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crónicas del siglo pasado

REVISTERO

Último vestigio del Far West argentino
La Carolina: fiebre y agonía del oro

A setenta kilómetros de la ciudad de San Luis, el viejo poblado minero confía poder emerger de un pasado tan legendario como frustrado. La incipiente explotación ganadera y turística del lugar y el hecho de que fuera elegido como escenario de un próximo film reavivan las esperanzas de sus habitantes.

 

 

 

El viejo, sentado sobre la roca, comía lentamente, casi meditando cada bocado. Su desvencijado casco minero, muy volcado hacia adelante, impedía ver su cara. Concentrado, miraba cómo se vaciaba el cacharro cascado que contenía su magro almuerzo. Sólo el murmullo de un arroyito de aguas amarillas, cargadas de minerales, que se deslizaba entre el pedrerío, proporcionaba sonido a la pesada siesta puntana. Aunque la escena fue captada por un redactor y un fotógrafo de Siete Días la semana pasada, bien podría haber sucedido hace 100 ó 200 años.
A pesar del silencio reinante, se adivinaba la presencia de otras personas en la oscuridad de la tapera de piedras, levantada frente a la entrada de la mina. Pero nadie salía al exterior, ni hablaba. Ni siquiera, el viejo. Sólo cuando ya no tuvo más comida, Salvador Miranda levantó la cabeza y se alzó el casco con el dedo índice, para observar mejor a sus ocasionales visitantes que, sin atreverse a quebrar la calma, husmeaban cada rincón, cada detalle. El rostro de Miranda tenía tantas arrugas como sus manos; su mirada, aunque tristona, era clara, sin recelos. Hombre de pocas palabras —a 70 metros de profundidad, mientras se barrena la roca, no hay lugar para ellas—, abrió sus manos, agachó un poco sus hombros y musitó a modo de presentación: "¿Y qué otra cosa creían ustedes que podría estar haciendo ahora?" Era domingo y ya estaba listo para su trabajo de la tarde.
La mina de wolfram San Román, por su ubicación, sirve de anticipo al viajero que, desde San Luis, pretende llegar a La Carolina; un poblado de 250 habitantes —1.500 contando los radicados en la zona rural—, que se levanta setenta kilómetros al Norte de la capital provincial, signado por insólitas epopeyas, marcado a fuego por las más grandes frustraciones, esperanzado tozudamente en improbables rachas salvadoras. Fue noticia desde 1790, cuando generó la más descabellada fiebre del oro que sufrió Argentina; volvió a la palestra cuando promediaba la Segunda Guerra Mundial, por su rico yacimiento de wolfram o tungsteno, un metal que se utiliza, entre otras cosas, para hacer los filamentos de las lámparas, y, más recientemente, por su potencial turístico. Cuna del poeta y filósofo Juan Crisóstomo Lafinur, y generador de incalculables riquezas para sus explotadores de turno, La Carolina no consiguió que ninguno de sus habitantes pudiera abandonar su ancestral miseria. A lo sumo, permitió que los más jóvenes ahorraran lo suficiente como para costearse el pasaje a otra región más próspera. En la actualidad, mientras un entusiasta grupo de conspicuos carolinenses se empeñan en cambiar la tradición minera de la zona por una concienzuda y tecnificada explotación agrícola, el destino parece dispuesto a jugar a Carolina uno de sus más divertidas bromas: convertirla en telón de fondo de una película que evocará lo que algunos dieron en llamar el Far West argentino. Los motivos de la elección no podían ser más significativos: son tan pocos los signos de progreso visibles en las diez cuadras de su única calle, que en ella se puede recrear cualquier época, a partir de 1750. Por si eso fuera poco, otro detalle completa el desolador panorama: como el pueblo no cuenta con energía eléctrica ni teléfonos, ni un solo cable, ni un solo poste molestarán el libre movimiento de las cámaras.
Cuando a mediados de julio de 1973, los espectadores porteños asistan al estreno de 30-30, un film de la productora Aries, con libro de Dalmiro Sáenz, y dirigida por Alejandro Rey (será su opera prima), coexistirán, en la pantalla dos historias, dos dramas. Uno, novelado, explícito, reflejará la intención argumental del film; otro, seguramente invisible desde la platea, dará cuenta de la vida, lucha, esperanzas, sentimiento de todo el pueblo que habita desde hace siglos ese singular decorado. Ese segundo aspecto es el que se devela recorriendo los cinco kilómetros que hay entre la entrada de la mina de wolfram San Román y el último respiradero accesible de lo que fuera la mina de oro La Carolina. En el medio de ese recorrido está ubicado el caserío; diseminados a lo largo de él, sus pobladores trabajan durante largas jornadas para robar algunos gramos de mineral al suelo rocoso. Esa segunda historia es la que se narra a continuación.

LOS DÍAS DE SALVADOR MIRANDA

A medida que se desarrolla el diálogo, uno a uno van saliendo los hijos de Miranda. Son siete, casi todos mineros, salvo el menor, que está en la escuela, y otro "que no se sabe dónde anda". Se van apiñando junto a él y a Doña Rosa, la esposa. Componen un grupo simpático, cálido. "Tengo 63 años y desde muy chico trabajo de minero. Y así seguiré hasta que me muera, como mi padre, que se quedó allá, abajo del cerro, en un derrumbe. Pobre, nunca lo pudieron sacar. ¿A qué otra cosa nos vamos a dedicar?: mis hijos trataron de probar con la agricultura, pero no consiguieron trabajo. De esta forma, por lo menos la familia está unida". Así, con esa filosófica resignación los Miranda trabajan la roca durante más de 8 horas diarias. El promedio de mineral extraído no alcanza a un kilo diario por persona. Si se considera que se les paga a razón de 500 pesos viejos cada kilo, no resulta difícil llegar a la conclusión de que el sueldo rara vez sobrepasa los 15 mil pesos mensuales. "Claro que si encontramos una bocha (bolla de wolfram de varios kilos de peso), los ingresos pueden pasar los 50 mil —se entusiasma Miranda—. Pero, si la memoria no me falla, hace varios meses que no encuentro ninguna".
La evolución de los Miranda es fiel reflejo de la del resto de las familias del pueblo: "Al principio me dedicaba al oro. Se sacaban tres o cuatro gramos diarios y siempre estaba la esperanza de encontrar una pepita grande. Pero, como en todo, la compañía era la única que se enriquecía. Así estuve como diez años seguidos, hasta que se acabó el oro y, después de un tiempo, me dediqué al wolfram. Es un trabajo duro, pero en aquellos tiempos se ganaba más que ahora. La mejor época de esto fue en 1945, hasta que se terminó la guerra. Después, fue cada vez peor. Pero lo peor de todo es cuando cierra la mina. Entonces, hay que emigrar a Nogolí o a otros pueblos vecinos a trabajar en el monte, para cortar leñas y postes o hacer carbón".

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Lamentablemente, esos cierres son bastante comunes. Miranda soportó tres, de más de dos años cada uno, en los últimos 20 años. Para colmo, nunca hizo aportes jubilatorios y su futuro se presenta incierto. Sin embargo, antes que el futuro, lo que más interesa a Miranda parece ser el pasado, "cuando todo era mejor, con más plata, más trabajo, más alegría y más estabilidad".
Alentado por los periodistas y ayudado por sus hijos, SM contabilizó el material que, con sus propias manos, extrajo de la tierra a lo largo de su vida: "Diez años con el oro y 35 con el wolfram, sin contar los que pasé en el monte". Durante ese lapso cosechó 11 kilos de oro y 13 toneladas de wolfram; traducidos a los valores actuales en el mercado, equivalen a un capital de 40 millones de pesos viejos. La sola mención de esa cifra provoca una sonora carcajada en el viejo minero. Entre sorprendido y divertido, mira sus borceguíes raídos, pasa sus manos por el deshilachado pantalón marrón y palpa su saco gris, deteniendo la mirada en los gastados puños de su camisa. Se torna pensativo, para concluir: "¡Ja! De todo eso, lo único que quedó para mí es 'lo que tengo puesto y el pan que como. ¿Quién se llevó el resto? Los empresarios y los bolicheros. Ahora, ni jubilarme puedo".
El panorama en la zona aledaña a la mina —donde se deposita la escoria, la piedra desbrozada a la que los mineros de profundidad no pueden extraer más provecho— no es mejor; allí, le pesada tarea de limpieza fina de las piedras corre por cuenta de las mujeres y los niños, diseminados a lo largo de un terreno de varias hectáreas. Cada trabajador tiene a su lado una inmensa pila de piedras: es el desecho que fueron dejando a lo largo de varios años de trabajo, siempre en el mismo sitio. "No vaya a creer que es tan sacrificado; una se acostumbra con el tiempo". La resignación proviene de Aniceta Pérez (39, seis hijos), quien, sin darse cuenta de la magnitud de sus afirmaciones, cuenta despreocupada, y a medida que lo realiza, las características de su trabajo: "Primero cargo los dos baldes con piedra, ¿ve? Después los llevo hasta la cuna—una especie de zaranda o criba— y los tiro en su interior. Terminado esto, voy hasta el arroyo y lleno los baldes con agua; después, la voy volcando despacito sobre la piedra, mientras la zarandeo. Luego de este primer lavado, puedo seleccionar el mineral que realmente sirve, nunca más de dos o tres piedritas de poco peso. A veces ni siquiera se saca eso. Bueno, no me voy a ir por las ramas. Sigo así todo el tiempo hasta que junto una cantidad considerable (nunca más de un kilo por día). Entonces voy al arroyo y lo lavo bien, me lo llevo a casa y lo muelo, para hacer un polvito. Finalmente, lo entrego en la mina y me dan 500 pesos. Le parece poco, ¿no?"
Advirtiendo el asombro de los periodistas ante el relato, Aniceta trepa ágilmente un monte, escarba entre las piedras y vuelve con una, reluciente: "Tome, se la regalo. ¿No es linda? Parece de oro. ¡Ah! Hoy tienen suerte porque llegaron en un día de sol: en invierno, tenemos que romper la escarcha que se forma en el arroyo antes de ponernos a trabajar".

(sigue)

 

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