Revista Siete Días Ilustrados
30.05.1967 |
También a Italia llegaron los turbulentos
pero inofensivos Beatniks. Son un espécimen juvenil, muy "pop", que
apenas tiran volantes.
La consigna corrió de boca en boca, ululante:
"Andiamo a Via Vicenza". Como una bandada de urracas chillonas, el
abigarrado grupo desembocó en una tranquila calle de Milán y
descendió en tropel a un sótano repleto de humedad y tinieblas. A
las 11 en punto de la noche, una trompeta asordinada empezó a
desgajar compases de jazz moderno, mientras unas pocas luces verdes
y amarillas trataban de quebrar las sombras. El "show" de los
melenudos había comenzado.
Después de haber ocupado sucesivamente Londres, París y Amsterdam,
las huestes "beatniks" (o "provos") acababan de invadir Italia.
Enarbolando los mismos principios de la "generación beat"
norteamericana (no-violencia, no-conformismo, no-trabajo,
no-limpieza y no-afeitada) los melenudos italianos se instalaron en
Milán. Desde hace pocos meses, un viejo sótano sirve de cuartel
maestre a este pequeño pero ensordecedor ejército. Allí duermen,
comen, beben, bailan y gritan su protesta centenares de jóvenes
provenientes de toda Italia. En su mayoría son estudiantes, que
arribaron "a dedo", en camiones, trenes cargueros, vagones de
tercera clase, o simplemente a pie. La cueva de la calle Vicenza los
alberga a todos. Aunque algunas veces la capacidad de alojamiento se
colma y entonces los barbudos deben buscar refugio en casas
abandonadas o bajo los puentes ferroviarios.
El sótano sirve además como redacción de la revista quincenal Mundo
Beat, órgano oficial del "Movimiento de Conciencias Italiano", que
los nuclea. Los 10.000 ejemplares que venden proporcionan comida y
bebida para todos. Ninguno trabaja ni ha trabajado nunca. Salvo una
excepción: Melchor Gerbino, director del periódico, ex empleado de
una compañía aérea. "Renuncié a mi puesto —explica— porque quienes
trabajan, de un modo u otro, contribuyen a fabricar cañones". El
siciliano Gerbino —a quien todos llaman Paolo— es líder indiscutido
del movimiento, que tiene más de 2 mil miembros, quinientos de ellos
mujeres. La más activa es la sueca Harriet, de 21 años, desgreñada
esposa del hirsuto Gerbino. Muy suelta, Harriet proclama la libertad
amorosa como uno de los principios básicos del grupo. "Pero no
entendida como libertinaje —aclara—, sino como un deseo natural de
relaciones limpias y espontáneas". Su no menos desaliñado compañero
ratifica: "Nuestra libertad de relaciones es más moralizadora que la
'lujuria reglamentada' de la sociedad burguesa".
Los beatniks italianos se definen también como "profundamente ateos
y apolíticos". Uno de los huéspedes vitalicios de la cueva, Enrico
Morini (napolitano, de 24 años) se encarga de recalcarlo. "Nuestra
religión está basada en un ascetismo personal que nos lleva a bucear
en nuestras propias conciencias, sin necesidad de un Dios externo".
De ahí que el movimiento se ubique más próximo al budismo que al
cristianismo. En cuanto a la opción izquierda-derecha, los melenudos
rechazan tanto al comunismo como al fascismo. "No nos interesa la
distribución de los bienes, sino la manera de producirlos", concluye
sin explicar mucho el barbado Morini.
Pero el principio clave sobre el que se asienta el grupo es la
no-violencia. Además de Mundo Beat, la prédica pacifista martillea
incesantemente las calles de Milán mediante panfletos, cartelones y
canciones. "Si nuestras ideas no llegan a imponerse, el mundo
quedará condenado a una destrucción inexorable", se lee en una de
las paredes del sótano. Mientras afina su guitarra, un barbudo con
sandalias, shorts negros de terciopelo y campera anaranjada lanza su
amenaza: "Cuando todos dejen de trabajar, la sociedad industrial
generadora de violencia quedará desarticulada. Entonces nosotros
inauguraremos el reino de la paz sobre la Tierra". Con todo, la
reflexión no resulta tan utópica como cuando afirma que "si todos
nuestros adherentes italianos viajaran a Milán, no habría sótanos
que alcancen para alojarlos. Somos más de 100 mil en toda Italia..."
Salvo alguna escaramuza con la policía —casi siempre por vagancia o
ruidos molestos— la acción de los melenudos italianos no logra
trascender más allá de su propio medio. Los vecinos de la calle
Vicenza los miran con simpatía no exenta de compasión, y muchas
veces les alcanzan comida o les prestan colchones y mantas. Con la
condición, claro está, de que el "ruido" no se filtre por las
paredes del sótano.
Cada noche, como un caleidoscopio, la cueva retumba con estrépito
renovado. El espectáculo jamás se repite. A veces son jovencitas
descalzas que recitan fantasmagóricos poemas sin rima ni ritmo (y
frecuentemente sin sentido). Otras, una lánguida mandolina acompaña
a un coro de 20 voces que desafina a rabiar una efervescente canción
de protesta. O el repiqueteo infernal de un bongó que marca el
compás de una extraña danza que todos bailan en cuatro patas. Pero
siempre humo, mucho humo, más que el que arrojan todas las chimeneas
de Milán juntas.
Mientras tanto, un tren procedente del sur se detiene en la estación
terminal. Del último vagón se descuelga una docena de melenudos
desaforados, sucios y con atuendos multicolores. Sin pérdida de
tiempo, se dirigen a un lustrabotas soñoliento: "¿Queda lejos la
calle Vicenza?".
Especial de Epoca para Siete Días Ilustrados, por Roberto Montorsi
Ir Arriba
|
|
|