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crónicas del siglo pasado

REVISTERO
DE ACÁ

Reportaje al Riachuelo
Crónicas del río color de petróleo

El reflotamiento de cascos hundidos -recién iniciado- y algunos estudios puestos en marcha sobre la contaminación de las aguas actualizan el tema de su saneamiento. Una coyuntura que Siete Días aprovecha para exhumar la historia, leyendas y tragedias que encierra el oscuro cauce de Buenos Aires
(continuación)

Revista Siete Días Ilustrados
mayo 1972

 

 




Valentín Petcoff: "el agua en la Boca, era muy trasparente"

 

 

HISTORIAS JUNTO AL RÍO
La lucha contra el río, la necesidad de comunicar sus orillas y activar en la zona el tráfico de personas y mercaderías fue la causa que esgrimió el Cabildo de Buenos Aires para autorizar en 1799 a Juan Gálvez la erección de un puente de madera en el mismo recodo donde funcionó el primer servicio reglamentado de botes, bautizado, por tal motivo, Paso de la Canoa. Una vez instalada la estructura, severos inspectores del gobierno determinaron que estaba en condiciones de servir al tránsito de "cristianos y carretas", razón por la cual se le otorgó la concesión de peaje a su constructor a cambio de seiscientos pesos fuertes anuales.
El celo de los peritos del Cabildo no llegó, sin embargo, a advertir uno de los primeros negociados en obras públicas de que se tenga noticia en el Río de la Plata: Gálvez, en vez de hacer la estructura con maderos de tres pulgadas de grosor, empleó tablas de dos y cuarta, por supuesto mucho más baratas. Bautizado —y rebautizado— sucesivamente como Puente Gálvez, Puente Madera, Puente de Barracas, la obra fue destruida durante las Invasiones Inglesas para evitar el avance de las tropas de Beresford. En 1829 la reconstruyó un carpintero de la ribera y duró hasta las inundaciones de 1858, en que fue destrozada por la correntada.
El antiguo Paso de la Canoa quedó huérfano de puente hasta que en 1871 se erigió allí un andarivel diseñado por el pintor Prilidiano Pueyrredón. El proyecto del célebre artista contemplaba el tránsito de carruajes, ganado y peatones y, también, una insólita plataforma giratoria para el tránsito fluvial. Pero antes de ser librado al servicio, quizá por una falla en los cálculos de resistencia, el mamotreto se desplomó sobre el Riachuelo. Pese a que el gobierno reconstruyó la obra —y quizá como secuela del disgusto—, Pueyrredón falleció un año antes de su inauguración.
Trece años más tarde —y tal vez porque así lo marcaba la tradición— el barrio de Barracas volvió a quedarse sin puente: en 1884 una sudestada arrasó los maderos y metales de la estructura. Para comunicar a las ya populosas poblaciones de Avellaneda y Buenos Aires volvió a erigirse un cruce provisorio que funcionó precariamente hasta 1903, el que fue reemplazado más tarde por otro levadizo que estuvo en funciones hasta 1931, año en que se construyó una moderna estructura apta para un tránsito de ocho mil vehículos diarios. Era la época de oro del Riachuelo: en un solo año, el puente debió abrirse 1.153 veces para dejar paso a 1.397 embarcaciones, según consta en los minuciosos registros del Ministerio de Obras y Servicios Públicos. Todo fue azaroso hasta que en 1970, el viejo puente levantó sus brazos por última vez.
Desde entonces, un nuevo cruce de ocho carriles y capacidad para cien mil vehículos por día une Avellaneda con Barracas. Fue necesario invertir cerca de 1.800 millones de pesos viejos para que el Paso de la Canoa —como algún viejo registro aún menciona al punto exacto donde se construyó el nuevo puente Pueyrredón— quedara enlazado con la costa sur del Riachuelo.
Pero otros cruces encierran detalles poco conocidos: cerca de la desembocadura (donde el semáforo del Riachuelo indica permanentemente la altura del río mediante un sistema de señales visuales), el puente Nicolás Avellaneda lanza su moderna estructura de 1.630 metros de largo y 23 de altura normal, por la cual atraviesan anualmente un millón y medio de vehículos y quince millones de peatones. Muy cerca de él, sobreviviéndose a sí mismo, el Almirante Brown y su trasbordador —conocido por los vecinos de la Boca como "canastitas"— detenido eternamente en la ribera porteña.
Hacia el oeste aún sigue en servicio el puente Bosch y más allá el Vélez Sarsfield, en tanto que a la altura del barrio de Nueva Pompeya se yergue la estructura española del Uriburu, rebautizado popularmente como Puente Alsina. Su constructor, el ingeniero Santiago Piatti, ordenó que un equipo de camarógrafos filmara todos los detalles de su ensamble, incluso el desembarco de las mayólicas españolas, mosaicos franceses y los tambores de pintura metálica alemana con que se lo protegió por primera vez. En 1930 su costo ascendió a un millón 315 mil pesos.
Quince años después de habilitado, el puente Uriburu inauguró dentro de sus dependencias un servicio de baños públicos, cuyos destinatarios actuales son los habitantes de las villas de emergencia aledañas, quienes toalla y jabón en mano frecuentan "las termas de Pompeya", como se las llama sardónicamente.
Cerca de un letrero que hace saber a la clientela que "hay agua caliente", Ernesto Odierna —jefe de las "termas"— muestra un arcaico reglamento redactado en 1945, cuyo segundo artículo limita la permanencia de los pulcros habitúes: "Los baños no podrán ser ocupados por más de 25 minutos", prescribe. De todas maneras, las 32 duchas logran bañar diariamente a las 130 personas que hacen uso del servicio, "un lujo que no pueden darse en sus casillas", según Odierna.
Otras carencias, aunque parezcan extraídas de un viejo libro del Virreinato, dan cuenta de tarifas más insólitas: en Villa Jardín, a cien metros de Buenos Aires, sobre la orilla sur del Riachuelo. Allí, todas las mañanas, recorre las calles una flotilla de cinco carros aguateros. De tracción a sangre, venden el litro de agua a dos pesos, entregado a domicilio.
El servicio funciona diariamente, incluso sábados o domingos. "De otra manera, la población sólo se abastecería cuando llueve", ironizó desde el pescante de uno de los carros Miguel Ángel Tomaselli, un aguatero de quince años de edad "y tres de experiencia en el servicio". Pese a tan precarias condiciones, los sufridos pobladores del collar de villas que se erigieron en torno al curso del Riachuelo, enfrentan el peligro constante de los roedores que pululan en sus costas, las emanaciones tóxicas que se desprenden de las aguas y la proximidad de los basurales aledaños al Puente de la Noria, último cruce que marca el límite suroeste de la ciudad de Buenos Aires, río de por medio.
"Antes de la Conexión teníamos que caminar quince cuadras para buscar el agua. Cualquier recipiente servía: baldes, tachos de combustible en desuso, hasta bolsas de polietileno. Anduvimos de petitorio en petitorio, juntando cada vez más firmas. Pero Obras Sanitarias siempre nos negó el servicio —acusa una vecina de una villa cercana al Puente de la Noria—; entonces, juntamos unos pesos y compramos los caños. Los tendíamos de noche, para evitar que alguien nos denunciara. Y el 25 de mayo del año pasado hicimos la Conexión. Desde entonces tenemos doce canillas en el barrio". La maniobra —clandestina, ilegal— fue la única solución que encontraron los villeros para solucionar el déficit. "En verano —confió a Siete Días una asistenta social— el agua se convierte en un verdadero remedio: su escasez es una de las principales causas de las diarreas estivales, cuando no de la mortalidad infantil".
Pero el agua también es un peligro. "Cuando viene la creciente (y eso puede ocurrir en cualquier época del año, a cualquier hora del día o de la noche), hay que tomar rápidamente las cosas más indispensables y huir". Carlos Iriguán —44, correntino, vecino de Villa Maciel— sobrellevó estoicamente la inundación de 1958, cuando el río superó en 3,85 metros su nivel normal. "Fue terrible —recuerda—: desde los edificios más altos el Riachuelo era un gran lago que cubría casi cinco cuadras a cada lado de su cauce. Hubo muchos muertos y desaparecidos. Aún ahora, los días de humedad, me parece estar oliendo el gusto a petróleo que quedó sobre la villa".
Ese es el único panorama flotante que hoy se vislumbra desde cualquier costa del Riachuelo: sin navegación (ya que la estructura fija del nuevo puente Pueyrredón limitó el tráfico en el curso superior a barcazas de poca altura), el agua baja como un arroyo sucio y pestilente, vaciadero de desperdicios, óptimo hábitat de ratas y alimañas. "Lo for-export es propiedad de La Boca —filosofó un jubilado de la Vuelta de Rocha—, pero la suciedad y el mal olor es común a todo el territorio del Riachuelo".

PARA SALVAR AL RIACHUELO
El viejo poblador suele pasar las tardes frente al río, observando desde su silla —una verdadera atalaya— el movimiento de barcazas frente a la isla Maciel. Es uno de los vecinos más antiguos y en su memoria florecen las épocas de esplendor: "El agua era trasparente —dice Valentín Petcoff, frente a su domicilio de Carlos Pellegrini 1459)— y en La Boca atracaban las lanchas pesqueras con sus cajones repletos de pejerreyes y dorados. Yo tenía un bar en la esquina de Pellegrini y Las Heras, en el mismo local que usaba Ruggierito para jugar a la taba y levantar quinielas y, también, emborrachar a sus partidarios. Era la época del Farolito Rojo, un lupanar muy famoso apañado por influyentes personajes de la política".
Cerca de allí, el botero Francisco Padovano (57, miembro de la aún no institucionalizada cooperativa que presta servicios a cuatro mil personas diarias junto al puente Nicolás Avellaneda) acepta que el pasado no volverá: "El agua ya es petróleo, los peces desaparecieron para siempre; en esta suciedad ni un bagre podría vivir". Quizá por eso, porque debajo del imponente arco del puente la profundidad de doce metros se convierte en una trampa mortal, el lugar es elegido cada tanto por algún candidato a suicida. "Nos tocó salvar a muchos —recuerda Padovano—, que al arrojarse desde lo alto quedaron flotando sobre el agua. Siempre tienen suerte: nosotros estamos constantemente abajo y los vemos caer. A veces quedan agarrados de algún espigón y piden socorro".
Aunque los viejos pobladores, muchos de los cuales saborearon los peces capturados en las corrientes del Riachuelo, insistan en que veinte años atrás las aguas permitían la pesca con caña en cualquier punto del recorrido, la polución se remonta a la instalación de los primeros mataderos, las antiguas curtiembres que industrializaban en la zona los cueros acopiados en el interior de Buenos Aires. Ahora a los habitantes del área de influencia del Riachuelo poco les importa que por ese cauce se descarguen anualmente medio millón de toneladas de madera o 180 mil de arena.
Según cálculos realizados por el Consejo Federal de Inversiones —uno de innumerables organismos oficiales que estudió la contaminación de las aguas— un matadero necesita por cada res sacrificada alrededor de cuatro metros cúbicos de agua: la carga contaminante eliminada por esa industria es por cada animal procesado semejante a los desechos evacuados por una población de doscientas personas. Una curtiembre contamina, por cada tonelada de cueros producida, el equivalente al líquido cloacal eliminado por cuatro mil personas.
El ingeniero Osvaldo Postiglioni (30, titular de la División Agua y Desagües de la Secretaría de Salud Pública) considera que el problema es grave: "El Riachuelo es el primer exponente argentino de lo que puede suceder cuando en un río no se toman medidas que controlen su contaminación". Los análisis realizados en 1968 por el Servicio de Hidrografía Naval y Obras Sanitarias, en 39 puntos del trayecto fluvial, demostró la existencia en dosis alarmantes de materias fecales, petróleo, detergente, grasas orgánicas y vegetales, cloruros, sulfatos, sulfuras y sustancias minerales en suspensión. Es que la estabilización de los desechos requiere alto contenido de oxígeno —imprescindible para el equilibrio biológico y la vida de bacterias aerobias, que intervienen en el proceso— y el Riachuelo carece absolutamente de él. La vieja fórmula química del agua {H2O} resulta en el seno de ese riacho una mera utopía. "Esas burbujas que se suelen observar —informa el ingeniero Postiglioni— no son más que borbotones de gases sulfhídricos que emergen desde el lecho". A la inexistencia de oxígeno disuelto en el agua se debe agregar la capa aislante que forman sobre la superficie los hidrocarburos y grasas animales. "Una verdadera coraza —informó un ecólogo de Salud Pública— que impide que intervenga en el equilibrio el oxígeno del ambiente".
Mientras en algunos organismos oficiales se barajan nuevos proyectos para evitar la polución ambiental (rígido control de desagües industriales, caídas artificiales para aireación del agua, entubamiento de todo el trayecto no navegable), la Prefectura Naval Argentina resolvió eliminar los cascos hundidos que impiden la navegabilidad de su curso. Mediante una gigantesca grúa de 250 toneladas de capacidad, y con el concurso de una decena de hombres ranas —del equipo de Salvamento y Buceo de la Prefectura—se extraerán las 52 embarcaciones encalladas a lo largo de su recorrido.
Cuando hace quince días comenzaron las tareas de limpieza, una vieja leyenda volvió a flotar en la memoria de los vecinos de Avellaneda: "En septiembre de 1949 se hundió la balandra Gurí I, que durante muchos años fue usada por José Ferrarotti para cruzar a los obreros del frigorífico La Negra —recuerda Andrés Testi, un jubilado del matadero—. Una mañana el bote apareció volcado y dos días después se encontró el cadáver de Ferrarotti". El sumario, redactado en la Prefectura de la Boca está fríamente caratulado: "Naufragio y muerte dudosa". Aunque los peritos determinaron su hundimiento a causa de un sorpresivo rumbo en el casco de madera, la leyenda le adjudica al accidente un trasfondo pasional. Cierta o no, la especie tiene basamento en la realidad: todos los 6 de septiembre, cerca del sitio del siniestro, una misteriosa mujer, vestida de negro, desciende de un lujoso automóvil. Se acerca a la orilla del agua, se persigna, arroja un ramo de flores al Riachuelo y parte velozmente, en dirección norte, hacia la gran ciudad.

 

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