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crónicas del siglo pasado

REVISTERO
DE ACÁ

1945
17 DE OCTUBRE
La Patria sublevada

Revista Dinamis
1972

 

 


 

Para los de mi generación, el 17 de octubre de 1945 representó una fiesta confusa, un desborde casi inexplicable que solo comprendíamos a través de los comentarios escuchados en nuestras casas. Para nosotros -seguramente- eran más importantes Boyé o Pedernera, las figuritas Patria o alguna letra (acaso la jota o la equis) que acabábamos de aprender en el colegio.
Sin embargo recuerdo claramente que esperé el discurso de Perón y también la emoción extraña, subterránea, que sentí cuando un estruendo que parecía un rugido respondió a esa voz inconfundible que acababa de saludar con una simple palabra: Compañeros.
Pero debieron pasar muchos años para que aquellos chicos que jugábamos junto a la radio mientras los mayores hablaban, algunos de la chusma y otros del pueblo, pudiéramos entender que así de refilón, sin darnos cuenta, habíamos vivido una de las fechas trascendentales de la historia latinoamericana: la primera vez que la clase trabajadora se atrevió a desafiar cualquier peligro para rescatar a su líder, al hombre que les había hecho comprender que la dignidad era algo más que una palabra hueca perdida en las editoriales de los grandes diarios.
Esta vez DINAMIS quiso que sus páginas cobijaran no solo la crónica escueta de los acontecimientos, sino también la opinión de varios políticos argentinos sobre esa fecha clave en la vida argentina. Y aunque algunos -los menos- optaron por el silencio, respondieron desde un ex presidente como Arturo Frondizi, hasta un protagonista esencial de los sucesos, como Eduardo Colom; desde un politicólogo como Mariano Grondona, hasta un por entonces furioso opositor como Marcos Merchensky. También quisimos recoger los testimonios brindados en aquel momento por la miopía -habitual- de la izquierda liberal argentina.
Un equipo de periodistas obtuvo las declaraciones que se transcriben y un conocido historiador (que prefirió mantenerse en el anonimato) preparó la minuciosa crónica. El conjunto es -creo- un documento que no puede leerse con desinterés.
HORACIO SALAS

La jornada del 17 de Octubre de 1945, fecha indiscutiblemente trascendente de la historia argentina contemporánea, asume diversos significados según sea el plano desde el cual se la enfoque. Es, desde luego, el Día de la Lealtad del Pueblo a su Líder prisionero, a quien prácticamente rescata por simple acción de presencia. De presencia multitudinaria como pocas veces se ha visto en el transcurso de la vida del país. Es, por ello mismo, fecha en que instintivamente se corporiza la conciencia política de las masas obreras y a través de la cual adquieren el sentido preciso de su gravitación y de su importancia en el acontecer nacional. Es, en otro sentido, el vuelco decisivo de la revolución militar del 4 de junio de 1943 hacia un movimiento de reforma social, es decir, la transformación del hecho revolucionario puramente castrense en un movimiento social de masas, de amplias proyecciones populares. Es, igualmente, el punto de arranque de una corriente esencial y concretamente política que buscará la afirmación revolucionaria en el terreno del voto, de la democracia comicial.
Naturalmente, ese suceso prácticamente único, sin igual en la historia argentina, configurado por la presencia masiva de un Pueblo que se lanza a rescatar, junto con su Líder, sus posibilidades más válidas y positivas de reivindicación salarial y moral, no se daba al acaso, sin ningún antecedente que lo explicara. Ese antecedente, señalado explícitamente por Eva Perón en su Historia del Peronismo, está dado por la creación de la Secretaría de Trabajo y Previsión, a instancias del entonces coronel Perón, el 27 de noviembre de 1943, a escasos meses del movimiento que derrocó al presidente Castillo. En esa fecha la Revolución de Junio se aproxima, siquiera simbólicamente, al Pueblo. Es el día en que, por vez primera, las masas obreras toman contacto con Perón. Es que para éste —repetimos palabras de Eva Perón en su citado libro— "la revolución no consistía en cambiar, un gobierno por otro, sino en cambiar la vida de la Nación". Y cambiar la vida de la Nación significaba dignificarla en todo sentido: iba desde la reafirmación concreta y positiva de la soberanía nacional, ejerciendo sin trabas ni reatos no solamente la independencia política, haciendo realidad la autodeterminación del país, sino igualmente la independencia económica, es decir, ejerciendo el poder real y efectivo sobre nuestras fuentes de riqueza y sobre nuestros servicios públicos; iba desde allí hasta la postulación humanista y cristiana de que no hubiese ricos demasiado ricos ni pobres demasiado pobres, es decir, promoviendo y ejercitando una auténtica política de justicia social. En 1945, en la teoría y mucho más en la práctica, la Argentina era uno de los países más estancados en materia de legislación laboral, puesto que ni aun la existente se cumplía. El viejo y obsoleto Departamento Nacional del Trabajo era solamente un mecanismo burocrático ineficiente, en cuyos engranajes se desgarraba y quedaba hecho pedazos el derecho de los pobres y los asalariados.

EL PODER Y EL CAMBIO
Desde el momento mismo de la asunción del poder, la revolución militar había venido siendo jaqueada por las fuerzas políticas tradicionales, dentro de las cuales se encuadraban, por mil y una razones, los grandes diarios, las organizaciones estudiantiles e, incluso, ciertos núcleos obreros. La Universidad, la prensa, las corporaciones de los profesionales liberales, los segmentos más o menos representativos de las Artes y de las Letras, todo el Régimen, en suma, había enderezado sus armas contra la Revolución. Se acusaba a ella y a sus dirigentes de ser antidemocráticos, de simpatizar con las naciones del Eje, de ser proclives al totalitarismo nazista o fascista. Pero en realidad era como si el Régimen intuyese que, en verdad, aquellos revolucionarios venían a trastornar el orden de cosas establecido por una filosofía política y económica adversa a los intereses nacionales auténticos. Les inquietaba el programa nacional o nacionalizador del movimiento de junio. Pero se alarmaron del todo cuando un militar hasta entonces desconocido tuvo la veleidad —así lo estimarían quizás en aquellas horas— de crear un organismo dirigido a regular las relaciones de patrones y obreros, a crear la legislación del trabajo faltante y hacer cumplir la existente, a defender el salario de los pobres y los míseros. Tal vez la eterna ceguera les pudo hacer creer que solo era una grosera maniobra de carácter político, destinada a crear una imagen simpática de gobierno. Pero la alarma subió de punto cuando se vio que, en verdad, el programa esbozado por el coronel Perón se cumplía. Lo que aquellas fuerzas estimaron como "concesiones" a los obreros y a los sindicatos, de todos modos —así calcularon— solo atraería a unos pocos de entre éstos. La masa obrera, como la masa universitaria, era un poco gobernada por los que fabrican Opinión Pública desde las columnas de la prensa, desde las tribunas de enseñanza, desde los micrófonos radiales.
La realidad era otra. Fue otra. Cualesquiera hayan sido las dudas, las desconfianzas, las vacilaciones de la masa popular y obrera debidas a la ofensiva psicológica y propagandística desatada por las fuerzas de la oligarquía, entre los hechos concretos efectivizados en el terreno de la justicia social, sin demagogia, sin falsedad, por la flamante Secretaría de Trabajo y Previsión, solo quedaba a los beneficiarios de la nueva política revolucionaria rendirse ante la evidencia. Ese camino se empezó a andar, quizás con cautela, pero cada vez más con creciente firmeza. No se trataba ya solamente de las masas organizadas de trabajadores, era el pueblo disperso y anónimo, sin representantes, el que se iba concientizando. Por eso el 17 de Octubre de 1945 no fue, ni remotamente, el fruto de una acción prevista, preparada, organizada de antemano. Si hubo consignas, si se trasmitieron sugerencias, ellas fueron desbordadas por el Pueblo. La Masa Trabajadora, los Humildes de la Patria, a puro instinto, ajenos a toda consigna, se pusieron en marcha. Lo dijo Eva Perón al referirse "al pueblo glorioso del 17 de Octubre, que para salir a la calle no tuvo quién lo condujera, ni otro jefe que un coronel prisionero en Martín García, cuya libertad los impulsaba y los movía, porque su liberación era la liberación misma de sus descamisados". "¡Nadie —dice Eva Perón— dio el toque de salida! ¡El pueblo salió solo! No fue la señora de Perón. Tampoco fue la Confederación General del Trabajo. ¡Fueron los obreros y los sindicatos todos los que por sí mismos salieron a la calle!"
"En 1944 —dice un reciente libro sobre el 17 de Octubre— se firmaron en todo el país 127 convenios con intervención de las asociaciones patronales y 421 con intervención de los sindicatos obreros." Aumentos, vacaciones pagas, trabajo estable: he aquí algunos beneficios que hasta ese momento entraban en el mundo de lo utópico. "En diez meses —recuerda otro autor— la Secretaría de Trabajo y Previsión incorporó mediante decretos a dos millones de personas a los beneficios del régimen jubilatorio y creó desde los Tribunales del Trabajo hasta el Estatuto del Peón de Campo." No se trataba de palabras, de promesas, de proyectos, sino de realidades palpables y tangibles. Si eso explica el creciente favor del pueblo por encima de la desconfianza hacia un gobierno al que se veía hasta entonces como de extrema derecha, desconfianza alimentada todos los días, en todos los tonos, y en todos los sectores políticos y sociales, por una propaganda poderosa, también eso explica la creciente hostilidad de la oligarquía, de las fuerzas empresarias. de los patrones. Salvo, claro está, muy contadas excepciones. Y así se va llegando a los días cruciales de Octubre, de ese mes de Octubre que paradojalmente empieza el 19 de setiembre, jornada en que las fuerzas coaligadas contra el gobierno y unificadas bajo la dirección del tristemente célebre embajador Spruille Braden realizan, a todo costo, la famosa Marcha por la Constitución y por la Libertad. A partir de ese momento los acontecimientos van preparando el estallido del 17, que nadie, ni sus más íntimos actores, presienten ni sospechan.

PICNIC OPOSITOR
La oposición seguía reclamando el traspaso del poder a la Corte. Pero no eran solo los partidos políticos, los estudiantes, los profesionales liberales y los profesores universitarios, la prensa y algunos gremios dominados por socialistas y comunistas: la oposición se insinuaba y prometía hacerse fuerte en el seno mismo de las fuerzas armadas que habían hecho la revolución. Fueron, sin duda, días muy difíciles en la nada fácil trayectoria cumplida hasta ese momento por la revolución de junio. El general Rawson se lanzó a conspirar y fue detenido. Hubo que restablecer el estado de sitio. La grita arreciaba en las universidades, copadas y ocupadas por los estudiantes con el visto bueno y la complacencia de sus profesores. La Corte Suprema salió en defensa pública de un magistrado separado de su cargo por libertar a conspiradores. La cosa ardía el 8 de octubre, día en que Perón cumplía 50 años y en que el general Avalos, hasta ayer su amigo, le retiraba su apoyo y le exigía la renuncia. La contrarrevolución avanzaba por Campo de Mayo. Se aconsejó a Perón la lucha. Pero el coronel —actitud que en otras horas también adoptará, muchos años más tarde— no quiere que se derrame sangre. No quiere la guerra entre argentinos. Pide a Farrell, simplemente, que le permita despedirse de su gente: del personal que lo acompañara en la Secretaría de Trabajo y Previsión y de los obreros. El 10, a las siete de la tarde, Perón se despide de sus colaboradores y habla a los trabajadores agolpados en gran número frente al ex edificio del Concejo Deliberante. Los comicios, les dice, no son el objeto exclusivo de la Revolución. Esta "encarna en sí las reformas fundamentales que se ha propuesto realizar en lo económico, en lo político y en lo social". "La obra social cumplida es de una consistencia tan firme que no cederá ante nada... Esta obra social, que solo los trabajadores valoran en su verdadero alcance, debe ser también defendida por ellos en todos los terrenos." El mensaje era claro y fue debidamente entendido. La salida de Perón ponía en peligro las conquistas logradas. Había que defenderlas. Y para ello, Perón prometía, si fuere necesario, "me incorporaré a un sindicato y lucharé desde abajo". El 11 de octubre Perón comunica a Avalos —ya ministro de guerra— que ha pedido licencia a la espera de su retiro del Ejército. Esa noche, reunidos en el Círculo Militar, los representantes de las FF.AA. rechazan el proyecto de ceder el gobierno a la Corte Suprema. La Revolución debe seguir. Y al día siguiente, mientras Perón se traslada a una isla del Tigre, donde afloran los primeros síntomas de una pleuresía, el presidente Farrell es objeto de un virtual ultimátum: o cambia todo el gabinete por figuras civiles, salvo los ministerios de Guerra y Marina, donde quedarán el general Avalos y el almirante Vernengo Lima, o renuncia. Al mediodía de esa jornada se produce el grotesco episodio de la plaza San Martín, frente al Círculo Militar, desde cuyos balcones Vernengo Lima, dialogando con la multitud que ha ido a pedir la renuncia del gobierno y que éste pase a la Corte, slogan del que no se apeaba la oposición, dijo su célebre frase en el sentido de que él no era Perón. Por supuesto que no lo era. La aclaración era innecesaria... La muchedumbre oligárquica almorzó sobre el césped —el famoso "pic-nic"... — esperando la renuncia de Farrell, mientras un actor colocaba el cartel de "Se alquila" en el edificio del Círculo y varias señoras lesionaban seriamente al coronel Molinuevo. La reunión terminó con el sangriento tiroteo en que murió el médico Ottolenghi, cuyo nombre fue convertido en bandera por la oposición a partir de allí. La batalla entre policías y civiles concluyó con 18 de aquellos y 16 de éstos heridos. Señal que las fuerzas, las armas, los balazos y la puntería anduvieron equilibrados.
Para esas horas ya se movilizaban algunos amigos leales de Perón entre los gremios. Pero Farrell, lejos de renunciar, envió esa misma noche a que se detuviera a Perón. Lo habían puesto entre la espada y la pared y tenía que ir contra su amigo. Mittelbach, jefe de policía, se dirige al Tigre en las primeras horas del día 13, en que también se encarga al procurador general de la Nación, doctor Juan Alvarez. historiador muy serio, intelectual muy lúcido, pero nada lúcido políticamente, la formación del gabinete. Alvarez, muy ceremonioso e imbuido de la importancia de su gestión, queda en contestar al día siguiente luego de consultar a los miembros de la Suprema Corte. También ese día asume su cargo el reemplazante de Perón en la Secretaría de Trabajo: el profesor Juan Fentanes, cuyo pobre discurso solo confirma a los trabajadores en la certidumbre de que, alejado el coronel, sus conquistas sociales se verán desvanecidas, que nadie las alentará ni las defenderá, con justicia, desde el gobierno. Ese día es detenido el coronel y conducido a Martín García, bajo jurisdicción naval que no le corresponde, pero las órdenes son terminantes. De todos modos, Perón escribe a Avalos pidiendo se investigue su caso, se lo aclare. Reclama, elementalmente, que o bien se lo procese o bien se lo restituya, en libertad, a su jurisdicción natural. Avalos recibe la carta el día 14 y se da cuenta de que las cosas, o mejor dicho los procedimientos, no son los que debían ser. Pero no alcanza a ver más allá. Cree que Perón está de todos modos terminado. El médico personal de Perón, capitán Mazza, cree en cambio que la salud de Perón peligra en la isla. Quizá cree otra cosa más grave: que peligra su vida. O la de la Nación. Lo cierto es que esa misma noche inicia gestiones ante Farrell y Vernengo Lima —que durarán hasta el mediodía del 16— para lograr que Perón sea trasladado al hospital Militar.
El lunes 15, mientras los obreros salen a la calle en Berisso y Ensenada, como un preanuncio de la agitación que va ganando al pueblo, por esas ironías del destino es el propio Avalos quien convence a Farrell de que acceda al traslado del coronel. Hay de por medio un decisivo informe médico del capitán Mazza.
Las cosas, claro está, no son fáciles. Vernengo Lima —el "no soy Perón, señora"— desconfía, sospecha. Para él Perón puede no estar enfermo y sugiere entonces una junta médica —civil— que lo examine. Los doctores Romano y Tobías —no se pudo hallar a Castex— van a Martín García. Perón no accede a ser revisado por médicos civiles y éstos tienen que volverse como fueron.

EL PUEBLO EN LA CALLE
Ese día 16 la agitación sigue creciendo en los suburbios del Gran Buenos Aires. Hay un perceptible clima de inquietud entre la masa del pueblo. Núcleos de obreros que han dejado sus ocupaciones cruzan el Riachuelo como pueden, hacen una manifestación y llegan cerca de Plaza de Mayo, donde otros grupos civiles han salido a la calle —se trata de nacionalistas— a oponerse a la conjura oligárquica. Obreros, empleados, e incluso algunos estudiantes proletarios venidos de las entrañas del arrabal bonaerense, fraternizan y se encuentran en la expresión de una misma inquietud. Ochenta y siete de ellos son detenidos.
Y va a amanecer otro día más. Así lo cree el general Avalos. Y muchos más, tal vez. Pero ¿quién puede saber lo que el porvenir reserva? Nadie. Ni Perón mismo lo sabe. Ni siquiera los obreros que a puro instinto se están moviendo, sin intuir del todo claramente cuál es el rumbo. A las dos de la mañana Perón se embarca en el Tigre y es conducido al hospital Militar, adonde arriba a las 6.30, aproximadamente. Ya la agitación obrera ha ido cobrando mayor vuelo, tanto en Berisso como en Avellaneda y otros lugares del Gran Buenos Aires. Los diarios de la mañana consignan las declaraciones de Avalos en el sentido de que no se ha detenido a Perón, sino que se lo invitó a trasladarse a Martín García por "razones de seguridad personal". No hay cargo contra él —añade— ni se lo va a juzgar. Y se queda lo más tranquilo, sin asignar mayor importancia a la gente que, en verdaderas oleadas, se va acercando a los límites de la Capital Federal o que, venida de los barrios metropolitanos, se dirige bien hacia el centro, bien hacia el hospital Militar, pues ya se ha corrido —por el misterioso telégrafo de esa muchedumbre carente de prensa y de radio— la voz de que Perón está allí. Enfermo y prisionero, desde luego. Obreros de la carne, salidos de Berisso y Ensenada, mientras tanto, han agitado el ambiente de La Plata y una parte de ellos endereza hacia Buenos Aires. Son las grandes columnas en marcha que alguna vez avizorara el poeta anarquista Leopoldo Lugones, allá a fines de la pasada centuria ... Y no es solo en Buenos Aires y en La Plata donde el pueblo avanza, ya silencioso, ya cantando, ya exaltado, con grandes cartelones y con los retratos del coronel prisionero enarbolados como una bandera que llama al combate. Es también en Córdoba, en Salta, en Rosario, en Zarate, en Tucumán, en otras ciudades y pueblos de la Patria. El Pueblo ya se habla dado su propia canción, hechura de su alma, de su voluntad, de su ser: "Yo te daré, te daré, Patria hermosa, te daré una cosa, una cosa que empieza con P... ¡Perón!"
En el Riachuelo hablan encontrado los puentes levantados. Paciencia y trabajar: cruzaron de cualquier modo, pero cruzaron, y entraron a la ciudad. La CGT había entrevistado a Farrell ese mediodía y anunciado la huelga general decretada para el día siguiente. La había decidido, la noche anterior, con su voto, un obrero nacionalista de nombre Libertario Ferrari, afiliado a FORJA, que años más tarde habría de morir trágicamente mientras viajaba a Europa, y que fue uno de los más lúcidos dirigentes del gremialismo justicialista. Luego los hechos se suceden precipitadamente en la Capital Federal.
El gentío frente a la casa de Gobierno, en la plaza de Mayo, empieza a ser impresionante. Pero Avalos no reacciona. Ha creído que aquello no tenía trascendencia y ahora Vernengo Lima quiere recurrir a la marina para contener aquella manifestación que nada bueno le auguraba, pues Avalos ya no está en condiciones ni siquiera psicológicas para movilizar a Campo de Mayo. Y Farrell, en el fondo, está encantado de lo que sucede., Describir o narrar en detalle lo que pasó aquel día insumiría un espacio enorme. La pluma de Cecilio Conditi rememora aquellas jornadas diciendo: "... ya desde el día 12 en el interior del país se vivía un clima de efervescencia revolucionaria. En Tucumán, y en todo el norte, la huelga había empezado a hacerse efectiva el día mencionado. Más que huelga —aclara— podríamos decir que era un abandono espontáneo del trabajo. Los caminos habían sido cortados y millares de trabajadores, en cuantos vehículos tenían a mano, trenes de pasajeros y de carga, ómnibus, camiones y también a pie, en inmensas caravanas, se desplazaban hacia la Capital Federal, respondiendo a los imperativos del corazón y de la conciencia, pues nadie daba directivas. Todos los hombres y mujeres del pueblo intuían que la honda y dramática crisis se resolvería en Buenos Aires y entonces consideraron su deber hacerse presentes en la ciudad capital de la República, para decir su opinión y para influir en las decisiones".
En Rosario, sigue diciendo Conditi, los gremios reunidos en plenario habían decidido la huelga el día 13. En Mendoza y en toda la zona de Cuyo pasaba algo similar. "En Avellaneda, 4 de Junio, San Martín, Matanza y otras zonas industriales de Buenos Aires, y en esta capital, en barracas, Saavedra, Mataderos, Liniers, etcétera, se vivían los momentos previos a una insurrección general del pueblo. Por ello fue que al declararse la huelga general en todo el país para el 18 de octubre, ésta hizo eclosión en las primeras horas del 17 de octubre que de hecho se incorporó a los fastos más gloriosos de nuestra historia."
Hay otra versión de aquellos días que no es posible olvidar. el testimonio directo de quien vivió angustiada, y angustiosamente, aquellas jornadas inciertas, sin perder empero la fe.
Es el de Eva Perón quien en su 'Historia del Peronismo' dice escueta pero elocuentemente cómo, cuando salió a la calle a buscar ayuda sólo la encontró, y con ella comprensión, entre los humildes y los desposeídos: "Tan pronto como empecé a llamar a las puertas de los pobres, de los humildes, de los desheredados, confieso que allí sí encontré corazones". Y esos corazones son los que el 17 de Octubre, frente a la Casa de Gobierno, rescatan a su líder, magníficamente rebeldes y decisivos en su resolución de esperar hasta que el coronel apareciera.
Basta un breve diálogo de aquel día en la plaza, un diálogo de los muchos que la historia no recogió:
—¡Hola, Lombardo, usted por aquí!
—¡Hola, Fulano! Sí, por aquí... Nos hemos venido con los compañeros desde Lomas de Zamora, a pie, como pudimos... Pero llegamos...
—¿Y ahora?
Eran las nueve y media de la noche. La Plaza de Mayo era una masa hormigueante, compacta. Los del diálogo apretujábanse entre miles y miles de personas de humilde condición, como ellos:
—¿Ahora? De aquí no nos movemos. Hasta que aparezca... y que sea lo que Dios quiera...
A las doce de la noche, tal vez unos minutos antes, la figura del coronel Perón apareció en el histórico balcón. Breves palabras de Farrell, presentando "al hombre que por su dedicación y su empeño ha sabido ganarse el corazón de todos", precedieron a las del coronel que expresó:
"En la tarde de hoy, el Poder Ejecutivo ha firmado mi solicitud de retiro del servicio activo del Ejército. Con ello he renunciado voluntariamente al más insigne honor al que puede aspirar un soldado: lucir las palmas y los laureles de general de la Nación. Lo he hecho porque quiero seguir siendo el coronel Perón y ponerme, con este nombre, al servicio integral del auténtico pueblo argentino."
("Lucharé desde abajo", había dicho al despedirse en Trabajo y Previsión... Y lo cumplía.)
"Guardo el honroso y sagrado uniforme que me entregó la Patria para vestir la casaca de civil y confundirme con esa masa sufriente y sudorosa que elabora la grandeza de la Patria".
Interrumpido constantemente por las ovaciones y por las preguntas ("¿Dónde estuvo? ¿Dónde estuvo?"), Perón exhortó a la tranquilidad, expresó sus sentimientos sin trabas ante la masa que con su presión y su empuje lo había rescatado, pidió que se desconcentraran en orden, con cuidado, pero les rogó, antes, que permanecieran durante unos minutos más en la plaza para poder llevarse en la retina aquel espectáculo tan inusitado como magnífico.
"Otras veces, muchas veces —dijo aquella noche—, he asistido a reuniones de trabajadores, y siempre he sentido una enorme satisfacción, pero desde hoy sentiré un verdadero orgullo de argentino, porque interpreto este movimiento colectivo como el renacimiento de una conciencia de los trabajadores, que es lo único que puede hacer grande e inmortal a la Patria."
"¿Dónde estuvo? ¿Dónde estuvo?", repetía incansable la muchedumbre. Pero el coronel Perón quería olvidar, ya, la ingrata experiencia. Había comprobado —lo dijo— que su pueblo no lo traicionaba. Y eso le bastaba para olvidar lo pasado. No quería remover el recuerdo de las horas recientes. Aquella era —lo dijo— una noche de fiesta del pueblo trabajador.
Aconsejó al pueblo: "Únanse, sean más hermanos que nunca. Sobre la hermandad de los que trabajan ha de levantarse en esta hermosa Patria la unidad de todos los argentinos".
Pidió Perón en aquella oportunidad que no se realizasen los movimientos obreros anunciados para el día siguiente, que retornaran tranquilos al trabajo. Y como la masa insistía en parar, les pidió "que realicen el paro festejando la gloria de esta reunión de hombres de bien y de trabajo, que son la esperanza más pura y más cara de la Patria".
Enfermo y fatigado, el líder anunció que iba a tomarse un descanso "para reponer fuerzas y volver a luchar, codo con codo, con ustedes, hasta quedar exhausto, si es preciso".
Y aquel pueblo que había caminado todo el día, desde la mañana temprano, aquel pueblo fatigado y hambriento, vivió la noche de su más hermosa alegría. Había desaparecido el cansancio. Y se retiraba de la plaza llevando en el corazón el pacto sellado con el hombre que estaba dispuesto a consumar la reforma social y el bienestar del país. La magnífica jornada —empañada poco después por el infame tiroteo desatado desde las ventanas de Crítica, donde murió el joven estudiante Darwin Passaponti, uno de los mártires del peronismo de aquellos días— abría, ya, el camino directo hacia otra fecha venturosa: la del 24 de febrero, en la que el pueblo soberano votaría por la instalación democrática y comicial de la revolución en el poder, legitimándola en la justa de las urnas. Comenzaba otra etapa no menos difícil, pero las posiciones estaban definidas y las dudas aventadas. Los trabajadores ya sabían cuál era el rumbo. Lo habían descubierto ellos mismos, sin que nadie se los enseñara, en aquellas jornadas inolvidables.

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