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crónicas del siglo pasado

REVISTERO
DE ACÁ

Serie de notas
sobre teatro
(3)
Revista Comoedia
1930
un aporte de Riqui de Ituzaingó

 

Por Jorge Nicandro Achával
El porque no surgen nuevos valores

"Vox populi" afirma que los autores noveles que pugnan por llegar, son detenidos en su acción pujante, por un círculo de hierro que se llama a la amalgama de intereses creados entre autores, actores y empresarios.
Claro está que tal aseveración ha partido de los mismos noveles, pero, por su parte, los tácitamente aludidos por tan innoble acusación, se explayaron más de una vez en las columnas que los diarios les brindan por la posición prominente que del teatro ocupan, en manifestaciones con vistas a la trascendentalidad.



 

Más de una vez también, cuando las oscilaciones de una temporada decretaron su hundimiento definitivo, la voz quejumbrosa de empresarios y cómicos se oyó lamentando la carencia de obras y el índice se alzó para señalar una culpabilidad colectiva.
Los consagrados se abrogaron el derecho a esa responsabilidad, puesto que la entidad novel en nuestro teatro está continuamente en potencia y mal podía entonces compartirla.
No escapa a las conclusiones arribadas en este artículo que existe un factor primordial en la imposibilidad de estreno de un novel. El desconocimiento de su nombre.
La empresa que se propusiera estrenar una pieza de autor nuevo, no cuenta con antelación ninguna seguridad de éxito, mientras que estrenando al consagrado cree tener asegurado por lo menos el resultado financiero, que es quizá y sin quizá el objetivo y corolario más deseado.
Pero acaso Florencio Sánchez, García Velloso, Castillo, Paiva, Vaccareza, etc., eran consagrados cuando estrenaron sus primeras piezas?
¿Por qué estrenan algunos noveles que sin amor propio, sin dignidad, sin ningún asomo de ética profesional, aceptan el acoplamiento de una firma y ceden la mayor parte de los derechos?
No es que no existan valores nuevos, sino que no se les deja entrar dignamente.
Hace ya tiempo COMOEDIA organizó un concurso de obras de autores inéditos con el propósito de emerger un valor nuevo, y de él surgieron dos firmas aptas, a pesar de haberse truncado la temporada en su iniciación, por causas ajenas a la calidad del espectáculo, lo que quiere decir que, de finiquitarse, diez autores se habrían agregado a la falange de productores escénicos.
Abona tal opinión, cuatrocientas setenta obras presentadas. Pero dejemos de lado el pitoniso y pedantesco prejuzgamiento y no elevemos nuestra escasa personalidad a las divinidades del Oráculo de Delfos.
Cuatrocientas y pico son, empero, muchas obras, máxime si se tiene en cuenta que la recepción de trabajos tuvo un término de treinta días, lo que demuestra que esa misma cantidad de piezas fué impugnada en los teatros céntricos.
Entre las cosas buenas que nos deparó el concurso — dos autores capaces y sus piezas, de positivos méritos — dio también un rotundo mentís, con la incontrastable realidad de los guarismos, a la decantada amabilidad de empresarios y directores, que afirmaron tener su teatro abierto a todos los espíritus que quisieran cultivar la escena.
A nadie convencerá ya más ese recitado de memoria, desde que el saldo de autores capacitados que no consiguen estrenar, efectuado un ligero balance, es evidente. 
En la probable hipótesis de que la mitad de las piezas entregadas al jurado fueran irrepresentables, que 150 fueran malas y 50 no llegasen a ser mediocres, quedan todavía 40 obras de las que contaremos sólo 20 (todo un cálculo pesimista) con algunos valores y superiores a la producción y cuyos autores deben haber recorrido toda la calle de la Amargura en su vía crucis de secretaría en secretaría, recibiendo siempre la irónica e invariable respuesta:
- su obra es buena... pero...
Bien está que el empresario que expone su dinero defienda el capital invertido; para él es un negocio. que el director, por aquello de la caridad bien entendida, estrene sus obras y las de sus allegados e incondicionales; es su medio de vida.
Pero entonces que no se escuden en el simbólico nombre del arte, que no amparen en el pabellón de la magnanimidad ni se cobigen en la redención de Talía.
Que hagan pública su profesión de fe mercantilista.
¡Cuánto tarda en llegar el nuevo Mesías que arrojará a latigazos a los mercaderes del templo!

La culpa la tiene el público
Hace mucho tiempo que se está clamando por un autor de fibra, por una personalidad teatral portadora de valores verdaderamente artísticos, y ese clamor danza continuamente produciendo por momentos la impresión de una pesadilla y de una utopía.
El autor de fibra no aparece, no da señales de vida; el innovador, el '' mesías'', continúa en las nebulosidades de lo abstruso muy a pesar de los repetidos estrenos y de las firmas anonimatas que consiguen romper ¡por fin! el hipotético cascarón de cemento que circuye los caminos a las carteleras.
Y no es sólo en el ambiente teatral donde se reconoce la ausencia de una verdadera personalidad y donde se aguarda la llegada de aquel que efectúe la sublime cruzada, es en todas partes, en todos los lugares; en cada crítica más o menos severa y en cada comentario intrascendente, y cuanto más se clama más vida tiene la obra burda, más afianzamiento cobra lo adocenado y con más prodigio que la bíblica multiplicación surgen obras, o lo que fuere, y suenan autores. Hasta parece, en una especie de absurdidad, que el grito de protesta fuera inyección de coraje para lo insulso.
¿Alguien tiene la culpa de ello? Es evidente que sí, y debe buscarse a ese alguien entre los tres factores principalísimos de la dinámica teatral: el público, el autor y el actor.
El público va a una sala y mira, ríe, aplaude a veces a rabiar; otras palmotea levemente, se entusiasma, bosteza, lanza una carcajada estentórea o deja correr una sonrisa benévola; toda la gama de sensaciones llegará a exteriorizarse en él; pero, eso sí, ¿protestar? ¡no! ¡El no acostumbra a cometer semejante desplante! A lo sumo callará, y sin demostración alguna de afectividad ni de desacuerdo se retirará para no
volver. ¿Para no volver?... quizás... es probable... pero nada difícil sería que aquel que bostezó la primera noche se abutacara de nuevo a la siguiente.
El autor y el actor son seres humanos, tienen en su espíritu idéntica amalgama de buenas y malas virtudes como el común de la gente y deben hacer frente a situaciones constantes: necesitan vivir, y estas dos sílabas: vivir, involucran una serie tal de exigencias que en muchos momentos adquieren conformaciones verdaderamente trágicas.
Doloroso es confesarlo: quien pretende hacer puramente arte sin tener por otros conductos aportes financieros, deberá estar dispuesto a muchas contrariedades. Esta particularidad no es sólo un patrimonio de nuestra época sino una realidad antiquísima; vale decir, entonces, que el autor para poder aventar al fantasma cotidiano debe olvidarse del verdadero arte, pues el público, en su inmensa mayoría, vuelve sus espaldas a las creaciones artísticas, cobrando así una fuerza de verdad absoluta las palabras lanzadas hace muchos
años por un gran comediógrafo español, palabras que incitaban a escribir para el público, ya que es él quien paga. Y aceptando esto como cierto, llegamos a la finalidad de que en el que paga está el remedio salvador.
Infinidad de autores extranjeros nos han hablado de la silbatina feroz con que eran recibidas sus producciones y de las escenas de pugilato que fácilmente se originaban por la división de opiniones. Aquí jamás ocurre la más leve animadversión; ni una sola vez el respetable se atreve a levantar su tono saliendo de su obscuro diapasón; ni un solo silbido traspasa con su agudez el mohín de los labios.
Y hasta que el público no varíe, es muy difícil que nuestra producción pueda contar con grandes valores.
S. Costa Gea.

(continúa)

 

 

 

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