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crónicas del siglo pasado

REVISTERO
DE ACÁ

Un río cuenta su historia

la historia de los pueblos suele acompañar a la de un río y la aparición del libro "Paraná, el pariente del mar", no sólo confirma esa coincidencia: brinda el aporte informativo más completo que se conozca sobre una importante y tradicional región argentina

Revista Siete Días Ilustrados
enero 1974

 

 



Horacio Quiroga según Alejandro Sirio

 

Resulta común entre los viajeros. Atraídos por el lugar que acaban de visitar, se interesan por iniciar el acopio de datos que complementen las imágenes recogidas, que los ilustren sobre las historias lugareñas y el origen de sus poblaciones. Desde luego, semejantes inquietudes suelen tropezar con inconvenientes: no existen, generalmente, compilaciones que abarquen todos los rubros que motivan la curiosidad de los visitantes. Estos deben afrontar vastas bibliografías, una labor que, desde luego, desalienta a muchos.
La reciente aparición de 'Paraná, el pariente del mar' (470 páginas, de editorial Biblioteca, de la ciudad de Rosario), una cuidada edición en gran formato y profusamente ilustrada, puede satisfacer la necesidad de información más variada. Paraná... aparece justamente con 'Santa Fe: el paisaje y los hombres', otra obra que integra la colección Imagen, una serie que según Rubén Naranjo y Rodolfo Vinacua —director y asesor, respectivamente, de la Editorial Biblioteca, abarcará la visión total del país.
Por lo pronto se sabe que la tarea no será simple. Naranjo debió asistirse de un staff compuesto por 30 especialistas y recurrió a los informes y trabajos de 66 colaboradores, para realizar Paraná...
El aspecto geográfico, la flora y la fauna ribereña, el complejo sistema fluvial y la historia de los conquistadores, se suceden metódicamente a los capítulos que narran las obras de poetas y escritores que se ilustran con óleos, grabados y fotografías de prestigiosos artistas.
Siete Días adelanta a continuación el capítulo titulado El Paraná como decorado y trascribe una breve evocación del paraje ribereño donde trascurrió parte de la vida de Horacio Quiroga.

Marcos Sastre, el mismo que reuniera en el salón de su librería, en 1837, a Echevarría, Alberdi, Gutiérrez y otros jóvenes que juraban con los primeros fervores del romanticismo militante, llamará la atención, en 1958, con El Tempe Argentino, una obra descriptiva, centrada notoriamente en el énfasis de los valores de la naturaleza. Afincado en la localidad de San Fernando, frente a las islas y riachos del Delta, Sastre olvidó los ecos de su salón literario y las peripecias de su vida nómade para cantar las bellezas del paisaje ribereño. En esta empresa, no vaciló en agregar a la descripción del Delta otra del Paraná, río que se desfleca allí en pintorescas corrientes menores antes de convertirse, para la etapa final de su recorrido, en el Río de la Plata.
"El río Paraná, el Nilo del Nuevo Mundo, llamado por algunos el 'Mississipi de la América del Sud', ha recibido como éste, de los aborígenes, un nombre que expresa su amplitud y magnificencia. Paraná en la lengua guaraní significa padre de la mar..."; así dice Sastre en el capítulo tercero de su libro, y el entusiasmo de los términos comparativos que emplea concuerda con su sentimiento de admiración por los elementos físicos del escenario dominado por el Paraná, desde su nacimiento en el Brasil hasta el abrazo gigantesco del Delta.
Parte de este escenario será utilizado algunos años después por Ricardo Gutiérrez para situar la acción de su poema Lázaro (1869).
Una estancia a orillas del Paraná, y una isla en la que Lázaro y un grupo de gauchos sublevados contra la autoridad buscan refugio, pertenecen a una región vagamente sugerida por la mención de Baradero. La escasa nitidez de la geografía corresponde en el poema con la de los datos crono-lógicos: la acción se ubica en tiempos de los virreyes y no da más que un débil enmarcamiento a la definición del personaje protagónico, de Lázaro, un gaucho que vive en el ejercicio permanente de su libertad.
Igual función de decorado cumple el paisaje en el poema de Martín Coronado, El voto, aunque situado esta vez con precisión en los rasgos típicos de las barrancas de San Lorenzo. En cambio, en los rápidamente difundidos versos de Rafael Obligado, el paisaje, sin violentar la función decorativa, deja de servir a una acción dramática exterior para expresar los sentimientos de nostalgia del propio poeta. El hogar paterno, En la ribera, El seibo, El nido de boyeros, Camalote errante, Autobiografía, Protesta, se demoran en cálidos recuerdos infantiles o se duelen por el tránsito de los bienes del pasado. Así las estrofas iniciales de El hogar paterno:
¡Oh mis islas amadas, dulce asilo 
De mi primera edad! ¡Añosos algarrobos, viejos talas 
Donde el boyero me enseñó a cantar!
¿Por qué os dejé, para encerrar mi vida 
En la estrecha ciudad; 
Para arrojar mi corazón de niño 
De las pasiones en el turbio mar...? 
Como un cisne posado en las riberas 
Del ancho Paraná, 
Así, blanco y risueño, se divisa 
a la distancia mi paterno hogar.

SORDOS RUIDOS
Otra de las variantes de la utilización romántica del paisaje se cubre, como se dijo anteriormente, con el empleo del tema de evocación histórica. La mayor parte de los poemas escritos para celebrar los hechos de armas de San Martín, por ejemplo, incluyen una referencia obligada a las costas de San Lorenzo, el lugar en que San Martín dio su primera batalla contra los españoles.
Enrique Rivarola, en La vuelta del héroe, y Olegario Víctor Andrade, en El nido de cóndores, El 9 de agosto y San Martín, Canto lírico logran buenos modelos de esta combinación. La nómina, desde luego, puede extenderse con holgura, como que la veta de vocación patriótica fue muy densa en las décadas finales del siglo diecinueve.
En la medida en que el romanticismo significa tanto un procedimiento de escuela como una disposición temperamental, y hasta una actitud ante la vida, se explica que numerosas manifestaciones, declaradas o sospechosas de romanticismo, se extiendan mucho más allá de los límites asignados regularmente a su existencia como escuela o moda literaria. En la última década del siglo pasado, en la primera y tal vez en la segunda del presente, son todavía fácilmente perceptibles sus huellas. Es esta situación de hecho, sin duda, la que vuelve más interesante la labor de aquellos escritores que buscan quebrar esa mole de tradición y de inercia en los años que marcan la etapa de transición entre los dos siglos. Una de las formas de ruptura con esta tradición se manifiesta en el nuevo estatuto de relaciones del hombre con la naturaleza. Ni madre protectora, ni paisaje decorativo, ni simple pretexto para la efusión sentimental: la naturaleza comienza a ser, para algunos, un desafío. Se la interroga entonces para descubrir sus secretos, o se va a ella para descubrir el secreto de aquellos que aceptaron su desafío. Esta es, en buena medida, la razón que guía a José S. Alvarez (Fray Mocho), en 1897, a escribir 'Un viaje al país de los matreros'.
"La población más heterogénea y más curiosa de la república es, seguramente, la que acabo de visitar y que vive perdida entre los pajonales que festonean las costas entrerrianas y santafesinas, allá en la región en que el Paraná se expande triunfante."
Perseguidos por la justicia, resentidos sociales, exiliados voluntarios de la civilización de las ciudades, los habitantes de esta región mimetizan, de alguna manera, los rasgos de la naturaleza que los oculta.
El escritor advierte una permanente lucha entre las aguas del impetuoso Paraná y las tierras de la costa, atentas a mantener su dominio y hasta a avanzar sobre el del adversario.
"Este vaivén, esta brega de todos los instantes, da a la región una fisonomía singular e imprime a todos sus detalles un sello de provisariato, un aire de nómade que bien a las claras indica, al menos observador, que ha llegado adonde la civilización no llega aún, sino como un débil resplandor; que está en el desierto, en fin, pero no en el de la pampa, llana y noble —donde el hombre es franco, leal, sin dobleces, como el suelo que habita—, sino en otro, áspero y difícil, donde cada paso es un peligro que le acecha y cuyo morador ha tomado como característica de su ser moral, la cautela, el disimulo y la rastrería que son los exponentes de la naturaleza que le rodea; que se halla en el país de lo imprevisto, de lo extraño; en la región que los matreros han hecho suya por la fuerza de su brazo y la dejadez de quienes debieran impedirlo ..."
TAMBIÉN LA SELVA
Siete años después de que Alvarez diera a publicidad este duro y vivaz reportaje sobre el país de los matreros, remontaba el Paraná hacia el Norte, hacia la región ocupada siglos atrás por las misiones jesuíticas, una expedición de estudio encomendada por el Ministerio de Instrucción Pública. El jefe de la expedición, Leopoldo Lugones, escribió poco después 'El Imperio jesuítico'. Pero el improvisado fotógrafo de aquel grupo de trabajo, Horacio Quiroga, necesitó todavía de algunos años para organizar y expresar los efectos de una experiencia que vino a ser fundamental para su vida.
Quiroga compró tierras en las inmediaciones de San Ignacio, en Misiones, a fines de 1906, y a partir de 1909 se instaló en ellas, iniciando una práctica que, a pesar de largas interrupciones, fue la definitoria de sus años de madurez. Con el Paraná enfrente y la selva misionera a las espaldas, Quiroga se dio a una singular relación con la naturaleza. Como Alvarez en el escenario de la costa entrerriana, tuvo la certidumbre de que la conjunción del Paraná y la selva de Misiones creaba el ambiente justo de una región de frontera, "rica en tipos pintorescos", como señala en la frase inicial del cuento 'Los desterrados'; pero a diferencia de Alvarez, no vio esos tipos pintorescos desde fuera, sino con la mirada de quien participaba de las mismas contingencias y había elegido compartir los mismos estímulos y riesgos. Varios de los relatos más notables de Quiroga tienen como tema el rescate de una anécdota o un momento especial de la vida de estos personajes reclutados azarosamente en aquel rincón de la selva. Otros, como los titulados A la deriva, Los mensú, El hombre muerto, evocan, en cambio, hechos padecidos por hombres anónimos, no tocados por la gracia de ninguna singularidad de carácter. Pero en uno y en otro caso la naturaleza actúa de modo de convertir cada peripecia personal en una situación límite, en una manifestación del destino.
Esta presencia protagónica de la naturaleza no significa, necesariamente, una presencia física preponderante de la misma en los relatos mencionados. El río, la selva, los fenómenos climáticos, aparecen con frecuencia sugeridos o anotados con rápida precisión, según recursos técnicos de un realismo bien parsimonioso. Fuera de los cuentos escritos para niños, esta visión realista de la naturaleza se quiebra una vez, sin embargo, para dar lugar a una composición abiertamente alegórica, 'El regreso de Anaconda'.
Anaconda, una gigantesca boa de diez metros de longitud, cree llegado un día el momento de movilizar a todas las bestias de la selva para emprender de nuevo la eterna guerra de la naturaleza contra el hombre. En vísperas de las lluvias que periódicamente desbordan todos los cauces en la zona del trópico, Anaconda concibe el proyecto de taponar el curso del Paraná para impedir el acceso del hombre. Cuando el diluvio tropical comienza, Anaconda sigue el curso de las aguas sobre una isla flotante, soberbia en su delirio, asumiendo las iniciativas de una empresa que le resultará fatal. Blanco de la puntería de un cazador afortunado, Anaconda muere con la certeza de que su proyecto ha concluido en el fracaso; pero antes de morir puede depositar sus huevos en el cadáver de un mensú, testigo mudo de su acción en la isla flotante, y este gesto parece valer como una apuesta a la reanudación permanente de la lucha entre la naturaleza y el hombre.
Probablemente nunca el curso superior del Paraná y su contorno selvático estuvieron tan próximo de alcanzar la apoteosis literaria como en esta alegoría de Quiroga. Toda la grandiosidad y todo el horror de la naturaleza aumentan con el caudal de las lluvias torrenciales, con el arrastre inimaginable de raíces, de troncos, de camalotes, con el hervor y el espanto de las alimañas que despiertan al llamado de la creciente. Recuérdese este breve pasaje:
"Y la moral de la selva, remontada como por encanto, aclamó a la inundación limítrofe, cuyos camalotes densos como tierra firme, entraban por fin en el Paraná.
"El sol «iluminó» al día siguiente esta epopeya de las dos grandes cuencas aliadas que se vertían en las mismas aguas.
"La gran flora acuática bajaba, soldada en islas extensísimas que cubrían el río. Una misma voz de entusiasmo flotaba sobre la selva cuando los camalotes próximos a la costa, absorbidos por un remanso, giraban indecisos sobre el rumbo a tomar.
"¡Paso! ¡Paso! ¡Paso!, oíase pulsar a la crecida entera ante el obstáculo. Y los camalotes, los troncos con su carga de asaltantes, escapaban por fin a la succión, filando como un rayo por la tangente.
"—¡Sigamos! ¡Paso! ¡Paso! —oíase desde una orilla a la otra—. ¡La victoria es nuestra!"


HORACIO QUIROGA: EL REFUGIO FRENTE AL RÍO
Horacio Quiroga se radicó en San Ignacio, donde fue Juez de Paz y encargado del Registro Civil, en 1911. Allí, con sus propias manos, construyó su casa, que consta de pequeñas habitaciones que servían de sala, biblioteca, dormitorio, taller y baño. En la parte trasera, que mira al Este, se abre un corredor-techado. Algunos ventanales permiten, con amplitud, la entrada de la luz.
La casa estuvo abandonada durante muchos años, expuesta al saqueo y a las ocupaciones arbitrarias. En la actualidad, el mobiliario se reduce a un deteriorado banco de carpintero, algunas mesas y sillas, el armazón de una ama de madera y pocas cosas más. El actual cuidador de la misma es Isidoro Escalera, hijo de Juan Escalera, amigo personal de Quiroga y personaje principal de algunos de los cuentos relacionados con el ámbito misionero, del mejor Quiroga.
La casa de Quiroga, lugar donde éste escribió la mayor parte de su notable producción cuentística, se halla en el predio que fue de su pertenencia. Desde su amplio patio circundado de palmeras, el paisaje es expresivo, sugeridor. Por el frente, pasa el rojo camino que da al cerro Reina Victoria y al puerto de San Ignacio. Pero lo notable es que, se divisa el río. Es que éste fue, justamente el anhelo de su constructor, quien en una carta decía a su amigo Ezequiel Martínez Estrada: "Desde días atrás me había propuesto desmontar yo solo un pedazo de monte para contemplar el parque (de ahí el machete del que le hablé). Comencé -a una o dos horas diarias, hasta que ayer estuve de siete a diez y media y volví cansado ... Mas viera usted lo que es dicho parque con sus hondonadas y su vista doble al Paraná".
A esta casa, Horacio Quiroga la llamaba su "refugio". Y de este refugio salió solamente cuando la salud quebrantada lo llevó lejos, para no volver.

 

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