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crónicas del siglo pasado

REVISTERO
DE ACÁ

Juan Domingo Perón
memoria de un reportero

Alberto Agostinelli
revista siete días ilustrados
julio 1974

 

 




 

Fue una mañana de noviembre de 1968, en el dulce y melancólico otoño madrileño. La lluvia había vaciado las calles, y los únicos transeúntes que toleraban la mojadura compartían un ritual esquinero, el de comprar periódicos. No eran fanáticos de la información sino víctimas de engañosos titulares: "Cese del fuego en Vietnam". Yo había agotado las noticias de ese día —viernes 1º— en la habitación del hotel, a poco que el botones me deslizó el diario por debajo de la puerta. Yo lo esperaba desde hacía tres horas, cuando los nervios me obligaron a capitular en la lucha contra el insomnio. Leyendo me escaparía, aunque más no fuera por media hora, de la ansiedad que me maniataba desde la noche anterior. Precisamente, desde que la voz del secretario de Jorge Antonio zumbó en el auricular, puntualizando: "El general Perón te espera mañana, a las ocho y media. Sé puntual. Podrás hablar con él durante veinte minutos. Con el planillo que te dibujé los otros días llegarás a Puerta de Hierro sin dificultades. Buena suerte".
Durante seis días había estado pendiente de ese llamado. Era mi última carta para llegar hasta el General; los anteriores contactos habían fallado y si esa puerta se cerraba sólo me quedaba una instancia tan desesperada como estéril: intentar burlar el cerco que los guardias civiles mantenían día y noche en torno a la residencia del político exiliado. Era una alternativa ridícula, pero yo tenía 23 años y hasta la más descabellada opción para entrevistar a Perón me resultaba seria y posible. Por suerte no tuve que copiarle ardides a Philip Marlowe.
El llamado de la noche anterior, si bien sirvió para aventar temores, también logró desatar mi impaciencia. Cada diez minutos miraba el reloj con un masoquismo digno de mejor causa, temiendo que Paco Segura, el fotógrafo de Prensa Española que había contratado, faltase a la cita. Finalmente, cuando mi estómago no admitió más café, decidí esperarlo en la puerta del hotel. Cinco minutos más tarde, Paco descendía de un taxi y me saludaba con una sonrisa y un "¡Salud, chaval!". Estuve a punto de recriminarle su atraso, pero tuve la precaución de volver a escudriñar mi reloj: eran las ocho y su puntualidad no admitía reproches. Era yo el que adelantaba.
Trepamos al coche en que había venido y dimos vueltas por Madrid hasta que la edificación comenzó a espaciarse; a los diez minutos penetrábamos en la zona residencial de Puerta de Hierro. No tuve que observar el plano ad hoc que llevaba para advertir cuál era el domicilio de Perón. Tres guardias civiles junto al portón, dos recostados en el Land Rover estacionado enfrente, un oficial apostado en la esquina... Acababa de pagarle al chofer, cuando se volvió para preguntarnos: "¿Os espero?". Le dijimos que no, pero insistió: "Tengo experiencia en este asunto. Los guardias no os dejarán pasar y si me voy deberéis retornar a pie". Paco y yo nos miramos con suficiencia y le dimos las gracias.
El coche no había doblado la esquina cuando ya teníamos a los policías encima: nos palpaban de armas, lanzaban una pregunta tras otra, decían "No" sin escuchar... Por un instante observé con desesperación cómo desaparecía el taxi tras los cercos de ligustrina. Pero el trámite se simplificó antes de que estuviéramos calados hasta los huesos, la lluvia había dejado de arreciar, pero era incesante. El oficial fue hacia el portón, abrió una caja empotrada en el pilar, sacó un teléfono, borbotó frases incomprensibles y finalmente pronunció mi nombre. Allí terminó el susto. Una pequeña puerta practicada en el amplio portón de hierro nos franqueó la entrada.
Cubrimos en silencio los cincuenta metros que nos separaban del porche de la gran casa revestida en granito. Como en las pesadillas, todas las imágenes, los recuerdos infantiles referidos a Perón me tomaron por asalto, Su vozarrón en la radio, su figura sobre el legendario Pintado, cierto fresco popular ensayado en una esquina de Villa Crespo, donde sonreía, uniformado, y me hacía estremecer toda vez que lo veía a través de las ventanillas del colectivo . Más que antecedentes y referencias periodísticas, mi cabeza estaba llena de secuencias fantasmales cosechadas entre los cinco y los diez años.
Un hombre menudo, canoso, sonriente, nos esperaba bajo un alero lateral. Cuando concluyó la entrevista me acerqué a él para conocer su nombre: "López Rega —me dijo— José López Rega".
Ingresamos al amplio hall tratando de no empapar las alfombras, pero fue inútil. De un despacho vecino, aislado de la sala por una puerta corrediza, llegaban voces. Una de ellas se destacaba, grave, rotunda. Era la misma voz que tantas veces había escuchado con una mezcla de admiración y miedo. La puerta se deslizó sobre sus rieles y penetramos en un despacho cálido, revestido en madera, con libros por todas partes, fotografías autografiadas, copas, medallas, mates de plata, de madera, de hueso... En el centro de ese ambiente tras un sólido escritorio de cedro trabajado, sonriente, de pie, estaba Juan Domingo Perón. Traje sport de tweed azul, camisa blanca, corbata gris, cabello negro peinado hacia atrás, me tendió su mano, acompañada por un saludo que derrumbó mis prevenciones y sepultó mi ansiedad: "¿Cómo está, hijo mío?" Creo que demoré dos minutos en advertir a la otra persona que estaba en la habitación. Era el secretario de Jorge Antonio y nos saludamos con una sonrisa. Luego comenzó a desgranarse la charla: al comienzo fue un monólogo del General que me permitió aclimatarme. Si asegurara que no lo escuché con la boca abierta, mentiría. Y en esa suerte de prólogo de Perón —un rosario de comentarios a propósito de nuestra visita—, rociado con bromas, recuerdos y confidencias, comprendí que el prolijo cuestionario que había elaborado y que guardaba en uno de los bolsillos del saco era innecesario. El General transitaba todos los terrenos que podían interesarme—y otros que yo no había previsto— con la misma naturalidad con que encendía sus cigarrillos ingleses.
Lo que dialogamos ese día no es necesario trascribirlo: prácticamente toda la charla fue publicada en Siete Días Nº 86, del 2 de diciembre de 1968. Pero quedaron cosas en el tintero; detalles, observaciones y una que otra respuesta que, por falta de espacio, debí resignar ante los implacables diagramadores de la revista. Releyendo aquella nota, cualquiera puede advertir hasta qué punto Perón se anticipaba a su tiempo, con qué precisión dibujaba —cuatro años antes de su retorno definitivo a la Argentina— la realidad del país que debería gobernar por tercera vez.
"El interés por la cosa pública —me dijo esa mañana—, es uno de los coeficientes de salvación de los países. Cuando todos los ciudadanos participan, esa nación tiene futuro. Cuando no, ese país está perdido. No alcanzan 7 u 8 políticos muy sabios cuando existen muchos millones de ignorantes."
El General no era hombre de ponerse serio durante mucho rato. Era demasiado inteligente y su sentido del humor lo desbordaba en los momentos más inesperados. En cierto momento, antes de deslizarle una pregunta sobre la posibilidad de que muriera fuera de su patria, le pedí que me disculpara si mi inquisición era insolente. Me atajó sonriendo: "Hijo, las preguntas jamás son insolentes. Insolentes son las respuestas".
Mientras hablaba, Perón no permanecía inmóvil, Cada comentario tenía su correspondiente expresión corporal: cuando aludía a temas que lo preocupaban, se inclinaba hacia adelante, fruncía la frente y golpeaba con su índice sobre el cartapacio. Cuando escuchaba, se arrellanaba en el sillón, acomodándose la alianza que lucía en su mano izquierda. Si yo refería mi opinión sobre algo y él compartía ese punto de vista, abría sus brazos y sonriendo, exclamaba "¡Natural!".
Al rato de estar conversando, me parecía vivir una situación irreal. Me sorprendía a mí mismo, interrumpiéndolo en el calor de una discusión, como si estuviera charlando en un café de Buenos Aires con mi mejor amigo. Perón había barrido las distancias. Y la intimidad que ganaba ese encuentro me hacía comprender más que mil ensayos políticos el porqué de su arrolladura capacidad de líder, su increíble potencia de conductor. El 17 de octubre de 1945, cuando las masas ganaron las calles voceando su nombre, yo sumaba siete meses de vida. Cuando fue derrocado, en 1955, contabilizaba diez años. El tiempo que vino después fue, para mí, acopio de lo que pasó. La única referencia profunda que podía obtener de su persona provenía del pueblo; en la rabia contenida de un obrero estaba Perón, en la impotente nostalgia de una villera, estaba Perón. Y en esa mañana de noviembre yo lo tenía frente a mí por primera vez en mi vida. Y con ese hombre, cuya estatura política me abrumaba, yo estaba discutiendo y bromeando como si tal cosa. Pero ése era Perón. El mismo que, mientras me mostraba su casa, me confesó ser hincha de Boca, aunque mucha gente lo creyera simpatizante racinguista. El mismo que me había otorgado veinte minutos de reportaje y terminó conversando conmigo durante tres horas y media. El mismo que me tendió una vez más su mano cuando ascendía al automóvil que me regresaría al centro madrileño. El mismo que vi por la luneta trasera del coche, mientras nos alejábamos, saludando con una mano en alto, parado en el centro de la angosta calle. El mismo que hoy llora todo un pueblo.

 

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