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crónicas del siglo pasado

REVISTERO

roberto aizemberg
el artista, indaga, recibe, trasmite

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Los datos biográficos de poco sirven para penetrar el mundo de este incansable inventor de imágenes surreales. Es internándose en sus dibujos y pinturas, explorando la riqueza de sus ideas modeladas con la luz, cinceladas hasta la perfección con el color, como se llega a conocer su pensamiento. "Mi obra es una excrecencia de mi mismo", dice él. Al recorrer con sus propias palabras ese doble paisaje, en esta entrevista para crisis realizada por Ana Godel, Aizemberg nos descubre otras zonas, otras perspectivas interiores de su obra: esa enigmática, bella, profunda latitud donde el misterio siempre señala nuevos senderos a la imaginación.

Revista Crisis
1973

 

 

 

¿Cómo se produjo tu primer encuentro con el surrealismo?

Fue en el Museo de Bellas Artes, aquí en Buenos Aires, donde vi una tempera de un pintor de quien ya no recuerdo el nombre. Aunque no tenía sino la imaginería surrealista, igualmente me aproximó a la apariencia de un mundo mágico, onírico, y me conmovió bastante. Después conocí la obra de Dalí a través de una excelente monografía. Sin embargo, no logré incorporar la totalidad de lo que significaba —o significaría—, para mí. Era un universo demasiado extraño, un impacto demasiado fuerte, al menos para mi realidad consciente. Porque mi primer encuentro verdadero con el surrealismo, el más profundo, el definitivo, se produjo al descubrir la obra de Batlle Planas, y más aún, cuando lo conocí a él.

¿Qué hacías en esa época?

Iba al taller de Antonio Berni. Dibujaba mucho —era, lo reconozco, un alumno muy aplicado— y conservo de esa época dos dibujos, lindos pero sumamente académicos. Ya había comenzado a dibujar, antes de ir a ese taller, de una manera un poco casual, casi inconsciente, haciendo trabajos que tenían ciertos rasgos simbolistas. Por ese entonces, todo se desenvolvía en mí de un modo gradual, todo se desencadenaba muy lentamente, sin que el mundo externo ejerciera influencias visibles. Había en mí como dos caminos paralelos: uno pertenecía al adolescente educado en el quehacer cotidiano y convencional —ser un buen hijo, estudiar, tomar la sopa— y por el otro, asomaba la visión larvada, informe todavía, de eso que se llama la vida interior. De esa vida yo no tenía la menor idea hasta que un día, por azar, me encontré frente a una obra de Batlle. Creo que fue en el año 1948. Iba caminando por Florida y entré en la galería Peuser, dónde había una muestra colectiva. No recuerdo a ninguno de los artistas que participaban. El único que perdura en mí es Batlle y la obra que allí exponía.

¿Fue un deslumbramiento?

Absoluto. Total. Fue el hallazgo de la tierra prometida. Nunca más, nada en toda mi vida me ha deslumbrado tanto como el conocimiento paulatino de la obra de Batlle. El fue mi maestro en todos los aspectos: tanto en la dinámica del trabajo como en la comprensión —al principio muy dificultosa y después cada vez más lúcida— del instrumento de trabajo que él nos enseñaba a utilizar: el automatismo. Que es el sistema del surrealismo para desarrollar la investigación en todas sus direcciones. Charlábamos muchísimo: largas charlas que duraban toda la tarde de los sábados y mientras pintábamos o dibujábamos. Era una forma de trabajar, claro. Con Batlle aprendí a pintar, que era lo que yo quería, ya que con el dibujo me desenvolvía bastante bien. Creo que hay en mí una facilidad natural para el dibujo, en cambio tenía grandes dificultades con el manejo del color.

¿Qué tipo de dificultades?

Bueno, sospecho que eran de tipo psicológico. Pienso que el color en el arte, como en la vida, es justamente, vida. El dibujo, en cambio, es como la osamenta de la obra. Creo que al dibujar el artista piensa, más que al pintar. Yo nunca tuve dificultades para dibujar; tenía, sí, problemas para conectarme con la gente, con el mundo. El color, que siempre significó para mí algo vital, carnal, como la sangre, me planteaba de alguna manera problemas similares a los que me planteaba la vida. De allí nace, supongo, esa difícil relación. No entendía cómo realizar, por ejemplo, las mezclas. Trabajaba con colores muy crudos, nada entonados. En síntesis: no sabía pintar.

¿Y cuánto tiempo te llevó lograr una "buena relación" con el color?

Mira, te diría que todavía estoy tratando de lograrla. Esa investigación que comenzó por los 50 continúa con la misma pasión, con el mismo fervor. En la medida en que uno se adentra en el conocimiento de uno mismo y del oficio creo que uno se vuelve, no sé si más humilde pero sí más consciente de las propias limitaciones y de que hay un mundo por descubrir más vasto aún que el conocido hasta ese momento. Además, a mí me interesa conseguir —y es también un modo de respetar mi naturaleza interior—, que me exige trabajar de una manera extremadamente minuciosa que cada una de las imágenes que se me presentan sea procesada en la tela o en el papel de una manera perfecta. Milímetro por milímetro. Es fácil entender entonces que esa investigación de que te hablaba se desenvuelva lentamente, y que haya infinidad de ideas que están ahí, esperando ser realizadas. Pero hace tiempo que he aceptado esa preocupación mía por una terminación perfecta. Por otra parte, es una cuestión de goce. Gozo muchísimo cuando logro terminar un trabajo de esa manera.

¿El placer sería, entonces, un componente importante de tu trabajo?

Bueno, no creo que una obra tenga que hacerse con el sufrimiento, al contrario. Quizá resulte egoísta, pero hay un placer enorme, para mí, en el hecho de pintar. Y otra fuente de goce en este trabajo es la investigación. Recuerdo ahora con cierta nostalgia la época en que iba al taller de Batlle, ese tiempo de búsquedas, de descubrimientos, de estar a la pesca de la presa milagrosa. Una pesca en aguas profundas, de las que podía surgir a cada instante una sorpresa, una sirena, otra luna. Ahora también me sucede, aunque en menor medida. Pero si uno se larga a bucear verdaderamente en las profundidades, si uno se deja llevar por el fluir interior y toma el lápiz o el pincel, y la mano comienza a desarrollar movimientos autónomos —sin ningún preconcepto, como decía Bretón, ni moral ni estético, ni de ninguna otra índole— entonces suelen salir cosas asombrosas. Uno dice que salen de adentro porque mira la mano, el lápiz y descubre que hay algo, una forma, que se despliega allí en el papel. Mira alrededor y no ve nada. Claro, nada que se parezca a esa forma. Entonces uno mira hacia adentro y supone que viene de allí. Siempre queda una incógnita: ¿acaso esa imagen flota realmente en el aire y uno la ve con ojos distintos de los habituales? Picasso decía que nadie podía imaginar de qué distantes lugares le "venía" a él su obra. Esa es, creo, la universalidad del mensaje que él recogió y trasmite.

En ese caso, ¿cual sería el papel del artista?

Pienso que el artista es un muy buen receptor-trasmisor. Una especie de aparato, llamémosle así, en el cual la naturaleza, por motivos azarosos e inexplicables, ha especializado la aptitud para recibir y trasmitir. Klee definió al artista como aquel que hace visible lo invisible. Y volviendo a mi idea del receptor-transmisor, creo que el verdadero artista es aquel que logra desentrañar leyes muy complejas del universo entero. Vaya uno a saber de qué manera, por qué conductos, esas leyes —las mismas que rigen el comportamiento de una piedra o de una estrella— se reelaboran en el interior del artista. Después, por lo que considero un privilegio enorme, él puede crear. Y quiero aclararte que el término "creación" me molesta, dado el tipo de enfoque que yo tengo sobre el quehacer plástico. Mi tarea ha sido siempre para mí un medio sumamente concreto para llevar a cabo ciertos objetivos: para una reflexión permanente, para tratar de entenderme y —modestamente—, entender a los demás y al mundo que nos rodea. En alguna medida, se parece a la tarea de un filósofo. El filósofo piensa, en voz alta o baja. Y escribe. En lugar de escribir, yo pinto o dibujo el resultado de mis pensamientos. En última instancia, creo que mi obra es una excrecencia de mí mismo. Una constante indagación sobre la conducta, la ética y la estética. La mía y la de los otros.

¿Como se da, en la tarea concreta, el proceso de esa indagación?

Debería contarte cómo surgen mis trabajos. No siempre tengo una idea completamente definida de lo que voy a hacer al comenzar un óleo o un dibujo. Aunque para cada imagen, internamente, hay una claridad enorme y sé con precisión cómo la quiero hacer. Después, a lo largo del trabajo esa imagen se va modificando; en realidad, es una búsqueda constante- de coincidencias entre lo que "veo" interiormente y lo que está afuera, es decir, lo que va apareciendo en la tela o el papel. Cuando esas dos imágenes, o mejor dicho, cuando la idea y la imagen se corresponden exactamente y no existe el más mínimo desnivel entre, digamos, el adentro y el afuera, el trabajo está terminado. Por supuesto, hay transformaciones durante este proceso: por ejemplo, nunca sé, al comenzar, cuál va a ser el color de un trabajo. Sé cómo me gustaría —en verdes o rojos— pero no lo tengo decidido de antemano.

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Sería como el dibujo interior de un paisaje al que le falta la luz...

Exactamente. La luz y el color. Porque también podría estar pintado en grises, es decir, iluminado pero sin color. Sí, en realidad es eso: una vaga sensación que se va perfilando cromáticamente. Y ahora que lo pienso creo que esto quizá se relaciona con esas dificultades frente a la paleta que te mencioné antes. Supongo que siempre hay una especie de premonición frente a un trabajo, pero hay artistas para los cuales todo parece estar planteado previamente: idea, línea y color. Por ejemplo, Rómulo Macció: él trabaja de una manera que da la sensación de que "ve" sus cuadros hechos antes de pintarlos. Parecería que los elementos de su pintura - línea, color y drama- están "dados" antes de comenzar una pintura. Por otra parte, los problemas que él se plantea frente a la tela son muy distintos a los míos. El es un expresionista: el drama es esencial en su pintura. En cambio, yo trabajo con la luz: en mi obra hay un tratamiento de la luz que podría hacer pensar en una idea renacentista de la pintura.

¿Nunca sentiste la tentación de abandonar el surrealismo para enrolarte en otras corrientes de la plástica?

No, nunca. Desde el momento en que me di cuenta de que allí estaba el medio para desarrollarme como artista jamás pensé en dejar de ser surrealista. Hasta el momento pienso —aunque parezca un enfoque ortodoxo— que no existe otro sistema de conocimiento y de creación más valedero que el surrealismo. Porque, evidentemente, no es un estilo, ni una escuela: es una filosofía.

¿También una forma de vivir?

Sí, también una forma de vivir. O quizá de ver el mundo.

¿Pensás que en tu caso se cumplen todos los postulados del surrealismo?

En algunos aspectos sí, en otros no. Claro, uno no es un organismo coherente en todas sus conductas: tiene altibajos, contradicciones. Es casi imposible lograr un equilibrio total. En la vida de todos los días, por ejemplo, no soy surrealista. Creo que nada surrealista. Pero sí en cierto tipo de pensamiento aparte de mi obra— que manejo en mi relación conmigo mismo y con el mundo externo. Además, como el surrealismo es un pensamiento esencialmente revolucionario, en alguna medida se relaciona con otro tipo de pensamiento que trata de modificar las condiciones en que vive el hombre y las sociedades que conforma. Una de las características del surrealismo es su condición dinámica, su flexibilidad: cada individuo aporta lo suyo. Y uno de sus principios básicos —libertad total para crear y para amar— sustenta también los fundamentos de las ideas más avanzadas. Esa libertad, se entiende, estaría puesta al servicio de la vida. Porque una de las cosas más importantes del surrealismo es su enorme amor a la vida, y la permanente lucha por una existencia mejor y más completa. Creo que en todas las épocas el hombre ha librado una lucha feroz entre esas dos tendencias: la tendencia a la vida y la tendencia a la muerte. No sólo el hombre: también, claro, las sociedades más primitivas y las más organizadas, y el conjunto de sociedades entre sí. En la naturaleza y en cada organismo viviente se da ese antagonismo.

Pero a esa lucha, a esa antítesis vida-muerte, el hombre añade un elemento más, que es su capacidad para destruir, para aniquilar la vida.

Es cierto, a lo largo de todos los tiempos el hombre ha sido el gran depredador. ¿Por qué? Quizá porque su propia organización interna lo lleva a conducirse así. Y aquí podríamos hablar de la violencia, que es una parte de la razón de ser del cosmos. Está, existe, es real y aparece en todo proceso de vida y de pensamiento. Yo diría que hay una violencia buena y otra mala. Una que tiende o que pone todo su esfuerzo a favor de la vida y otra que se vuelca en pro de la muerte. He creído a veces en que habría que desterrar la violencia de las relaciones humanas. Pero hoy pienso que la violencia debería encauzarse en tratar por todos los medios de lograr una violencia productiva, que construya en lugar de destruir. Hay actos violentos que modifican cosas de un modo positivo. Ciertos actos violentos que aparentemente no lo son están transformando cosas. Al pintar, por ejemplo, se ejerce violencia sobre la tela, se está modificando algo dentro de uno.

¿Y cómo repercute en tu obra la violencia de afuera? ¿Una violencia exacerbada, feroz, como la que se ha desatado sobre el pueblo chileno?

Me hiere, como ser humano violentado por esa violencia espantosa. ¿En qué medida todos esos acontecimientos, u otros, se reflejan en mi obra? Bueno, mi respuesta inmediata es tratar de que mi obra sea mucho mejor de lo que es hasta ahora. Dadas mis capacidades y mis limitaciones, intentar que mi pintura sea más importante, mucho más elocuente. Y tratar, sobre todo, que sea una estructura de vida. Pienso que hay que tener una extrema lucidez y conciencia con respecto a las propias capacidades y limitaciones, ¿no es cierto?. Yo no soy un político ni un luchador. Nada de eso. Mi lucha está específicamente puesta en el trabajo plástico, mis armas son los pinceles. Picasso, que probablemente era un tipo mucho más jugado que yo en algunos aspectos, decía que la pintura es un arma de lucha contra el enemigo: un arma para vencer la opresión y la oscuridad. Creo que hay que tener plena conciencia de que un pintor no es un guerrillero.
De todos modos, si yo fuera un artista a quien se le planteara un compromiso directo con determinados aspectos de la realidad externa, estaría haciendo quizá una pintura panfletaria, anecdótica. Pero creo que esa no es una labor que le corresponde al arte. Existen otros medios para expresar repulsa o protesta por los acontecimientos externos. Y cuando digo anecdótico no hago una critica: anécdota es lo bueno y lo malo que nos ocurre a diario. Es que la realidad lo incluye todo, es un perpetuo entrecruzamiento de planos que se mueven sin cesar. Tratamos de simplificarla, generalmente, en lugar de meternos en la tremenda complejidad de lo que sucede.
Pero volviendo a tu pregunta sobre la repercusión, en mi trabajo, de lo que pasa afuera, te diría que un artista, por más impresionado que esté por esos hechos está al mismo tiempo un poco lejos. No porque no los sienta, nada de eso, sino porque para "dar su versión'' debe distanciarse en cierto modo de ellos. Hasta cuando se compromete a fondo con lo que ocurre está usando esta objetivación, como hizo Picasso al pintar Guernica. ¿Cuál fue su respuesta como artista ante un acontecimiento tan terrible? Un testimonio alucinante, una obra magnífica y una respuesta vital. Creo que esa es la actitud de un verdadero artista: responder siempre con la vida.
En cuanto a mí trato de replantearme siempre todo. ¿Por qué aceptar el mundo tal cual es? Ha sido construido sin nosotros. Es absurdo, e injusto aceptarlo como nos es dado. La actitud de cuestionarlo todo, de hacer esa "revolución permanente" que propone el surrealismo, sería, a mi juicio, una de las maneras reales, verdaderas, de cambiar la vida, de transformar al individuo y modificar la sociedad.

(entrevista por Ana Godel)

 

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