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crónicas del siglo pasado

REVISTERO
DE ACÁ


1943-1983
(primera parte)
Revista Primera Plana
Abril 1983

un aporte de
Carlos Enrique Podestá

 

INVESTIGACIÓN
La jornada del 4 de junio del '43 en Plaza de Mayo
Los tiempos de la decadencia
Es claro el propósito de esta investigación: rescatar paralelos, analogías entre dos años clave de la historia contemporánea argentina. Se trata de una manera de empezar a desentrañar la realidad que vivimos, sumergida en una atmósfera donde conviven el drama y el misterio. Como ahora, en 1943 había un proceso electoral en marcha: lo frustró —el 4 de junio— un golpe militar que cambió para siempre a la República.


Los primeros años de la década del 40 marcaron el ascenso de Aníbal Troilo a la dimensión de un ídolo de los porteños

El estreno de "La Guerra Gaucha", en mayo de 1943, fortaleció el prestigio del actor Sebastián Chiola

 


Ramón Castillo, caudillo conservador al viejo estilo y último presidente de un régimen en decadencia

Libertad Lamarque era una de las grandes estrellas femeninas del espectáculo en la Argentina de Castillo

El dirigente socialista Nicolás Repetto según la pluma de Ramón Columba; uno de los inventores de la Unión Democrática

Una olla popular en la Argentina de 1983. Como 40 años antes, los trabajadores y la pequeña clase media conviven con el hambre

Una escena repetida día a día en 1943: los hogares de la nueva clase obrera, pese a que el país crecía aceleradamente

No son pocos, y tal vez resulte válido asegurar que cada día se multiplican, quienes descubren características similares entre los convulsivos hechos ocurridos en 1943 y estos que transcurren exactamente cuarenta años más tarde. Entonces, y ahora, se vivía un proceso electoral inmerso en situaciones críticas. Aquel '43 marcó el fin de la Década Infame: éste '83, según todo lo indica, señalará la extinción de la llamada Patria Financiera.
En resumen: a esta altura de los hechos, parece imposible concebir otra caracterización de la Argentina '83 que no sea —como ocurrió en el '43— la Argentina de la crisis definitiva de un proyecto de país. Certeza que se torna dramática porque todavía no se vislumbra una propuesta concreta que supere los polvorientos esquemas del pasado y sea capaz —con liderazgos consolidados— de dar sentido a las exigencias de cambio.
Los datos de esta crisis se agolpan, apabullantes: son los signos más cercanos y evidentes de todos los niveles de la realidad nacional. Conocemos las denominaciones hasta el hartazgo: inflación, indexación, desocupación, desapariciones, corrupción, hambre, mortalidad infantil, aislamiento internacional.
Y ahora, un proceso electoral con la atmósfera densa de la incertidumbre. Al fin y al cabo, ningún argentino duda de que está metido en la crisis hasta la nariz.
Muchos son los que creen que el país atraviesa la peor etapa de toda su historia. En todo caso —reflexión común entre los que superaron la cincuentena— sólo comparable, y con esfuerzos, a la década infame. Aquellos años tatuados por el fraude electoral, los grandes negociados y la dependencia económica con el Imperio Británico, se alumbraron con un golpe militar: el del 6 de setiembre de 1930.
La comparación entre aquellos y estos años no resulta casual, por más salvedades que quieran hacerse. En 1943 eran agrupaciones políticas agotadas por enfrentamientos internos las que encaraban el proceso preelectoral. El oficialismo, azotado por los reproches y agobiado por sus vicios, mostraba y demostraba una total incompetencia para asegurar su propia continuidad. Los argentinos no conseguían interesarse demasiado en la contienda política y dedicaban sus mayores desvelos a la segunda guerra mundial y también —inevitablemente— a los problemas que les acarreaba la 'carestía de la vida', esto es, la inflación en su antigua denominación.
La clase obrera —en rigor una nueva clase obrera, formada por hombres atraídos hacia Buenos Aires por la incipiente industrialización— no hallaba formas organizadas para defender sus intereses. Había dos CGT en el '43, y los dirigentes de una y otra —comunistas, socialistas, anarquistas— se esmeraban más en procurar la derrota de Hitler que en la búsqueda de alivio para los obreros que, calladamente, iban alzando sus villas miseria en la Capital y alrededores.
En el orden internacional —como ahora, aunque por motivos distintos— la Argentina estaba aislada: era el precio que pagaba por su condición de país neutral. Chile le declaró la guerra al Eje en enero del '43, el nuestro fue el único país latinoamericano que siguió resistiendo las presiones norteamericanas. El aislamiento, sumado a la difusión internacional de la imagen de una Argentina pro nazi, fue el castigo más evidente del Departamento de Estado al díscolo gobierno de Ramón Castillo.
Con sus indefiniciones iniciales, con sus etapas distintas y contradictorias, la revolución militar del 4 de junio de 1943 coronó el final de la crisis y sepultó el modelo de país liberal que había entusiasmado a la oligarquía: un país fraudulentamente democrático y esencialmente agroexportador, que se había reinaugurado trece años antes.
Más allá del confuso y discutido carácter de aquel golpe militar, nadie podría negar ahora que fue el punto de partida de una Argentina nueva, de un nuevo proyecto de nación concebido y consolidado —en medio de un sinfín de problemas— por el líder que acababa de nacer: el coronel de infantería Juan Perón.
Para que eso ocurriera pasaron muchas cosas, y entre ellas episodios curiosamente emparentados con los de hoy día. Trasladándose a Villa María, Córdoba, Perón intentó pactar la fórmula presidencial con Amadeo Sabattini, el caudillo radical más respetado.
No pudo ser, y la irrupción de otros políticos fue empujando al ocaso a ese Sabattini que parecía resumir lo más auténtico del radicalismo, hasta entonces el partido mayoritario.
Con Spruille Braden influenciando a radicales y conservadores, y también a comunistas, el privilegio de las diferencias se instauró sobre las posibilidades comunes.
Pero si las analogías entre la crisis del '43 y la de 1983 aparecen claras y tentadoras, no menos contundentes son las diferencias. La más obvia: el carácter castrense del régimen cuya agonía vemos a diario, poco y nada tiene que ver con el sistema que se extinguió cuarenta años atrás. Además: en el '43, el camino de la industrialización, la sustitución de importaciones y una redistribución de la renta aparecía despejado en la búsqueda de los cambios imprescindibles para un país con reservas muy sólidas y una deuda externa repatriada. Hoy, en un mundo en el que las superpotencias afinaron los métodos para exportar sus crisis a las naciones periféricas, con una desmesurada deuda externa —una de las más abultadas de Occidente— y un aparato productivo devastado, las alternativas criollas resultan mucho más difíciles de develar.
Pero las diferencias sólo logran aumentar el interés en comparar dos situaciones límite de la realidad argentina. La investigación que PRIMERA PLANA desarrolla en las páginas siguientes no implica —claro está— una toma de posición a favor de la concepción cíclica de la historia. Sólo pretende ordenar datos sobre el comportamiento global de los argentinos, en momentos en que las circunstancias no les permiten encolumnarse a favor de un proyecto común.

"El gobierno que se elegirá este año tendrá que responder a características definidas en su composición, en su orientación y en su ascendiente popular. No podría desenvolverse con éxito si no se sintiera apoyado por la gran mayoría de la nación, y vería considerablemente aumentadas sus dificultades inevitables si no estuviera a tono con la era reconstructora que va a iniciarse". El párrafo parece una síntesis global, difícilmente cuestionable, de las perspectivas planteadas a los argentinos por los comicios del próximo 30 de octubre. Pero en realidad está extractado del editorial del diario La Nación, 1º de enero de 1943.
Para fines de ese año estaba prevista la elección de la que saldría el sucesor del presidente Ramón Castillo, y la advertencia de La Nación —claro vocero de los sectores económicos y políticos que hegemonizaban el poder desde la revolución del 30— tomaba en cuenta los crecientes signos de decadencia del sistema.
La realidad indicaba que iba a ser muy difícil para la Concordancia —coalición oficialista que reunía a conservadores, a sectores del radicalismo antipersonalista escindidos del partido, y a los socialistas independientes de Federico Pinedo— encontrar un candidato natural capaz de convocar "el apoyo de la gran mayoría de la nación".
Para la Unión Cívica Radical, principal partido de la oposición, la situación no se presentaba más fácil. Bajo la conducción de Marcelo Torcuato de Alvear, había abandonado desde hacía mucho las consignas populares, su condición de alternativa del país oligárquico, que le habían otorgado consenso masivo con el yrigoyenismo. La actitud complaciente, muchas veces cómplice con el oficialismo; su pasividad ante el fraude del que era víctima principal; la participación de sus representantes en graves casos de corrupción eran hechos que habían quitado personalidad y credibilidad al partido de Alem.
Pocos meses antes, en marzo de 1942, había muerto Alvear, quien a su condición de jefe natural de ese radicalismo adaptado al sistema unía un prestigio extendido entre conservadores, socialistas, comunistas y demócrata progresistas, y también entre los oficiales aliadófilos del ejército.

El preanuncio del fin
El primer hecho político importante del '43 quitó del panorama otra de las variantes de recambio posibles que tenía el régimen. Apenas iniciado el día 11 de enero, un derrame cerebral llevó a la tumba al general y ex presidente Agustín P. Justo.
Para muchos, su muerte tuvo un valor simbólico: especie de preanuncio del fin de la era. Es que durante su mandato Justo había sido la expresión más perfecta de los objetivos y los modos políticos del retorno de la oligarquía al poder. En el período en el que condujo al país se concretó el Pacto Roca-Runciman, que otorgaba a Gran Bretaña un manejo casi discrecional de nuestra producción de carne y una enorme libertad de maniobra para sus intereses en nuestro país: el Estatuto Legal del Coloniaje, al decir de Arturo Jauretche. También durante el gobierno de Justo se creó el Banco Central utilizando el proyecto de un economista inglés, sir Otto Niemeyer, que otorgaba a una sociedad anónima —formada por las principales bancas privadas extranjeras— el control de las finanzas del país. Con Justo se perfeccionó y extendió el uso del fraude patriótico, que había servido para encumbrarlo en la presidencia.
Desde el fin de su mandato —1938— Justo se dedicó a preparar el camino para una nueva presidencia, y la polarización que introdujo en la clase política argentina el desarrollo de la segunda guerra mundial pareció acercarlo a sus objetivos. Como amigo dilecto de Inglaterra, el general se había declarado partidario de los aliados desde el inicio de las hostilidades, al punto que se ofreció personalmente para combatir en Europa. Esta actitud consiguió ir borrando poco a poco las resistencias que su figura despertaba entre radicales, socialistas, demócrata progresistas y comunistas.
En la segunda mitad del '42, su nombre sonaba repetidamente como posible candidato de una gran alianza de las fuerzas "defensoras de los sagrados principios de la libertad y la democracia", ya entonces concebida con la denominación de Unión Democrática: para su formación se sucedían frenéticas reuniones entre dirigentes radicales, socialistas y demoprogresistas, bajo la mirada expectante de muchos conservadores.
También en el ejército se excitaba un grupo de oficiales claramente identificados con Justo. Los encabezaba el ministro de Guerra, general Juan Tonazzi.
Este es un dato esencial de la época: la voluntad de actuar políticamente iba creciendo día a día entre la oficialidad de las fuerzas armadas ante el desprestigio y la falta de representatividad de los aparatos partidarios. Aliadófilos y entusiastas del Eje, nacionalistas y liberales del ejército y la marina, se sentían cada vez más tentados por la posibilidad de influir en el desarrollo político.
Estas maniobras y negociaciones de civiles y militares se habían incrementado a partir de 1941 con el ingreso de Estados Unidos a la contienda mundial, y sus presiones para lograr una definida toma de posición frente al conflicto por parte del conjunto de los países latinoamericanos.
Mientras el presidente electo en 1938, Roberto Ortiz —de extracción radical antipersonalista, ex abogado de los ferrocarriles británicos—, estuvo en ejercicio de su cargo, los intereses de las potencias aliadas no se consideraban amenazados en nuestro país. Cuando la grave enfermedad de Ortiz —en 1940— permitió el ascenso a la titularidad del Poder Ejecutivo del vicepresidente Castillo, la situación cambió. El conservador Castillo, caudillo catamarqueño de su partido, se manifestó siempre partidario de la neutralidad frente a la guerra, despertando desconfianza entre los aliadófilos.
Al producirse la virtual confirmación del ascenso de Castillo a la presidencia, en setiembre de 1940, los militares justistas prepararon un frustrado golpe en su contra. Las versiones que sobre este intento dan algunos historiadores, aunque contradictorias, reflejan el profundo sacudón que experimentaban las estructuras y relaciones políticas que había gestado el régimen a partir de la revolución del '30.
Félix Luna, en su biografía de Alvear, sostiene que la conspiración tenía por objetivo "reponer a Ortiz en la presidencia", que contaba con la aprobación del ministro de Guerra de ese momento —general Carlos Márquez— y con la participación protagónica del mayor Pedro Eugenio Aramburu y de algunos diputados radicales como Emir Mercader. El movimiento habría fracasado por la actitud del propio presidente Ortiz y del jefe del radicalismo, Alvear, quienes coincidieron en "repudiarlo por razones éticas y constitucionales".
En su trabajo para la colección Presidentes Argentinos, en cambio, Ricardo Rodríguez Molas afirma que "la posibilidad de que Castillo significara una rectificación de la política antinazi y de soluciones liberales iniciada por Ortiz preocupó a los círculos políticos y militares de tendencia democrática. Con asentimiento del presidente Ortiz, se acordó secretamente que un triunvirato integrado por Alvear, el dirigente socialista Mario Bravo y el general Márquez se haría cargo del gobierno y llamaría a elecciones. Este propósito no se concretó porque los escrúpulos legalistas de Alvear lo llevaron a desistir de su participación en el proyecto, acordada en un primer momento".
Lo cierto es que la muerte de Alvear en el 42, y la de Justo sobre el comienzo del año 43, crearon un auténtico vacío de liderazgos entre los sectores que tenían el poder político y económico en el país.
El diario La Nación, pocos días después de advertir sobre la necesidad de que los políticos reconquistaran consenso, lamenta la desaparición de la perspectiva que ofrecía Justo: "La esperanza de sus amigos, de sus conciudadanos —muchos de los cuales lo señalaban para ejercer de nuevo la dirección del Estado— aguardó de su naturaleza vigorosa, y sobre todo de su carácter, la reacción favorable que lo devolverían a la actividad plena. Infortunadamente, esos deseos han sido frustrados".

Sin líderes
Esta ausencia de liderazgos surge como la primera gran analogía entre la Argentina de 1943 y la de 1983. El desarrollo de la reorganización interna de los dos grandes partidos de nuestra época, el peronismo y el radicalismo, sus dificultades en el proceso de afiliación, las divisiones y reunificaciones de líneas internas, sólo muestran el peso de las ausencias de Juan Domingo Perón y Ricardo Balbín. La referencia no pretende ignorar las diferencias de los orígenes, extensiones y estilos de liderazgos de uno y otro. Tampoco disimular las distancias esenciales que separan a un caudillo eminentemente popular, carismático, como Perón, de un dirigente de élites políticas y económicas como Justo. Precisamente: el liderazgo de Perón surgió de la irrupción masiva del pueblo en el panorama político nacional, como reacción al sistema oligárquico del que Justo fue representante arquetípico.
Lo importante es que, planteada una situación de crisis, con un proceso electoral en marcha, hoy, como sucedía en el '43, la imposibilidad de encontrar reemplazos para las conducciones naturales constituye una característica sobresaliente de la realidad política nacional.
La desaparición de Justo, último hombre capaz de asumir el liderazgo global del sistema, generó en cada partido político una enconada lucha de fracciones por controlar las candidaturas electorales.
La mayor parte de los dirigentes radicales, de todos modos, seguía seducida por la posibilidad de construir la Unión Democrática sin prestar atención a la prédica popular y restauradora de la minoritaria corriente yrigoyenista, refugiada desde 1935 en FORJA (Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina), dirigida por Luis Dellepiane, Gabriel Del Mazo, Arturo Jauretche, Raúl Scalabrini Ortiz y Homero Manzi.
A comienzos de 1943, la convención de la UCR había dado un acuerdo virtual para concretar la alianza y se esbozaron las posibles fórmulas: la candidatura a la presidencia podía recaer en los radicales José Tamborini o Eduardo Laurencena, para el segundo término sonaban los nombres de los dirigentes socialistas Mario Bravo y Alfredo Palacios, o el demócrata cristiano Luciano Molinas.
Alberto Ciria, en 'Partidos y poder en la Argentina moderna', afirma que "pronto surgen discrepancias entre socialistas y demoprogresistas por la candidatura a la vicepresidencia, atribuibles a las presiones del Partido Comunista para imponer a Molinas antes que a un socialista. Las dificultades siguen creciendo hasta en el propio radicalismo".
En el oficialismo, la falta de un candidato obligado abre las expectativas de varios caudillos y una ofensiva de presiones sobre el presidente Castillo para conseguir su aval. El 24 de enero de 1943 el cordobés Guillermo Rothe, ministro de Instrucción Pública, anuncia sus intenciones de luchar por la candidatura. Pocos días después hace lo mismo el gobernador de la provincia de Buenos Aires, Rodolfo Moreno.
Sin embargo, Castillo se pronunció sorpresivamente a favor del senador y dirigente salteño Robustiano Patrón Costas, el zar del azúcar, uno de los más típicos representantes de la oligarquía del noroeste.
Para el historiador francés Alain Rouquié, "la candidatura oficial impuesta sin consulta previa por el presidente causó desconcierto en el seno mismo del Partido Conservador y en los salones de la Casa Rosada (...) La imposición presidencial echaba por tierra todas esas ilusiones (las de Rothe y Moreno). Sin embargo, desde el momento en que Castillo se declaró partidario de Patrón Costas hasta principios del mes de abril, la puja entre los candidatos continuó dentro de la mayor confusión. Pero nada pudieron las presiones de los caudillos locales ni las afiebradas negociaciones de las personalidades influyentes para impedir que Salta prevaleciera sobre Buenos Aires. El 12 de abril, Rodolfo Moreno renunciaba a su cargo de gobernador adelantándose a la intervención de la provincia por el gobierno central. Quedaba así abierto el camino del fraude. El candidato oficial iba a ser "elegido" presidente sin mayores problemas".
Para tratar de mantener la ya tambaleante estructura de la Concordancia, Castillo designó como compañero de fórmula de Patrón Costas — quien sería proclamado candidato en la Cámara de Comercio Argentino-Inglesa— al dirigente del radicalismo antipersonalista Manuel Iriondo, de Santa Fe.

Carestía, desabastecimiento, negociados
Las maniobras y negociaciones de la clase política eran seguidas con indiferencia, escepticismo y en muchos casos hostilidad por los trabajadores y la pequeña clase media, duramente golpeados por la crisis económica.
En abril del '43, el Departamento Nacional del Trabajo —el mismo que poco después el general Perón transformará en Secretaría de Trabajo y Previsión y usara como base política de operaciones— proporcionaba, en un informe, una idea clara de la vida angustiosa de los sectores populares.
"En general—señalaban sus funcionarios—la situación del obrero en la Argentina ha empeorado, pese al progreso de la industria. Mientras que diariamente se realizan grandes ganancias, la mayoría de la población está forzada a reducir su standard de vida".
Siempre desde la óptica de los intereses que representaba, el diario La Nación también daba testimonio de la contradicción entre el auge de la producción y la miseria popular. En la edición del 19 de enero informaba, con su particular sentido de la sintaxis para los títulos, que "Los más bajos desde hace 12 años son los quebrantos de 1942". El día 18 de ese mes, en un editorial, señaló que la carestía de la vida asume cada día caracteres más graves. Puede asegurarse que los hogares modestos se encuentran frente a un problema muy serio, que desorganiza por completo su economía y crea situaciones tan complejas como no las soportó el país desde hace muchísimos años, ni aun durante la anterior guerra mundial, no obstante que entonces la Argentina estaba huérfana de industrias capaces de abastecer todas sus necesidades".
Precisaba que, "por otra parte, en aquella época el encarecimiento principal recayó sobre los artículos manufacturados, comúnmente de procedencia extranjera, mientras que al presente las alzas extraordinarias se advierten de preferencia en los elementos esenciales para la alimentación, en su casi totalidad de producción doméstica".
Para La Nación, existían entonces "fallas en los resortes oficiales establecidos para regular la vida de los vecindarios", y advertía que "en todos los ambientes de la metrópoli y de las ciudades populosas de la República se oye una unánime protesta por la constante alza de los artículos más indispensables para la subsistencia".
El editorial constituye un documento realmente valioso. No sólo porque ofrece un panorama de los problemas cotidianos de la gente y de los manejos de los grupos empresarios y de la comercialización. También demuestra una clara diferencia entre los liberales de la época y sus herederos de hoy. Mientras los de 1983 levantan la no intervención del Estado como su bandera política fundamental, los de aquella época, con un aparato estatal hecho a su medida, eran decididamente intervencionistas.
"La carne —seguía diciendo el editorial del 18 de enero—, que en nuestro país constituye la base del sustento, ha alcanzado precios prohibitivos aun para los presupuestos medianos. En estos momentos de intensa sequía, cuando la oferta de ganado llega a cifras excepcionales, las mesas modestas no pueden ofrecer un plato de carne porque se ha puesto fuera del alcance del obrero y del empleado. Las papas, pese a ser un año de producción normal, si no abundante, se venden a 30 centavos el kilogramo, precio verdaderamente fantástico. Hace poco tiempo, sin embargo, fue permitida la exportación del tubérculo en mérito, precisamente, de encontrarse cubiertas con exceso las exigencias nacionales. Con las legumbres, las verduras y las frutas ocurre lo mismo".
"Existe una ley represiva de la especulación —se quejaba finalmente el diario de la familia Mitre—, y funciona en virtud de la misma una dependencia dotada de grandes facultades; pero su acción no se hace sentir cuando menos en la medida que aconsejan las circunstancias y frente al clamor general, razonable sin disputa y fundado en hechos positivos. Siquiera el público tuviese elementos de juicio concluyentes para explicarse el porqué de la carestía; mas es lo cierto que ante el aumento incesante de los precios de artículos nacionales de alimentación nadie da razón de ese fenómeno y nadie adopta expedientes tendientes a contrarrestar sus sensibles efectos. No es pedir demasiado si se reclama una acción oficial más enérgica y una información bien precisa acerca de las causas del encarecimiento".
La especulación con los productos alimenticios —sobre todo con la papa, el azúcar y las frutas— había generado, efectivamente, muchas expresiones de protesta.
Casualmente, la producción de azúcar, como actividad industrial, estaba subsidiada por el Estado. Pocos dudaban que los principales beneficiarios del subsidio y las maniobras especulativas eran varios de los más notorios caudillos conservadores del noroeste, entre ellos —claro— Robustiano Patrón Costas, propietario del colosal ingenio salteño El Tabacal.
En los primeros meses del '43, el Departamento de Trabajo de La Plata había realizado un estudio en el Gran Buenos Aires según el cual una familia obrera, compuesta por el matrimonio y 3 hijos menores de 14 años, necesitaba un presupuesto mensual mínimo de 167,28 pesos para satisfacer sus necesidades elementales. El mismo estudio precisaba que los ingresos de esas familias oscilaban entre los 120 y los 130 pesos mensuales. Otras cifras plantean situaciones todavía más dramáticas: una lavandera y planchadora, despojada de todo tipo de beneficio social, sólo juntaba alrededor de 70 pesos mensuales; un peón para cocina y limpieza entre 30 y 50 pesos, el mismo sueldo de un cadete. Los hijos de la clase media no la pasaban mucho mejor: un empleado administrativo, con 5 años de antigüedad, ganaba 120 pesos mensuales, una dactilógrafa arañaba los 70; un vendedor de comercio 80 y un corredor o comisionista unos 10 pesos por día cuando había buena venta.

 

 

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