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LA FIEBRE DEL ORO
La serranía de San Luis reserva
sorpresas al visitante desprevenido: detrás de cada cerro puede surgir un paraje de
belleza increíble; en general inundado de verde, aunque, a veces, el color predominante
es el del mineral que más abunda en la composición de cada suelo. La Carolina no es una
de estas excepciones, especialmente en otoño, cuando el follaje de los árboles se
confunde con el ocre de las rocas y el adobe de los techos de sus 60 casas. Un almacén,
una o dos viviendas y el centro cívico construido por orden de su nuevo Intendente son
los únicos edificios que escapan a esa regla general. El resto, más o menos remozado, se
conserva igual que en 1792, cuando el pueblo fuera fundado oficialmente; desde mucho antes
se conocían y codiciaban las riquezas auríferas de la zona. Los profesores Ricardo
Capitanelli y Mariano Zamorano, en su trabajo Geografía regional de la provincia de San
Luis, (Editorial Edipa, 1971), brindan interesantes aportes para la historia carolinense.
En el capítulo dedicado a la etapa de conquista de la región, otorgan especial
importancia al proceso ocurrido en Carolina: "Un lusitano de nombre Jerónimo
descubrió el oro de La Carolina y obtuvo licencia del gobierno de Chile hasta 1820
parte del territorio de la provincia de San Luis pertenecía a Chile para su
explotación; pero al poco tiempo falleció él y el propietario de la tierra, don Tomás
Lucio Lucero. Las labores quedaron suspendidas. Más tarde, un tal Bartolomé Arias Renjel
cateó y obtuvo utilidades. Al parecer no realizó excavaciones, sino que se benefició de
los llampos (mineral menudo y superficial). Llevó el oro a Córdoba y revolucionó así a
los cordobeses, porteños y puntanos que pronto afluyeron a La Carolina, al extremo de
motivar la intervención de Sobremonte". En efecto, el camino que aún hoy conduce
desde el caserío a la entrada de la mina, así como otros secundarios que también se
conservan, fueron construidos por orden del marqués de Sobremonte, entonces gobernador de
Córdoba y luego virrey, quien había decidido intervenir la mina para evitar los
desórdenes socioeconómicos producidos por la afluencia de gran cantidad de aventureros
buscadores de oro.
Pero el auge terminó tan abruptamente como había comenzado: un buen día, la
producción decayó y, para reactivarla, fue necesaria una gran inversión. Nadie estuvo
dispuesto a hacerla y el pueblo quedó con su destino ligado al lavado de la escoria.
Claro, más tarde surgió el wolfram, pero no todos se resignaron: hasta hace pocos años,
en épocas de grandes lluvias o temporales, no eran pocos los que tomaban sus ya gastadas
fuentes de madera y pasaban días y días lavando piedras con la secreta esperanza de
encontrar una pepita salvadora.
En 1972, ya nadie busca oro en La Carolina. Sólo algún desocupado lo intenta como
último remedio. Quedan sí, muchos testimonios vivientes de las épocas de esplendor. Por
ejemplo, el de José Zabala (57, cinco hijos), uno de los últimos capataces de la mina.
"Desde 1945 fui capataz general de La Carolina. Había cuarenta personas trabajando
cuando la cerraron después del 50. Hacia 1955, el gobierno de Perón la había reabierto,
comenzando nuevamente los trabajos, pero vino la revolución que la volvió a cerrar y nos
dejó definitivamente sin empleo. Ahora, si queremos sobrevivir, tenemos que ir rumbeando
para otros lados". El tono de Zabala es descriptivo, sin reproches ni quejas:
"Tengo 50 gramos de oro aquí, en esta bolsita, pero no los vendo; prefiero mostrarlo
a los visitantes, como propaganda de la región. Mi fuente de ingreso, es, ahora, la
ganadería, tengo un campito con ovejas. No da mucho, pero permite ir tirando".
Zabala, con paso lento pero muy seguro, va remontando el camino de la mina, con una
pala en una mano y una fuente en la otra. Se apresta a recrear, para los periodistas,
todas las tareas necesarias para extraer el oro. El agua que surge desde la boca de la
mina abandonada es cristalina, permitiendo distinguir la increíble brillantez aurífera
del cauce que atraviesa. Zabala vuelca una palada de mineral sobre la fuente, se agacha en
la orilla del arroyo y, con rara habilidad, comienza un acompasado movimiento,
manteniéndola semi-sumergida. Pasa así más de media hora: el silencio es general.
Finalmente se levanta triunfante. Se acerca al fotógrafo y exclama: "Acá
tiene". En el fondo de la fuente, mirando con mucha atención, se descubrían dos
puntitos brillantes, menos que una décima de gramo. Sin embargo, el entusiasmo de JZ no
decae: "Cuando junta una cantidad suficiente de orito, lo mezcla con mercurio
para amalgamarlo. Una vez bien unido, aprieta la bolita así, con un trapo, fuerte,
fuerte, para sacarle todo el mercurio. Una vez bien seco, lo quema un poco para eliminar
toda impureza. Y entonces basta morderlo con los dientes o frotarlo con una piedra para
darle ese brillo lindo que tiene. ¿Vio? Ahora sí, ya lo puede vender. Si tiene suerte,
le darán mil pesos por gramo".
DEJAD QUE LOS TURISTAS VENGAN AQUÍ
Pero en La Carolina también
ocurren otras cosas, existen nuevos intereses. Una decena de personas Intenta recuperar
para el pueblo su antigua tradición agrícola-ganadera. Entienden, no sin razón, que es
la única salida que tiene la región. "Retornando a la ganadería se recuperarán
definitivamente las fuentes de trabajo, y el progreso, aunque lento, ya no conocerá más
retrocesos". La afirmación proviene de Rodolfo Serondo Ovando (45, juez de Paz de la
comarca y ganadero especializado en la cría de corderos tipo karakul), quien se ha
convertido en uno de los líderes de la tecnificación agrícola de la zona.
Esa tendencia, generada hace sólo un par de años, encuentra un entusiasta
propulsor en el joven intendente de la comuna, José Blanchet Rubio (29, dos hijos), quien
brinda un panorama total de las necesidades actuales y las perspectivas futuras: "La
radicación de gente nueva influyó en el cambio de mentalidad económico-social de la
zona, que no desdeña el aprovechamiento turístico de la jugosa historia minera". Y
en este último aspecto, los progresos son notables ya que los más altos niveles de la
autoridad provincial apoyan la iniciativa: "Estamos procurando incluir a La Carolina
dentro de los planes de promoción turística puntana. Si bien el camino no es perfecto,
el hecho de estar a escasos 30 kilómetros de Río Grande, donde llega el pavimento,
facilita las cosas. Además, la belleza panorámica es un argumento irrebatible",
explica Mario Romano (35, una hija), director de Turismo de la provincia de San Luis. Los
primeros pasos ya se están ejecutando. Mientras tanto, a la espera de ese futuro
salvador, los 250 habitantes continúan agachados, esparcidos entre el pedrerío, tratando
de rescatar los últimos, agónicos tributos del wolfram.
OTELO BORRONI
fotos: MARIO PAGANETTI
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LA
HISTORIA QUE VERÁN LOS PORTEÑOS
Nadie mejor que el propio Dalmiro Sáenz (45,
nueve hijos) para explicar la trama argumental del film que se rodará en La Carolina:
"Será una fusión de dos cuentos míos, cuyos títulos hacen referencia al calibre
de ciertos rifles (30-30 y 44-40), y reflejará historias ocurridas en nuestro Sur, a
principios de siglo. Todo el clima, la gente, las costumbres, constituyen algo así corno
el Far West argentino. El pueblo de La Carolina, a pesar de estar en San Luis, nos
pareció el mas apropiado para la filmación, tanto por el clima como por el aspecto.
Desde el momento en que lo vi, me fascinó una idea: parece destinado a ser participe de
gestas millonarias; ayer proporcionó oro; luego, wolfram, y ahora, escenario para una
película en la que se invertirán varios centenares de millones de pesos. A pesar de
semejante riqueza, es probable que los pobladores sigan siempre sólo con lo que tienen
puesto".
De todas maneras, habrá que esperar a septiembre de 1972, cuando comiencen los
trabajos definitivos de filmación, para ver el efecto que produce en el pueblo. Mientras
tanto, a manera de adelanto. Siete Días reproduce cinco párrafos seleccionados del
cuento que dará titulo a la película. Sólo falta una aclaración realizada por el mismo
Sáenz: "Si bien hace cuatro o chico años ya había adaptado 30-30 a guión
cinematográfico, debo reconocer que, desde el comienzo de mi trabajo de redacción, desde
la primera idea que tuve, lo concebí todo como si en lugar de escritor, fuera un director
de cine".
...
Nadie lo vio llegar, y mucho menos Morgan,
que estaba de espaldas en ese momento asegurando dos bolsas de semilla junto al asiento
del carro.
Pero lo cierto es que estaba ahí; montado en ese bayo encerado, sin gestos, sin
sonido, sin pilchero, sin perros, como si en la mitad de la calle hubiese crecido una
estatua inverosímil.
Cuando dijo "Morgan", la palabra cayó en el polvo del pueblito sin
nombre en el norte del Chubut, y cuando la volvió a repetir, pareció que fueran las
mismas sílabas que él levantaba del suelo para volver a ofrecerlas al hombre que unos
segundos más tarde se iba a dar vuelta todavía sin la cara de terror que lo
acompañaría durante los pocos segundos que siguió viviendo.
El primer disparo le atravesó la cabeza. Morgan todavía no había caído al
suelo, cuando una sucesión de balazos desmoronaron la yegua zaina, entre las varas del
carro y entre los aullidos de los perros, primero Corbata y después Limay, que alcanzados
en la paleta desparramaron sus muertes junto al cadáver de su dueño.
Ahora la calle se llenó de gente, salieron de las casas, del almacén, del
boliche, del hotel de la esquina, sin darse cuenta que estaban formando parte de un
círculo cuyo centro era el hombre que ahora voleaba la pierna sobre el anca de su
caballo, y tocaba por primera vez el pueblo con sus botas de taco alto y sus espuelas
grandes, mientras aún conservaba en su mano un Winchester 30-30 con el cerrojo abierto...
...
Solo hay una forma: desafiarlo a pelear
a cuchillo.
¿Qué?
Sí, a cuchillo, me fijé en sus manos, no tiene los dedos tajeados, no debe
ser cuchillero dijo con sencilla seguridad, como lo hubiera dicho el padentrano
Silveyra.
...
Treinta-Treinta se había dado vuelta y
caminaba despacio, (levando el Winchester como una muleta ociosa bajo el brazo izquierdo y
cuando aquél se incorporó dejando con suave respeto en el suelo el cadáver del
que le había otorgado un nombre, una violencia imperativa, justiciera y el mandato
perentorio de su amor y de su odio se detuvo sin llegar a darse vuelta, pero miró
un poco sobre su hombro, como esperando. Forester embistió y fue ése el momento
importante en ese pueblito sin nombre en el norte de Chubut, porque la órbita y el sonido
que la culata del Winchester produjeran ese día, perduró para siempre en el recuerdo de
esos hombres, que ahora, de espaldas a los hechos, se alejaban vencidos, del segundo de
los Forester, que con la mandíbula destrozada por ese culatazo, indiferente, desdeñoso,
velocísimo, aullaba de dolor en el suelo con la cara entre las manos.
Y volvieron a sus trabajos, a sus chacras, a sus semillas, a sus arados, a sus
mujeres, a sus hijos, mientras Treinta-Treinta quedaba dueño de ese pueblo que parecía
no interesarle en absoluto, recorriendo su única calle, viviendo y comiendo en el hotel,
entrando a veces en el almacén y tomando lo que necesitaba, primero ante el estupor
disimulado, luego la indignación callada y por ultimo la indiferencia de sus dueños.
Porque ahora aceptaban esa dependencia como habían aceptado otras, como las secas,
como la erosión, como los vientos, como los precios cada año más bajos de sus cosechas
llevadas a través de la distancia larga, pisoteada por los bueyes y por las mulas.
...
.. .y el que lo mate tiene derecho a
los veinte mil terminó de decir el más chico de los Forester, y el murmullo de
aprobación que siguió a sus palabras se prolongó horas después en las casas
respectivas, ante bocas entreabiertas de asombro ante la magnitud de la cifra y los ojos
abiertos ahora nuevamente de miedo ante la idea de ser ellos los autores de esa muerte,
ante la idea de afrontar nuevamente la posibilidad de la elección.
Veinte mil. ¿Te das cuenta? Veinte mil.
Pero, ¿cómo?
No sé cómo, pero tiene que haber alguna forma.
...
Ahora era Mary junto a Treinta-Treinta,
llorando y haciendo fuego sobre las últimas espaldas ya lejanas. Inclinada sobre el
cuerpo, abrazó su cabeza y después de un rato dijo seriamente:
No sé si estás muerto o si estás vivo, pero sé que en algún lado tenes
que estar, porque los hombres como vos no desaparecen. Sé que me estás escuchando, sé
que sabes ahora que yo no sabía nada cuando te saqué tu Winchester.
Entre la sangre de la cara, los ojos de Treinta-Treinta estaban cerrados, el pelo
empapado sobre la frente parecía una pincelada más intensa. Ella prosiguió:
Si estás vivo voy a curarte y vas a ser mío para siempre y si estás muerto
voy a enterrarte y vas a ser mío para siempre.
Levantó la cabeza y a través de sus lágrimas miró el desierto que aparecía
entre las últimas casas, ahí donde el pueblo ya se acababa, miró hacia atrás, y la
cara de su padre la miraba a través del vidrio de la ventana, miró hacia el costado y en
la calle vacía flotaba casi inmóvil el humo de sus propios disparos, miró hacia arriba
y en el cielo sin nubes, no, había nada. Después inclinó su cabeza y dijo:
Treinta Treinta.
Como los párpados estaban abiertos, ella alcanzó a ver el cielo reflejado en las
pupilas. No dijo: "¡Dios mío!", pero volvió a repetir:
Treinta Treinta. |
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