centro no estarían
en su ciudad", recrimina el Toto Rodríguez.
La facilidad con que el porteño se traslada es un fenómeno que sorprende al
provinciano recién llegado, mucho más atado a un contorno cuya longitud se mide en
cuadras caminadas. El mismo contorno de barrio en que se movía el porteño antes de la
edad de oro, cuando los medios de trasporte (en especial los rápidos subterráneos,
velocísimos en comparación con tos tranvías de la época en que fueron instalados) lo
acostumbraron, primero, a buscar trabajo lejos de su casa paterna y luego a independizarse
geográficamente en lo relativo a comidas y distracciones.
Esa revolución se metió hondamente en la vida del porteño: no sólo cambió su
soledad, sus hábitos de amistad, sino también su relación familiar y -como reflejo de
esto- su relación con la mujer en general. "La imagen tradicional del porteño es la
de un hombre solo, pero lo cierto es que ahora ese hombre tiene pareja", señala el
psicólogo Horacio Mac Dougall (entrerriano, 40 años, tres hijos, docente de la Facultad
de Filosofía y Letras). Es cierto: después de aguantar la disyuntiva tanguera -esposa y
madre, alabada desde lejos, o mina codiciada pero temible y pecaminosa-, la mujer del
porteño optó por trabajar, pasear, comer y moverse por la ciudad a la par del hombre,
acompañarlo en su sentimentalidad y en su ocio, ir con él al fútbol y al cine, escuchar
sus quejas en un café. Y lo consiguió.
Del núcleo familiar y barrial, propio del pueblo chico europeo en que nacieron sus
padres, o del Buenos Aires pequeño, el porteño pasa a la soledad viril de la edad del
tango, empieza a reemplazar el café del barrio por el del centro, y más tarde termina
por aceptar a su pareja como compañera de actividades antes reservadas a la barra de
amigos. Una de las consecuencias más visibles es el cambio en la elección de
entretenimientos para cubrir el ocio nocturno, el auge del bowling, un juego mixto que
congrega en unas 30 canchas a centenares de hombres y mujeres, corre parejo con una lenta
decadencia de los billares, juego exclusivamente masculino, y las consabidas mesas de
café con dados.
"En el porteño actual se advierte un menor grado de dependencia, una
posibilidad de asumirse mejor como individuo -señala la psicopedagoga Gloria Tarantino
(30, soltera)-. Algo de eso se evidencia en el porcentaje creciente de muchachos y chicas
que buscan vivir solos." No hace falta mucha imaginación para vincular esa actitud
con un movimiento más precoz en la balanza casa paterna-pareja; lo realmente notable es
que esa precocidad no conduce -como pueden imaginar los envejecidos porteños padres- a
una promiscuidad superficial, sino a un saneamiento de la erótica porteña. Una informal
microencuesta realizada por tres cronistas de SIETE DÍAS en ambientes de clase media,
especialmente universitarios, confirmó lo que muchos ya sospechaban: los y las jóvenes
más emancipados son los que más precozmente establecen parejas estables y los que se
casan más tempranamente. Los casos de vida íntima más tumultuosa correspondían, por el
contrario, a jóvenes que aún convivían con sus familias, a veces severamente
tradicionales.
Después de la adolescencia el panorama adquiere características más uniformes:
más o menos a partir de los 20 años los porteños y porteñas solteros suelen
incursionar frecuentemente en las relaciones más o menos profundas, más o menos
transitorias o duraderas. "La ternura aterra al hombre de Corrientes y Esmeralda.
Quizás ve en ella un desistimiento repudiable de la virilidad", decía Scalabrini.
Esa situación cambió, el machismo y el patoterismo desaparecieron junto con "la
frustración sexual que vivía el individuo de 20 ó 30 años atrás" (Mac Dougall).
"También el machismo es un culto propio del hombre solo", acota el psicólogo
social Roberto Romero (25 años, soltero, docente de la Facultad de Filosofía y Letras).
Ahora esa ternura es posible. Además de las confiterías bailables de los barrios,
del Rosedal y otros recovecos cercanos al Aeroparque, propicios para automovilistas, de
los night clubs de Nuñez, Vicente López u Olivos, de los bailes de club y -desde luego-
de todos los zaguanes y todas las calles oscuras, la tendencia de porteños y porteñas a
estar lo más juntos posible tiene mil ocasiones de manifestarse, mil lugares que
conforman una geografía amorosa inagotable. No son los lugares para hombres en busca de
compañía la decaída zona frívola de las calles Reconquista y 25 de Mayo, los teatros
de revista poblados, tras la función, de admiradores y aspirantes; son, en cambio,
locales a la espera de porteños ya acompañados. A veces, esos lugares se arremolinan
alrededor de un rincón de la ciudad: es el caso de la calle Anchorena, entre Córdoba y
Santa Fe. Primero zona de cantinas, donde las parejas mayores suelen reunirse en grupo
para comer -una típica forma de comunicación social de los porteños-, remata en una
cuadra de night clubs poblados por un público juvenil los sábados a la noche, y un poco
mayor el resto de la semana. (En verano, los extractores de aire a ras del suelo pueblan
la vereda de un olor característico de perfume y humedad, que Florencio Escardó olvidó
incluir en su descripción olfativa de Buenos Aires.)
Entre las cantinas y los night clubs se extiende un área silenciosa y discreta,
poblada de hoteles por hora. A la vuelta, sobre Santa Fe, hay un café abierto hasta
tarde; acodado en una mesa, Esteban F. (excusa dar su apellido, es gerente de una empresa
que fabrica repuestos para automotores, tiene 51 años, dos hijos universitarios y está
separado) accede a dialogar, insiste en convidar un whisky -"Después de todo, usted
también es porteño, y está solo", razona-, señala con la cabeza a las parejas
sentadas en mesas vecinas: "Mírelos, estos vienen de algún hotel. ¿Se da cuenta?
Ya estuvieron en el hotel, pero todavía tienen ganas de tomar un café, charlar, no
están apurados por separarse. Son muy jovencitos todavía, pero ya saben cosas que yo
supe demasiado tarde. Saben que la vida es difícil, y que dos personas pueden enfrentarla
mejor que una. No es una cuestión de matrimonio, sino de compañía".
(sigue) |