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Casi siete millones de votos a favor
del candidato peronista Héctor Cámpora hundieron ruidosamente, el 11 de marzo de 1973,
los diversos proyectos políticos que durante los dos años anteriores había elaborado la
oligarquía militar argentina para permanecer en el poder. Como la victoria de Cámpora
había sido desestimada completamente por la facción gobernante, lo que ocurrió el mismo
día de la elección, y los días siguientes, produjo una cadena de reacciones de
perplejidad que se propagó del oficialismo al seno mismo del peronismo.
La camarilla de jefes del arma de la Caballería que desde 1955 domina al
Ejército, distribuye los destinos, impulsa los ascensos y marca la política del país en
su totalidad, había llegado a consustanciarse de tal modo con los intereses de la
oligarquía, que tomó su derrota política por la derrota de aquella. Este fue,
seguramente, el último error de esta camarilla, que al llevar al general Lanusse al poder
político y militar, sin intermediarios, se privó de la ventajosa posición de ejercer su
influencia desde una línea secundaria. El viejo axioma de que el poder desgasta y todo el
poder desgasta totalmente, fue vivido por la casta de la Caballería y corporizado en su
figura más sobresaliente, el general Lanusse. Otros errores se habían acumulado a lo
largo de los dos años anteriores a la elección de Cámpora: la hipótesis de que un
Perón corrupto y senil podría vender por dinero su apoyo a la candidatura presidencial
de Lanusse; la torpe seguridad de que Perón no correría el riesgo personal de descender
en Ezeiza; la incorregible jactancia de suponer que si Perón escogía como candidato a un
odontólogo bonachón, desechando a un general de la Caballería, simplemente revelaba que
no tenía interés en que aquel fuera finalmente ungido.
Hubo un momento en que Lanusse pareció estar a la altura de "il
Gattopardo", decidido a que algo debía cambiar para que todo siguiera como estaba.
Pero la filosofía del príncipe siciliano estaba construida sobre la propia renuncia
personal, asentada en la crueldad de un largo y meditado abandono del poder, justamente
para que el poder continuara en el mismo lugar en que había estado durante siglos. En la
mitad de su aventura, el falso Gattopardo argentino reveló su propensión a parecerse al
oportunista Don Tancredi y consideró que si algo debía cambiar para que todo siguiera
como estaba, quien debía cambiar era Perón, no él.
Fue esta obstinación del segundo tramo de su gobierno el que llegó a confundir
momentáneamente el buen juicio de muchas personas bien intencionadas, quienes dedujeron
incorrectamente que si la suerte de la oligarquía argentina se jugaba al éxito de
Lanusse y éste había fracasado, la oligarquía estaba derrotada. Dicho de otro modo:
para no perder el apoyo de los intereses económicos tradicionales del país y de sus
socios mayores del exterior, Lanusse acentuó su dependencia de ambos, en un esfuerzo por
hacerles ver que si él perdía, todos serían destruidos. En esta etapa, Lanusse realizó
un meritorio esfuerzo para no dejar ninguna duda: al personero de la Standard Oil en la
provincia de Buenos Aires, Arturo Mor Roig, lo reforzó como ministro del Interior; al
director financiero de la General Motors, Jorge Wehbe, lo designó ministro de Hacienda, y
a su propio primo-hermano Ernesto Lanusse, director de la compañía norteamericana Agar
Cross, lo puso en el Ministerio de Agricultura y Ganadería, asegurando el monumental
negocio de los fertilizantes en el campo argentino para la corporación multinacional
Adela. Los aliados locales recibieron también su tajada, y en octubre de 1972 el valor
venal de una hectárea de campo en las fértiles llanuras de la provincia de Buenos Aires
había superado el millón de pesos (mil dólares), mientras los precios internos de la
carne limpiaban los bolsillos de la población y amontonaban las utilidades de los
propietarios rurales.
Empero, Lanusse no vio que intentaba jinetear sobre dos cabalgaduras, error
imperdonable en un profesional de la Caballería. |
Pretendió que los
intereses tradicionales lo secundaran en su misión de seducir a Perón y para
convencerlos de sus buenas intenciones reales llenó de testaferros de los Estados Unidos
a su gabinete y aumentó las ganancias de estancieros y gerentes criollos. Pero
simultáneamente ahuyentó al pueblo argentino de cualquier remota posibilidad de apoyo,
desnudó irreparablemente la naturaleza de su régimen y lo que había acumulado en
pacientes meses de demagogia interna y externa, se le escapó a borbotones en los noventa
días anteriores a la elección.
La fase final de la dictadura de Lanusse estuvo jalonada por el dramático
contrapunto de un hombre que no deseaba dejar el poder, aunque para quedarse había puesto
en juego su promesa de abandonarlo y la convicción de millones de personas de que este
hombre debía irse sin falta. En la medida en que el sentimiento creció y se hizo la
consigna de multitudes, los mismos intereses que lo habían encumbrado y exprimieron al
país con su visto bueno, comprendieron también ellos que no podían continuar atados a
su suerte personal. El dinero es temeroso y cualquiera podía entender en los últimos
tiempos que el hombre exasperado y sombrío que amenazaba desde las pantallas de la
televisión los sentimientos de millones de argentinos debía marcharse, porque los buenos
negocios podían echarse a perder. Lanusse repitió -con sus rasgos propios- el cuadro
final de Onganía, confirmando que el hombre es el único animal que tropieza dos veces en
el mismo lugar, y que esta condición humana es particularmente apreciable si además
pertenece al arma de caballería.
Lanusse y su camarilla vivieron la elección del 11 de marzo como una situación
extrema y las masacres que salpicaron al régimen revelaron que existían en ellos los
condimentos morales para llegar a la guerra civil. Pero ésta parece, por el momento,
detenida en sus límites actuales de la guerrilla urbana y la contrainsurgencia militar.
Consecuentemente, a pesar de que Lanusse viviera el comicio como una auténtica
guerra civil, los vencedores de la contienda electoral cometerían un error si llegaran a
asignarle a la designación de Cámpora otro sentido del que tiene: una tregua en la larga
lucha del pueblo argentino con los intereses económicos internos e internacionales que lo
sofocan y le impiden manifestarse plenamente.
La oligarquía terrateniente sigue allí, atrincherada en sus posesiones,
completamente desentendida de la desgracia persona! de su altivo aunque defenestrado
personero. Las grandes corporaciones internacionales continúan en el mismo lugar,
lanzando al primer plano a sus testaferros, que en la segunda fila rumiaban, impacientes
como potrillos, la llegada de un gobierno popular para poner a prueba sus propias
aptitudes de adaptación. Los intereses imperialistas continúan en su sitio, controlando
la diplomacia, los medios de comunicación de masas, la educación. No tardarán en
reorganizarse dentro de las mismas tiendas del ejército vencedor, ellos sí seguros de
que algo debía cambiar para que todo continuara como está.
Una propuesta ciertamente dudosa para un pueblo cuyas vanguardias saben que para
que nada quede como está, todo deberá cambiar. |