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crónicas del siglo pasado

REVISTERO
DE ACÁ

17 DE OCTUBRE DE 1945
HUGO GAMBINI

A los 34 años, Hugo Gambini —además de sufrir por Vélez Sarsfield— prepara su tercer libro, Los presidentes derrocados, y no parece dispuesto a cambiar de profesión; sus originales, al menos, sirven para testimoniarlo, después de haber transitado por las redacciones de Vea y Lea, Leoplán, Crónica, Crítica y Panorama. Desde hace años milita en el equipo del semanario Primera Plana, donde continúa desatando los nudos de una excelente Historia del peronismo. A mediados de 1968, sin embargo, otra crónica —El Che Guevara— trepaba los escalones de todas las listas de best-sellers. Esta segunda vez recae también sobre Gambini la responsabilidad de cercar el episodio capital del movimiento peronista. Editorial Brújula es la encargada de ubicar este mes, sobre los estantes de las librerías, la extensa historia de un día, el 17 de octubre de 1945, que seguramente no estará lejos de las posibilidades de aquel primer best-seller —27 mil ejemplares en tercera edición—, uno de cuyos fragmentos, La segunda tentativa, SIETE DÍAS presenta como anticipo.

Revista Siete Días Ilustrados
marzo 1969

 

 

 

La aventura de organizar una marcha sobre Buenos Aires, a pesar del primer fracaso, había revelado entusiasmo y resultó una experiencia interesante de repetir. Sólo se trataba de obtener un concurso más numeroso de trabajadores para poder formar columnas compactas, imposibles de detener. La policía, que se había mostrado benévola con los manifestantes peronistas, sería un magnífico aliado para penetrar en la ciudad y ganar los lugares estratégicos.
Esos lugares eran dos: el Hospital Militar y la Casa de Gobierno. Una multitud reunida frente a cada uno de esos edificios iba a presionar —pensaban los peronistas— para conseguir la reposición del líder en todos sus cargos. Pero esta vez la organización debía ser sincronizada, dentro de lo que se podía lograr en esos momentos, y por eso se lanzó la consigna en todos los sindicatos peronistas de "concentrarse frente a los lugares de trabajo para marchar desde allí hacia el centro de Buenos Aires". Cada organización gremial adicta al paro tenía la obligación de destacar a un hombre encargado de trasmitir las consignas y preparar la marcha en cada uno de los establecimientos fabriles más importantes. La tarea, teóricamente, parecía ímproba; pero el entusiasmo de los convocados iba a suplir con creces las posibles fallas de organización. Un rumor valioso alentaba a todos: "La policía está con nosotros".
En las primeras horas de la madrugada del miércoles 17, frente a las fábricas de Avellaneda y Lanús y junto a los frigoríficos de Berisso, comenzaron a forrearse grupos de obreros dispuestos a marchar en dirección a la Capital Federal, llevando banderas argentinas y retratos del coronel Perón. Al principio sólo se trataba de una docena de hombres decididos, pero a medida que fueron aumentando y se pudo establecer contacto con otros talleres cercanos, creció la efervescencia. La cantidad de manifestantes de cada grupo no superaba las 200 personas y estaba muy lejos de acercarse a los cálculos previstos, pero de todos modos eran cifras suficientes para largarse a la segunda aventura. Ya vendrían más.

"QUERÍAN MATAR A PERÓN"
Los matutinos del miércoles 17 publicaron el texto completo de las declaraciones exclusivas formuladas a la agencia británica Reuter por el ministro Avalos, en las que éste aclaraba la contradicción entre un comunicado policial del sábado 13, que anunciaba la detención del coronel Perón, y otro del Ministerio de Guerra desmintiendo esa noticia. "El comunicado policial —dijo— está equivocado. Perón fue invitado a trasladarse a la isla Martín García, en nombre del presidente de la República y en el mío propio, a fin de evitar que se cometiera algún atentado contra él. No es un secreto que querían matarlo y que la multitud pedía a gritos su cabeza. Yo hice la Revolución con el coronel Perón y además soy ministro de Guerra; jamás hubiera cargado con la responsabilidad y la vergüenza de su muerte. Y es doloroso tener que señalar que se pidiera la muerte de Perón cuando éste estaba caído e indefenso. Por lo demás, afirmo como ministro de Guerra que no hay ningún cargo contra el coronel Perón y que, por lo tanto, los rumores que han circulado acerca de su enjuiciamiento no son más que eso: rumores sin valor."
En otra parte de sus declaraciones Avalos restó toda importancia a la actividad de los peronistas en esos días, calificándolos de "elementos desplazados que han tratado de crear disturbios para hacer fracasar al gobierno", y se jactó de su respaldo. "La base del gobierno es inconmovible y todas las Fuerzas Armadas argentinas le dan su apoyo", dijo, sin pensar, tal vez, que la semana trascurrida desde la renuncia de Perón no había servido aún para consolidar políticamente a ese gobierno. Sus mismas declaraciones lo acababan de revelar en otro párrafo: "Actualmente estamos gestionando con el procurador general de la Nación, doctor Juan Alvarez, la creación de un gabinete de civiles integrado por personalidades respetables y apolíticas. Hasta el momento no se ha concretado este proyecto, pero confío en que el doctor Alvarez logrará éxito, día más o día menos". Pero ya no habría "día más o día menos".
Algo de esto parecieron entender los altos oficiales de Campo de Mayo, en la mañana del 17, cuando recibieron los primeros partes policiales dando cuenta del "avance de columnas obreras sobre la Capital". Las cifras, tal vez exageradas por los comisarios peronistas del Gran Buenos Aires, revelaban la formación de columnas de decenas de millares de personas por Avellaneda y Sarandí. Al recibir los partes, el jefe del Regimiento 10 de Caballería, coronel Gerardo Gemetro, trató de comunicarse con Avalos por teléfono. Lo consiguió después de pacientes tentativas y le pidió autorización para "detener a esa gente con el Ejército, si la policía no puede hacerlo". Avalos le dijo que se quedara tranquilo "porque no va a pasar nada" y lo despidió con un saludo muy cordial.

LAS COLUMNAS DE ENSENADA Y BERISSO
A las 7 de la mañana los obreros de la carne se reunieron en Ensenada y Berisso para organizar la huelga general. Algunos intentaron obtener la adhesión del comercio de esas localidades y llegaron a obstruir el reparto de pan y leche, que quedó demorado por una hora. La llegada de los diarios porteños y platenses, donde se informaba de las gestiones para constituir el nuevo gabinete (sin peronistas) y de las proposiciones de entregar el poder a la Corte Suprema, provocaron un estallido de indignación entre los huelguistas. Alguien propuso comprar todos los ejemplares y prenderles fuego, operación que se llevó a cabo en contados minutos. Una parte fue quemada y la otra arrojada a las aguas del canal, para concluir más rápido con la tarea de inutilización.
Mientras tanto, otro piquete de obreros se encargó de suspender el servicio de ómnibus que une Ensenada y Berisso con La Plata y de paralizar el traslado de personas en botes por el canal central del puerto, para interrumpir las comunicaciones entre las dos localidades obreras. Esto provocó el cierre de las escuelas por ausencia de maestros y alumnos y creó el primer síntoma grave de confusión entre los habitantes.
A la una y media de la tarde los huelguistas se concentraron en la plaza de Ensenada y desde allí partieron en dirección a La Plata. Un importante contingente de obreros que venía de Villa San Carlos (barrio de Berisso) se les unió a mitad de camino. Al llegar a La Plata, a las 4 de la tarde, la manifestación fue recibida en el Paseo del Bosque por un grupo de peronistas que los estaban aguardando desde el mediodía. Ese grupo había colaborado en la interrupción del trasporte hacia Berisso y Ensenada, desde las 5 de la mañana, hora en que se estacionaron en la esquina de las calles 1 y 60 para impedir la circulación de ómnibus y tranvías hacia aquellas localidades. Lograron también amedrentar a los comerciantes con una agresiva marcha por la diagonal 79 y que finalizó en plaza San Martín.
En la esquina de 1 y 60, donde hubo oradores improvisados que reclamaron el apoyo al coronel Perón, se concentró nuevamente todo el grupo y cuando se sumó a ellos un contingente rezagado que entró por diagonal 80 la columna se puso en marcha. Por la calle 50 desembocaron en 7, la arteria principal, que los llevó hasta plaza Italia. De allí siguieron ruidosamente hasta 49, donde se pararon a cantar el Himno Nacional. Al pasar frente a la Universidad de La Plata (cuyas paredes estaban escritas con leyendas adversas a Perón y frases burlonas) la manifestación descargó violentos insultos contra los estudiantes e intentó apedrear el viejo edificio.
Reanudada la marcha, la columna había sido engrosada por empleados y obreros municipales de reciente designación, a los que se les dio asueto. Una vez frente a la Casa de Gobierno, donde se estaba efectuando la entrega del mando al interventor federal interino, general Sáenz, se reclamó a gritos la libertad de Perón. Sáenz accedió entonces a recibir a una comitiva de manifestantes (integrada por Hipólito Pintos, Alfonso Wylle, Héctor Reyes, Ricardo Giovanelli, Alfredo Cavelli, Clementina S. de Reyes, Pedro Degean y Ernesto Cleve) que preguntaban por Perón. Se les respondió que el coronel estaba en el Hospital Militar solamente por su afección a la pleura.
Terminada la concentración, la columna retomó la calle 7 en dirección al camino de acceso, donde esperaban varios camiones para trasladar a todo el grupo hacia Buenos Aires. Pero antes de irse los manifestantes prefirieron probar algunos proyectiles que habían acumulado en las plazas (maderas, ramas de árboles, cascotes) y fueron a apedrear los frentes de la agencia del diario La Prensa y el Banco Central; las vidrieras de Lutz Ferrando y Jacobo Peuser; y la puerta del Jockey Club. Un grupo desprendido de la columna atacó, por su cuenta, las sedes sociales de los clubes Estudiantes y Gimnasia y Esgrima, y concluyó su tarea en la casa particular del presidente de la Universidad de La Plata, Alfredo D. Calcagno. En esta casa la pedrea fue intensa y provocó graves destrozos.
El último grupo, finalmente, decidió quedarse en la ciudad para continuar su tarea de "ablandamiento" e impedir que las calles fueran copadas luego por los antiperonistas.
Su labor más espectacular se llevó a cabo frente al edificio del diario El Día, donde fueron volcados dos automóviles de esa empresa, ante la pasividad de la policía. El segundo ataque consistió en romper las pizarras del diario El Argentino y las vidrieras de la casa Pernas, de donde se extrajeron toda clase de mercaderías. Recién a las 9 de la noche, una vez terminada esa labor, apareció un contingente policial "dispuesto a impedir desmanes", según dijeron los oficiales que lo comandaban. Indignadas, las autoridades de la Cámara de Comercio, Propiedad e Industria de la Provincia enviaron un telegrama al ministro del Interior denunciando que "personas al grito de ¡Viva Perón! obligaron al comercio y establecimientos industriales de La Plata, Ensenada y Berisso a cerrar sus puertas y exigieron a los obreros que abandonaran sus tareas".

PUENTES LEVANTADOS
Cuando los camiones cargados con obreros de Berisso y Ensenada llegaron al borde de la Capital se encontraron con una sorpresa: los puentes de acceso habían sido levantados. El Riachuelo, con su profundidad para buques de gran calado y sus aguas fétidas y oscuras, los separaba de la ciudad. Desde las nueve y media de la mañana el puente Pueyrredón estaba levantado, impidiendo el paso de las primeras columnas de trabajadores que intentaron iniciar su marcha desde Avellaneda. En ese lugar se fueron encontrando, guiados por idéntico objetivo, los grupos procedentes de La Plata, Quilmes y Lanús. Todos portaban carteles alusivos a sus sindicatos, banderas argentinas y retratos del coronel Perón. Sus estribillos exigiendo la adhesión del resto de los trabajadores motivó el cierre del comercio en Avellaneda (sobre las avenidas Mitre y Pavón), por temor a un ataque contra las vidrieras. El levantamiento de los puentes se había producido poco después que penetraran en la ciudad las primeras columnas de manifestantes, aquellas organizadas en la noche del martes 16. El general Avalos había dispuesto esa medida de precaución "para evitar el ingreso de agitadores", y su orden fue cumplida apenas se avizoró la llegada de una ruidosa manifestación identificada en sus carteles como Unión Obrera del Petróleo. Lo que no pudieron impedir fue que el personal de la Dirección General de Navegación y Puertos (afectado al Riachuelo) se uniera a los obreros del frigorífico Anglo y se adelantara a la clausura de los accesos. "¡Tenemos que levantar el puente!", avisaron los obreros encargados de esa tarea, y la noticia corrió como un reguero. En pocos minutos todos los trabajadores que estaban en los alrededores aprovecharon para cruzar.
La gran concentración de obreros en el centro de Avellaneda provocó la interrupción del tránsito y creó un clima de agitación mayor. Alguien sugirió obstruir las calles para impedir que circularan los tranvías y entonces un grupo se animó a trasladar decenas de rieles apilados cerca de allí hasta dejarlos atravesados de una vereda a la otra. Esta operación, sumada al paro ferroviario que se cumplía casi íntegramente, y al cierre de los accesos, dejó aisladas a todas las poblaciones de la zona sur del Gran Buenos Aires. Avellaneda, Gerli, Remedios de Escalada, Banfield, Lanús, Lomas de Zamora y Temperley estaban incomunicadas y cuando algún tren pretendía ponerse en movimiento, aparecían los piquetes de huelguistas rompiendo señales y colocando pesados obstáculos en las vías. Un convoy que partió de Constitución con destino a La Plata fue detenido en Barracas, a los diez minutos de su partida, y obligado a retroceder con todo su pasaje.
En las estaciones terminales de trenes algunos huelguistas colocaron carteles en las pizarras advirtiendo al público que "la empresa no se responsabiliza por los accidentes que pudieran ocurrir en el servicio durante el día de hoy". De esta forma, la mayoría de los pasajeros desistieron de viajar, y los pocos trenes que anunciaron su salida fueron apedreados. La policía debió sofocar un amotinamiento de obreros ferroviarios producido en Constitución (comenzaban a romper las ventanillas) con una descarga de gases lacrimógenos que produjo corridas en los andenes y tumultos en el hall central.

LA FUENTE DE PLAZA MAYO
Al promediar la mañana, los grupos iniciales de obreros habían llegado a concentrarse en los alrededores de la Casa de Gobierno. Todavía eran muy pocos y no se animaban a exteriorizar sus reclamos de otra forma que no fuera con su presencia, sus banderas y sus retratos. La actitud pasiva de la policía, que en ningún momento intentó dispersarlos, los alentaba a seguir allí "hasta que venga Perón". El calor pegajoso y húmedo de esa mañana sofocaba a todos, y los que más habían caminado para llegar allí optaron por calmar su agotamiento descalzándose y hundiendo sus pies en la vieja fuente de Plaza Mayo. El espectáculo que ofrecían decenas de hombres en camisa, metidos en el agua con los pantalones arremangados y los zapatos en la mano aparecía como una imagen vergonzosa a los ojos de los porteños antiperonistas, acostumbrados a no descuidar detalles de pulcritud y a someterse al saco y la corbata para circular en verano por el centro de la ciudad.
Cerca del mediodía, un fuerte contingente de manifestantes había logrado cruzar el Riachuelo por distintos lugares. La mayor parte lo hizo en botes apostados en las orillas; otros fueron caminando hasta encontrar algún puente aún sin levantar, y no faltaron algunos audaces que se lanzaron a nadar. En las primeras horas de la tarde comenzó a funcionar el trasbordador ubicado frente al frigorífico La Blanca, y por allí cruzaron más trabajadores. Atravesando Barracas, fueron llegando por las calles céntricas hasta la Plaza Mayo, donde una multitud más decidida que numerosa cubría la cuadra de Balcarce, entre la Casa de Gobierno y el monumento a Belgrano. Cada tanto partía de allí una pequeña manifestación que recorría las calles adyacentes gritando en las propias narices de los centenares de curiosos que iban a presenciar el insólito espectáculo.
Lentamente se iban sumando nuevas columnas, no muy compactas, que llegaban por avenida de Mayo. Eran trabajadores de la zona oeste de Buenos Aires; habitantes de los barrios populares de la gran ciudad: Mataderos, Liniers, Villa Lugano, Flores Sud, Villa Luro, Floresta Norte, Villa Urquiza, La Paternal, quienes se encontraban en la calle Rívadavia, el eje de la ciudad, donde convergían todos en dirección al centro. A esa hora, las cinco de la tarde, todo el país sabía que los peronistas estaban concentrándose frente a la Casa de Gobierno sin inconvenientes, y que la policía montada recorría las calles a la expectativa de los acontecimientos. Esa seguridad fue la que decidió a los más remisos a engrosar las columnas. Los barrios obreros de la zona sur (Parque Patricios, Nueva Pompeya, Barracas y la Boca) habían sido los primeros en contagiarse, al ver pasar por sus calles a los obreros que venían de la provincia.
Era el resultado de una infatigable tarea de agitación, emprendida por aquel medio centenar de dirigentes sindicales convocados por Mercante "para movilizar a las masas en favor de Perón". La labor principal, desde luego, estuvo en manos de Cipriano Reyes y su grupo organizado en los frigoríficos, quienes llevaron la iniciativa a las calles. Detrás de ellos afloró después la paciente tarea de los dirigentes peronistas más decididos*, quienes lograron poner en marcha hacia Plaza Mayo a las columnas más importantes.
* Los principales protagonistas de esa movilización fueron: José Tesorieri, Libertario Ferrari, Cecilio Conditi y Hugo Di Pietro (trabajadores del Estado); Valentín Rubio, Néstor Alvarez y Dolindo Carballido (tranviarios); Luis Gilera, Miguel Rodríguez y Luis R. Musagli (ferroviarios); Ángel Gabriel Borlenghi, José Argaña y Abraham Krislavin (empleados de comercio); Antonio Valerga (empleados del vestido); Cosme Givogen y Jerónimo Schizin (marítimos); Joaquín Pollizi (cerveceros); Eusebio Rodríguez, Raúl Pedernera, Vicente Garófalo y José Pepe Suárez (obreros del vidrio); Hilario Salvo y Salvador Avendaño (metalúrgicos); Mariano Tedesco, Miguel Framini, Andrés Framini y Arturo Rodríguez (textiles); Eduardo Seijo y José María Barros (madereros); Germán Salovicz y José Astorgano (choferes). En su calidad de asesor legal, colaboró activamente en los contactos sindicales el abogado Juan Atillo Bramuglia, quien acababa de ser interventor federal en la provincia de Buenos Aires.

 

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