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crónicas del siglo pasado

REVISTERO
DE ACÁ

Elias Castelnuovo: la espada, la pluma y la palabra

Fundador del grupo literario Boedo, polemista inagotable y astuto, periodista, poeta y militante anarquista, su vida es, de alguna manera, el resumen de un siglo convulsionado. La apasionante revisión de una época todavía vigente para la literatura nacional.

Revista Siete Días Ilustrados
septiembre 1975

 

 



 

Todas las mañanas, en el barrio de Liniers, un espigado octogenario de pelo blanquísimo, andar seguro y movimientos armoniosos, recorre las calles mientras hace las compras habituales. Su aspecto, entre romántico y majestuoso —casi un metro noventa de estatura, delgado y erecto como un lápiz, mirada brillante, altiva, y una voz propia del hombre seguro de sí— atrae no pocas miradas. No se trata del característico abuelo de barrio, al que todos estiman y saludan como un elemento folklórico, sino de un hombre unánimemente respetado por todo lo que ha hecho en su vida. Hasta se podría envidiar su tremenda, apabullante vitalidad.
Elias Castelnuovo —una de las glorias de la literatura argentina— a los 82 años hace gimnasia diariamente, sube y baja escaleras, come lo que quiere, escribe y lee sin cesar, se jacta de ser el plomero, carpintero, gasista, albañil y arreglatodo de su casa y duerme ocho horas diarias pues para él "no hay insomnio que valga". Nacido en Montevideo el 6 de agosto de 1893, conoció la más rotunda miseria, practicó cuanto oficio es posible imaginarse, fue militante político casi toda su vida, viajó por el mundo entero, escribió una decena de libros, incursionó en el periodismo, la poesía, la narrativa y el ensayo y, por si todo eso fuera poco, hasta le quedó tiempo para fundar una de las dos corrientes literarias más importantes del siglo, en la Argentina: el llamado Grupo Boedo. Autodidacta —en su Montevideo natal cursó hasta el cuarto grado de la escuela primaria— y avezado charlista y polemista, Caltelnuovo es un personaje: una especie de Quijote injertado para protagonizar activamente esta época.
En su casa —obvio, revocada y pintada por él, con muebles debidos a su habilidad artesanal—, Siete Días estuvo todo una extensa mañana dialogando y repasando los diferentes hitos de su vida, mientras su esposa —casado en 1928, EC tiene dos hijos y diez nietos— rociaba la charla con un exquisito vinillo dulce que arrancó a las nueve de la mañana y, pasado el mediodía, todavía alegraba el paladar. La conversación, como se verá, fue un verdadero racconto de este siglo, según la versión de uno de sus más lúcidos y activos protagonistas.
—Yo nací en el Palermo montevideano —memoró, repantigándose en el sillón—, más conocido como Barrio Reus. De ahí viene el famoso tango Barrio reo, como derivación de Reus. Mi familia era todo lo pobre que se pueda imaginar. Había, pues, que trabajar, de modo que desde los 12 años yo empecé como albañil. Era el penúltimo de diez hermanos. Después entré como aprendiz en una imprenta y empecé a soñar con Buenos Aires. No sabía muy bien qué iba a hacer en mi vida, pero estaba lleno de ambiciones. Y como me interesaban la literatura, la música y la pintura, visitaba bibliotecas y hasta ingresé a la Escuela de Bellas Artes del Uruguay. También fui a la Escuela de Arte Escénico. ¡Qué sé yo! Quería ser algo, y algo grande. Por eso soñé con Buenos Aires.
—¿Y qué más hizo en Montevideo? ¿Cómo era su vida de muchacho?
—Bueno, también jugué al fútbol. Y fui campeón con un cuadro que se llamaba Reformer. Me gustaba mucho, vea, y cuando vine acá no me perdía los partidos de los grandes equipos, como Alumni y Belgrano Atletic. Después me hice hincha de Peñarol y, acá en Buenos Aires, del equipo de este barrio: Vélez Sársfield.
—¿Y a qué edad se vino a Buenos Aires?
—Vine un par de veces, allá por 1905. El pasaje costaba 80 centésimos y uno se embarcaba no más, aunque fuera menor no existían los documentos. Y después de un par de intentos, deslumbrado por esta ciudad, le encontré la vuelta y me vine a radicar.
LA REVOLUCIÓN DEL PELUQUERO
—¿Cómo fue esa vuelta; qué hizo?
—Empecé a trabajar como linotipista, pues yo tenía experiencia aunque sólo contaba con 15 ó 16 años. Me conchabé en una imprenta que funcionaba en un sótano cerca del Mercado de Abasto, ahí por Corrientes y Agüero, más o menos.
—¿Ya escribía, en ese entonces?
—Sí, claro. Escribía dramas en un cuaderno y todo consistía en llegar hasta la última página. Entonces estaba lista mi obra maestra, ¡ja, cosas de botija...! Y versos también, claro, porque me apasionaban los clásicos.
—¿Y cómo comenzó a vincularse literariamente? ¿De qué modo empezó usted su carrera de escritor?
—Bueno, mi padre murió muy joven y mi madre era analfabeta, de manera que yo me fui haciendo solo. En la imprenta había un muchacho, Fernando Gualtieri, con el que nos reuníamos e intercambiábamos poesías. Entonces decidimos sacar una revista. Se llamó La Palestra y la hacíamos ahí, en la imprenta. Estaban otros muchachos: Pedro del Rivero, Dante Motta y otro de apellido Bo, pero ninguno trascendió. Sacamos seis números de tres mil ejemplares cada uno. Éramos anarquistas, de modo que era una revista político-literaria.
—¿Qué leía usted, en esa época?
—Toda la literatura rusa. Gorki, Tolstoi, Dostoievsky, Chejov. Era nuestra formación. Y de los argentinos, casi nada, pero no por desdén, sino por ignorancia. A mí me gustaba mucho Florencio Sánchez, y poco después Horacio Quiroga. Pero creo que más que nada nos interesaba la militancia. Después de esa revista sacamos algunas más, todas del mismo estilo, hasta que yo llegué a ser director de La Protesta, que era el órgano oficial del anarquismo.
—¿Y cómo y por qué adhirió a esa ideología?
—Cuando yo era chico, en mi barrio eran todos católicos, gente muy pacífica y sometida, hasta que llegó un peluquero anarquista que nos revolucionó a todos. Primero se adhirieron mis hermanos y después yo. Las lecturas y las charlas giraban todas en torno a eso. El teatro que veíamos y las conferencias que escuchábamos venían del Centro Internacional, que era una especie de catedral del anarquismo. Así fue como a los 15 años ya llevaba banderas rojas los 19 de mayo.
LA BATALLA ENTRE BOEDO Y FLORIDA
La charla no impidió una recorrida por la casa. Con inocultado orgullo, Castelnuovo mostró viejos ejemplares de periódicos de los años '20, prolijamente conservados en su escritorio del primer piso, en medio de sólidas bibliotecas y muebles finamente tallados a mano. Se jactó de mantener el escritorio en la planta alta, pues "así me obligo a subir y bajar por la escalera, otra manera de hacer ejercicios", y, en determinado momento, se instaló frente a la máquina de escribir y mirando por la ventana, continuó recordando:
—Después vino lo de Boedo, allá por el 23. Sucede que en una casona de esa calle funcionaban una imprenta y tres editoriales: Claridad, Victoria y Las Grandes Obras. Era como un conventillo administrado por los imprenteros Lorenzo Rañó y Antonio Zamora. Y ahí nos reuníamos.
—¿Literaria o políticamente?
—Las dos cosas, pero nos interesaba más la política. Después de la revolución rusa del 17 los anarquistas nos dividimos entre los que apoyábamos esa revolución y los que la negaban. Y por eso me fui de La Protesta, cuando llegó Abad de Santillán, con quien me peleé mucho. Nunca nos llevamos bien.
—¿Y cómo se vinculó con la gente del que fue el Grupo Boedo?
—Por un concurso literario que organizó el diario La Montaña. La página literaria la dirigía el poeta Juan Pedro Calou, un tipo lamentablemente olvidado, que murió muy joven, como se estilaba entonces, de tuberculosis. Los premios en poesía fueron para Mario Fíngueri y Alvaro Yunque. En prosa yo gané el primer premio, el chileno Manuel Rojas el segundo, Leónidas Barletta el tercero y Roberto Mariani el cuarto. Ahí nos conocimos, en la entrega de premios, y Zamora nos alentó para que nos uniéramos.
—¿Se reunían en esa misma imprenta?
—Sí. ahí en Boedo al 800 Y sacamos la revista Dínamo, que fue nuestro órgano.
—-¿Y cómo nació la rivalidad con el grupo Florida?
—Bueno, eso fue posterior, en el 24. Ellos se reunían en Florida y Tucumán, en la redacción de la revista Martín Fierro, que dirigía Evar Méndez. Los bautizamos nosotros como grupo Florida, en contraposición con el nuestro de Boedo. Ellos eran los cajetillas, los pitucos. Nosotros, los proletarios.
—Y fue una verdadera batalla la que se entabló.
—¡Y qué le parece! Ellos tomaban todo en solfa, pero la cosa era seria, porque en el fondo era ideológica.
—¿Usted conocía a todos los de Florida?
—En esa época no, sólo a Méndez ya Ernesto Palacios. Estábamos en otra cosa. Ocurre que ellos eran niños bien, mientras que nosotros debíamos trabajar, ganarnos el pan, y además éramos militantes revolucionarios.
LOS FABULADORES DE LA CALLE FLORIDA
—Sin embargo, no pocos escritores —Raúl González Tuñón, entre ellos— han desdeñado esa rivalidad...
—Bueno, para disimular. Tuñón estaba con nosotros y después se pasó, como su hermano Enrique. Muchos se pasaron.
—Pero González Tuñón no era un cajetilla. Creo que Oliverio Girando tampoco.
—No, no, está equivocado, Girondo era multimillonario. Y todos eran iguales. La cuestión fue entre ricos y pobres, no le quepa duda. Lo que pasa es que nosotros veníamos de la clase trabajadora y muchos de ellos adoptaban la misma pose, hasta que mostraron la hilacha.
—Por esa época, Borges era un hombre de izquierda, ¿no?
—Se decía anarquista. ¡Mire lo que son las cosas! Yo no me olvido de un par de versos que Borges publicó en la revista Quasimodo, que dirigía el anarquista Julio Rebarcos. Y hasta escribió una oda a las campanas del Kremlin. Pero yo que estuve en todas, como anarquista, jamás los vi a ellos en ninguna movilización.
—Bueno, pero González Tuñón...
—No, no, son fábulas. Tuñón mentía para justificar su tránsito, su transgresión a la oligarquía, aunque después, al final, se hizo comunista. Yo le garantizo que cuando hubo que recibir palos, persecución y hacer sacrificios como militante, ninguno de ellos estuvo. Ahora, cuando llegó la época de las vacas gordas y el comunismo se ablandó, entonces entraron Tuñón, Barletta y otros, pero como funcionarios del partido. Y su militancia se redujo a los versos que escribieron.
—Es duro lo que está diciendo, Castelnuovo.
—Pero es cierto. Vea, cuando yo viajé a Europa, a Rusia, como corresponsal de La Nación, escribí para Bandera Roja (el órgano del PC argentino) una serie de notas, gratis, que le dieron un impulso bárbaro. Y cuando fui perseguido, por culpa de esos artículos, me dejaron solo y no me pagaron ni siquiera el tranvía para ir al centro. Y después todos ellos, cuando fueron con viajes pagos y comodidades, no escribieron nada.
—¿Y por qué cree que ahora se trata de minimizar aquella rivalidad entre Boedo y Florida?
—Porque los vientos que corren los obligan a hacerlo. Los de Florida, los martinfierristas, no tenían banderas. Estaban sólo en las corrientes formales, modernas, surrealistas. Macedonío Fernández, Girondo, Borges, Nicolás Olivari, que al principio estuvo con nosotros... Era una cuestión ética: los que estaban detrás de los billetes se fueron pasando a ese grupo. Olivari me lo dijo clarito: Mira, Elias, si me quedo con ustedes voy a ser pobre toda la vida. Y después anduvo diciendo que lo echamos de Boedo... Y claro, nosotros éramos linotipistas. César Tiempo repartía soda, Barletta trabajaba en el puerto, Mariani era un empleaducho, Roberto Arlt sudaba en un taller de recauchutaje...
—¿Usted fue amigo de Arlt?
—Por supuesto, yo lo llevé a publicar en Claridad, donde sacó Los siete locos. Hicimos juntos la revista Actualidad y fundamos la Sociedad de Escritores Proletarios, cuya declaración de principios redactamos en 1932.
LA MILITANCIA, LA OBRA, LOS VIAJES
Al filo del mediodía, una caminata por el barrio permitió que Castelnuovo recordara la pobreza y los "innumerables allanamientos durante la Década Infame, aunque siempre tuve suerte de que no me encontraran". Una historia política agitada, febrilmente activa, que no desdeñó su apoyo al yrigoyenismo ni al peronismo. "Es que a mí siempre me interesó -argumentó, sonríendo- estar donde estaban las masas, pues es preferible estar equivocado con las masas, que tener la verdad a solas o en círculos privilegiados".
Tanta militancia, curiosamente, no impidió que EC concretara una frondosa obra literaria: A Tinieblas (1923), Malditos (1924), Entre los muertos (1925), Anima bendita (1926) y En nombre de Cristo (1927). Siguieron, años más tarde, Teatro proletario (2 tomos, 1931/33), El arte y las masas (1935) y Psicoanálisis sexual y social (1938). Después, y "por una tendencia salvajista del anarquismo" dejó de escribir durante muchos años y —aseguró— "me fui a vivir a una isla del Tigre con un médico amigo, Delio Zeno, quien me convirtió en dentista". Según su relato, usaba una pinza de carpintería y llegó a ser famoso en las islas. "Lo bueno era que nos pagaban en especies; el dinero, cosa vil, no existía para nosotros. Éramos místicos".
Ese recuerdo lo incita a continuar con sus memorias:
"Después, en plena década del 30, sufrí mucho. Cuando lo derrocaron a Yrigoyen me fui a Europa, por seis meses. Se me había acabado el dinero que gané con el Premio Municipal de Literatura y estaba en plena etapa de efervescencia militante. Me persiguieron, estuve preso, mi vida fue un desastre, pero creo que nunca viví con tanta plenitud. Seguí colaborando en revistas como Caras y Caretas y otras; empecé a recibir algunos pesos en concepto de derechos de autor. Me las rebuscaba...
—¿Nunca intentó reconstituir el Grupo Boedo?
—No, ya había cumplido su ciclo. En 1930 ya nos habíamos ido separando y yo estaba en otra cosa.
BORGES NO SABE LO QUE DICE
—¿Cuál fue, retrospectivamente, el elemento diferenciador de ambos grupos literarios?
—Entre otras cosas, que el protagonista de nuestra obra era !a clase trabajadora. Dimos vuelta el patrón de la literatura. No más el hombre de clase media o alta. Ese fue nuestro aporte. Y lo bueno es que lo hacíamos naturalmente, pues veníamos de abajo, éramos trabajadores. Y nosotros sosteníamos que si bien era cierto que en los arrabales, en las orillas, en los barrios obreros había escruchantes, malevos, contrabandistas y demás, por cada diez de ellos había miles de tipos que se levantaban a las cinco de la mañana para ir a trabajar.
—¿Y cómo explica, Castelnuovo, que Borges haya escrito tanto sobre malevos y orilleros, siendo que pertenecía a Florida?
—Pero él de los orilleros no sabe nada. En Hombre de la esquina rosada, trata de acercarse al lenguaje lunfardo y la pifia. Dice que los malevos salieron del Barrio Norte, de Palermo, y eso es un disparate.
—¿Y por qué escribe Borges sobre malevos, entonces, de puro imaginativo que es?...
—Y qué sé yo. Desde chico veía poco, y se crió encerrado. O sea que imagina, no más. Uno no sabe lo que escribe.
—No, no, al margen de ciertas cuestiones ideológicas, supongo que no le negará méritos literarios.
—¿Por qué no? A mí no me gusta lo que escribe. No puedo tener nada en común con un hombre cuyo ideal es una dictadura del siglo XIll. El pertenece a la reacción; es un instrumento de la oligarquía, que necesita firmas famosas para frenar los cambios del mundo.
UN OTOÑO QUE PARECE PRIMAVERA
Luego de apurar un último trago de vino, Castelnuovo volvió a hablar, paseándose por su escritorio, mientras deslizaba su mirada como al pasar, por los retratos de Tolstoi, Dostoievsky y Edgar Allan Poe, sus reconocidos maestros. Contó entonces que hace cinco años que no fuma y que su actual pasión "es leer biografía y releer a los clásicos". Desdeñó, por otra parte, a los escritores argentinos en general, con excepción de Quiroga, Benito Lynch y David Viñas. No obvió elogios para sus compatriotas Mario Benedetti y Juan Carlos Onetti, ni evitó mostrarse escéptico sobre los resultados de las elecciones que se desarrollarán en la Sociedad Argentina de Escritores entre el 26 y el 28 del corriente mes, y en las cuales él mismo encabeza una lista como candidato a presidente de !a institución.
Aficionado a la cocina —"todos los almuerzos corren por mi cuenta, puesto que si aprendí tantas cosas, no podía dejar de incursionar en la gastronomía"—, se ufanó de gozar de una excelente salud: "Vea —señaló, poniendo un dedo sobre el pecho del redactor—, el otro día fui a la panadería. Una señora se quejaba del dolor de sus riñones; otra se mostró quejosa porque su hija se estaba por divorciar; una tercera tenía jaquecas que no la dejaban dormir. Cuando me tocó el turno, el panadero me preguntó: ¿Y a usted qué le pasa, don Elias? Y yo le dije: Mi amigo, yo soy un desgraciado que no tengo nada para contarle porque estoy fenómeno. Mis 82 años son como una primavera. Y es así: el primer elemento para estar sano y bien es querer estarlo".
—¿Y cómo se define, ahora, políticamente?
—Bueno, ya cuando se formó la Unión Democrática, en el 45, yo estaba vacilante. No tardé en plantear mis disidencias y en simpatizar con el peronismo. Porque ahí estaban las masas. Y desde entonces he apoyado al movimiento, aunque ya no milito. Hubo una época en la que volví a la isla del Tigre, años atrás, y nuevamente fui dentista. Políticamente, quizá por los años, dejé de activar, aunque me preocupa mucho lo que pasa, por supuesto.
—¿Fue importante, para que usted se fuera de la Unión Democrática, que allí estuviera Borges?
—Bueno, usted comprenderá que mucha gracia no me hacía coincidir con él, ¿no?
—¿Se considera un hombre consecuente con sus ideas?
—Por supuesto. Yo no creo eso de que uno es revolucionario a los veinte años, progresista a los cincuenta y reaccionario a los ochenta. Yo fui revolucionario en todas las edades, y ahora pienso lo mismo que antes, sólo que soy más consciente. Es una cuestión de conducta, de convicción. Nací pobre, viví pobre y voy a morir pobre. Fiel a mi clase.
—No podría terminar este reportaje, Castelnuovo, sin decirle que he leído por ahí, más de una vez, declaraciones de viejos integrantes del grupo de Florida —González Tuñón, por ejemplo— en las que se aseguraba que usted se había reblandecido. Se ha dicho que usted estaba gaga. La impresión que recojo es otra. Pero a usted, ¿qué le sugieren esos comentarios?
—Sí, los escuché y los leí yo también. Pero a Tuñón se lo dije una vez: Oiga, gagá tu abuela. 
Oscar Giardinelli
Fotos: Ignacio Corbalán

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