Recuerdos de la muerte
Hablan los sobrevivientes de los experimentos de Josef Mengele.
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Cuando el 6 de junio los restos de un hombre fueron exhumados en un cementerio de San Pablo, Brasil, la caza del doctor Josef Mengele, el Ángel de la Muerte de Auschwitz, parecía diluirse para siempre. Por eso, los testimonios de los sobrevivientes a los experimentos terribles del exterminador -dados a un panel que, entre el 3 y el 7 de febrero pasado, se reunió en Jerusalén para recordar el 40" aniversario del final de esa pesadilla- definen la personalidad del hombre que usó el quirófano y la masacre como un único método científico. El dramático relato de esos testigos conforman la nota cuyos derechos SOMOS adquirió en exclusividad para la Argentina a la agencia norteamericana Black Star.
Vera Kriegel tenía 5 años cuando llegó a Auschwitz en 1943. Cuando salió, 2 años después, tenía —asegura— cien. "Los recuerdos que tengo de esa época permanecerán en mí por el resto de mi vida", afirma.
Para recordar el 40º aniversario de la liberación de Auschwitz, los sobrevivientes de la clínica de Josef Mengele sobre experimentación humana —gemelos, enanos, jorobados y otras curiosidades de la naturaleza— se reunieron en Jerusalén para registrar, ante un panel de juristas, su testimonio contra el médico nazi, quien tendría ahora 74 años.
Durante 40 años, la mayor parte de estos sobrevivientes guardaron silencio por temor a revivir recuerdos de su traumática niñez. Más de mil pares de gemelos entraron en la clínica de Mengele, donde fueron sometidos a intervenciones de esterilización y castración, trasplantes de órganos y miembros, transfusiones, inyecciones de virus, hormonas y productos químicos, vivisección y muerte deliberada para realizar estudios.
"Cuando llegamos en un transporte desde Checoslovaquia, estaban buscando gemelos —recuerda Vera—. Mi madre les dijo que Olga y yo éramos mellizos, no idénticas, pero mellizos. A nosotros nos agruparon junto con los enanos y jorobados, pero lo peor de todo fue que nos separaron de nuestra madre. A mí me tuvieron que separar entre tres. Yo estaba segura que jamás la volvería a ver".
"Pero más tarde, ese mismo día —continúa—, la trajeron con nosotros a las barracas de los mellizos y nos dijo que tenia malas noticias. Se había encontrado con una mujer que conocía y que estaba trabajando en los depósitos donde se guardaban las pertenencias de las víctimas de la cámara de gas. Le dijo a mi madre: 'Sheindel, debo decirte que ya no tienes marido. Su saco, con sus iniciales bordadas en el interior, llegó a mis manos hace un par de horas. Estaba tibio todavía. No llores o te llevarán a ti también a esa chimenea. Aquí no hay lugar para los débiles'. No lloramos. No volví a llorar hasta que tuve 13 años. Auschwitz me convirtió en una roca".
Los experimentos comenzaron ese mismo día. Vera, Olga y su madre fueron encerradas junto con otro par de mellizos durante 10 días en una celda tan pequeña que apenas había lugar para estar agachados. Les daban muy poco alimento y las inyectaban a diario. "Nunca supimos las razones de esos experimentos —cuenta Vera—. Estaba terminantemente prohibido hablar entre los prisioneros. Si nos pescaban, éramos castigados severamente por las celadoras o por el mismo Mengele. La mayoría de los mellizos eran bastante mayores que nosotros, por eso concentrábamos la atención de Mengele. Acostumbraba llamarme Gitana cuando venía a visitarnos durante sus rondas, vestido con su largo saco de cuero y sus botas. Era un tipo alto y buen mozo cuando tenía 30 años."
"Algunas veces era amable —recuerda— otras veces despotricaba duramente, particularmente cuando algún experimento le salía mal. Durante dos años trabajó sobre nosotras inyectándonos varias sustancias. No sé que nos ponía. No sé qué pude haberles transmitido a mis hijos o a mis nietos".
Kalman Bar-On, un mellizo que vivió en el hospital del campo próximo al de los gitanos, recuerda la noche de agosto de 1944 como si fuera ayer: ' Los gitanos eran veteranos en Auschwitz. Conocían el lugar y, cuando vino la SS, se resistieron. El campo era un infierno terrible de gritos y lamentos. La SS limpió las barracas, matando brutalmente a los gitanos uno por uno y arrastrándolos a los camiones que los llevarían a la cámara de gas".
Esos no fueron los únicos gritos que ese muchacho de 14 años oyó en Auschwitz: "Había un bosque de pinos cerca del crematorio; allí había una casa y detrás de ella un gran pozo de fuego. Allí los alemanes arrojaban a la gente que no podía caminar, a los bebés, a los lisiados en sus sillas de ruedas. No los mataban primero con gas; los quemaban vivos, directamente. Oíamos los gritos provenientes de ese lugar durante 10 semanas, en julio, agosto y setiembre".
Bar-On permanece callado un momento. "¿Usted escucha lo que le digo?, pregunta y agrega: "¿Puede escuchar el ruido que tengo en la cabeza desde hace 40 años?"
Nunca llegó a acostumbrarse a Mengele. "El era el jefe, créame; Dios, sólo su sustituto. Mengele era la fuente de horror. Realmente era terrible e imponente. Cuando la gente hablaba de su pésimo carácter, lo hacían con un temor pavoroso".
"Lo veía frecuentemente, —prosigue— y cada vez que iba al baño, antes de entrar a su clínica. Más de una vez nos hacíamos encima por el miedo que le teníamos. Nunca me tocó. Pero nunca lo olvidaré. Aún hoy lo reconocería, especialmente reconocería sus ojos. Esos ojos intensos y distantes. Daba las instrucciones en voz baja, pero era obedecido inmediatamente, con la mayor presteza. Con Mengele uno nunca sabía qué le depararía el minuto siguiente, literalmente hablando. La vida pendía de un hilo invisible."
"¿Puede entender aunque sea la décima parte de lo que le digo? No, claro que no puede. Ustedes, los normales que nunca pasaron por Auschwitz, jamás podrán entender lo que es descender a las profundidades mismas del horror, donde la oscuridad dentro de la oscuridad era la matanza de los niños", sostiene enfáticamente Bar-On.
"Mengele podía mirar a un niño —cuenta— como el pequeño Pepe, una hermosa criatura checa que era el mimado de la barraca, juguetear con él, luego disecarlo y volver a su casa para almorzar. No le revolvía el estómago, ni la comida le caía mal. Entiéndalo, si puede".
Bar-On, quien se jubiló hace poco como gerente ejecutivo de El-Al y hoy vive en Ramat Gan, al norte de Tel Aviv, asistió al tribunal no para derramar una lágrima, las lágrimas no son para Auschwitz. Un silencio, un profundo silencio sería mejor".
"No querría matar a Mengele —asegura Bar-On—: Sólo quisiera pararme delante suyo, con mis hijos mellizos de 14 años y decirle: mire cerdo, sobrevivimos. Aquí están mis hijos y éste es el Estado de Israel. Lo vencimos".
SOMOS 14/6/85

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