A principios de julio de 1918, una mendiga que merodeaba por las
iglesias de Gotemburgo —la mayor ciudad de Suecia— empezó a tener
terroríficas visiones: apenas se dormía veía posarse sobre el
pulpito de un viejo templo luterano dos culebras gigantescas que
vomitaban fuego y desplegaban un estandarte negro en el que podía
leerse, blasfematoriamente: Aquí nacerá el Demonio. Los fieles
empezaron a agitarse porque justo en esos días la mujer del pastor
Bergman estaba a la espera de su segundo hijo. Ernst Ingmar nació el
14 por la mañana, mientras la ciudad era golpeada por una tormenta
de verano. Desde entonces, las viejas mujeres de Gotenburgo siguen
convencidas de que aquel recién nacido es el diablo en persona, "un
Satán que se ríe como si fuese alma en pena". La historia de la
mendiga ha sido quizá exagerada en las sucesivas transmisiones
orales, pero la filiación demoníaca de Bergman ha ido afirmándose
ante los ojos de sus coterráneos: ocurre que, fuera de Suecia, toda
la prensa coincide en que Ingmar es uno de los escasísimos genios
que haya dado el cine y el único, además, que se ha preocupado
obsesivamente por desentrañar las relaciones entre el hombre y Dios
a través del reto y de la imprecación. Eso lo ha vuelto sospechoso
hasta ante sus propios ojos: "Un chico que ha crecido en una casa
parroquial —escribió en 1958— acaba por tener una precoz
familiaridad con la vida y con la muerte. Mi padre celebraba
funerales, matrimonios y bautismos, daba consejos y preparaba
sermones. Demasiado pronto tomé conocimiento con el diablo en
aquella casa donde todos, padres e hijos, vivíamos como sellados
dentro de una fortaleza de hierro". El pastor Bergman tenía
métodos personales de educación. En el sombrío "sillón de las
confesiones", de cuero negro, ubicado en un rincón de su despacho,
se enteraba de los pecados cometidos por sus hijos, diariamente; y
por las noches les leía, antes de que se durmieran, las visiones de
Juan en la isla de Patmos, que componen el Libro del Apocalipsis. El
pequeño Ingmar no podía dormir, evocando lo que acababa de serle
revelado. Pero a la mañana siguiente, el pastor podía tomar su
bicicleta y largarse por los campos con él a la zaga, en pequeñas
giras de predicación por los alrededores de Estocolmo: "Eran para mí
— dice Ingmar— viajes encantadores, a través de un paisaje
primaveral. Mi padre me enseñaba el nombre de las flores y de los
pájaros. Pasábamos el día el uno para el otro, sin la inoportuna
intervención de la agitada vida exterior."
La primera huida
Estos días idílicos fueron seguidos bien pronto por otros
tempestuosos. La inclinación por el teatro (tras el paso por una
escuela privada donde sus condiscípulos lo consideraban "bastante
raro") provocó las iras del pastor Bergman, quien terminaría por
convertirse en capellán de la corte de Suecia. Ingmar abandona su
casa y, con el pelo largo hasta los hombros, barba, pantalones de
golf, un sweater y una boina, deambula por el barrio viejo de
Estocolmo —Gamia Stan—, duerme en los umbrales o en los escenarios
de los teatros, vacíos por la noche; cultiva la neurosis, y contrae
la úlcera de estómago (que lo conduce a una clínica todas las
primaveras). Además escribe incansablemente, maniática-mente, piezas
de teatro, de cuyo tono puede dar idea este argumento: en un atroz
día de verano, un clérigo protestante (imagen paterna) entra en un
teatrillo de variedades y descubre que es el único espectador de una
empeñosa cultora de strip-tease; ésta, agradecida, concurre a la
parroquia el domingo siguiente y encuentra que es la única
feligresa. Ocurre el inevitable enredo amoroso y, como consecuencia
de él, el clérigo se castra. Una anciana impresionable, que lo
recuerda en aquel entonces, evoca su "sarcástica risa, que parecía
originada en los más oscuros rincones del infierno". La leyenda
diabólica terminó por apoderarse de él, y Bergman halló que estaba a
la altura de su leyenda. La guerra —era en 1942— jadeaba a las
puertas de la neutral Suecia. Bergman producía obras de teatro en
pequeña escala, en salas ínfimas. Su versión de Macbeth, con él
mismo en el papel de Duncan, fue una nítida alusión al
avasallamiento nazi de la vecina Noruega y tuvo un modesto éxito. En
el teatrillo de la Universidad de Estocolmo se le presentó un
espectador entendido y afable: Carl Anders Dymling, flamante
presidente de Svensk Filmindustri. "Aquí estaba —escribe Dymling— lo
que yo andaba buscando: un talento joven y renovador, un poco
excéntrico quizá, ciertamente inmaduro, pero lleno de ideas audaces
e imaginativas. Me decidí allí mismo y le pregunté si creía que
podía trabajar en algo para los estudios Svensk; me contestó que
sí."
Los años oscuros Sobreviene un período oscuro, que
incluye el primer casamiento —1943— con la bailarina Else Fisher, de
la que Bergman se divorciará dos años después y con la que tendrá
una hija. En la Svensk tiene la brumosa tarea de reescribir malos
guiones, hasta que una mañana de 1944, Dymling encuentra sobre su
escritorio "no un guión sino una pequeña novela, porque así prefería
Bergman presentar sus ideas antes de transformarlas en el libro
definitivo". Era Suplicio ("Hets"), que dirigiría Alf Sjöberg con la
asistencia del autor, interpretado por Mai Zetterling, Stig Järrel y
Stig Olin. Esta historia de un profesor sádico y de un muchacho que
desciende a los infiernos para encontrarse a sí mismo — con algo de
imaginería expresionista y algo de la desesperanzada escatología
nórdica— le otorga a Bergman el derecho de dirigir su primera
película, con argumento basado sobre una pieza teatral de Lock
Fischer: Crisis ("Kris"), en 1945. Desde el primer momento, las
claves son las mismas: abolición de la esperanza, furiosa
interrogación a la divinidad ("Quiero que Dios me alargue su mano,
que me descubra su rostro, que me hable") y, para conjurarla a
revelarse, negarla empeñosamente ("Si uno cree que hay Dios,
entonces Dios existe; como ya nadie cree en El, el problema está
resuelto"). En la primera etapa se revela también la estrecha
vinculación entre Bergman-hombre y Bergman-creador: las ásperas
disidencias con su mujer desembocan en el escepticismo ("Me
impresionan todas las mujeres: me gustaría matar a un par de ellas,
o quizás dejar que ellas me maten a mí") y en un segundo casamiento,
tan rechinante como el primero: en 1946 se une a la directora
teatral Ellen Bergman (sin ningún parentesco con él, que le dará dos
hijos dos hijas y un sonado divorcio, cinco años más tarde. Como
todas las mujeres de Bergman —menos la actual—, Ellen se ha quejado
de "su falta de ternura, de consideración: parece a menudo que
dentro de él no habitara nadie". El estreno de Suplicio en Buenos
Aires, en 1946, pasa inadvertido. Será necesario que en 1952 el
Festival de Punta del Este proyecte Juventud, divino tesoro
("Sommarlek", 1950) para que los públicos rioplatenses descubran a
Bergman, mucho antes que los europeos. En Suecia, únicamente cuando
Sonrisos de una noche de verano ("Sommarnateens leende", 1945) llega
al Festival de Cannes de 1956 y es recibida con alborozado estupor,
se adquiere conciencia de que un creador excepcional alienta entre
los viejos muros de Svensk Filmindustri y otorga una extraña
vibración, entre animal y satánica, a sus perimidas cámaras, a sus
enmohecidos carros para travellings- Porque aún hoy Bergman se
tapona los oídos para no escuchar el chillido de los ejes, y se
sofoca bajo las chapas de cinc de los techos que no han sido
renovados, lo mismo que el equipo, desde los días del cine mudo.
El estallido religioso Fue también en 1950 cuando Bergman
intentó su tercera incursión en el matrimonio. Esta vez pareció la
definitiva: nueve años junto a la periodista Gun Grut, que le dio un
hijo. En esos nueve años se inscribe también la parábola religiosa
de Bergman, con agudos paréntesis de comedia (Lección de amor, "En
lektion i karlek", 1954, y Sonrisas). Los preludios de la lenta
aproximación a un esbozo de fe asoman en Un verano con Mónica
("Sommaren med Monika", 1952) y, sobre todo, en Noche de circo
(Gyclarnas afton", 1953). No hay una aceptación de Dios, sino de uno
de sus atributos: la compasión. Confesión de pecadores
("Kvinnodröm", 1954) marca una etapa indecisa, donde se retoman
viejos temas y no se diseñan aún nítidamente los nuevos. 1956
hace estallar, por fin, al hombre religioso que Bergman es en el
fondo, y que precisamente ha demostrado su iracundia atea por
resentimiento contra los administradores de Dios en el mundo ("La
Iglesia ha sido siempre la mejor aliada del diablo", decía el viejo
profesor en El demonio nos gobierna, "Fangelsö", 1948, la más
sutilmente desesperada de las obras bergmanianas, la más
insidiosamente escéptica). La infancia de Ingmar había estado
poblada por las misteriosas sugestiones de las iglesias en penumbra
donde su padre predicaba: "El perfume de la eternidad, la luz de sol
coloreada que temblaba en la extraña vegetación de los frescos
medievales, las figuras pintadas en el cielo raso y las paredes.
Ángeles, santos, dragones, profetas, demonios, niños. En un bosque
estaba sentada la Muerte y jugaba al ajedrez con el Caballero".
Bergman ha rescatado por fin el sentido de su infancia, de su vida
toda: él no es un negador, sino un investigador de Dios, uno de los
hombres llamados a dar testimonio de El, a pesar de los mojigatos,
los prudentes y los exquisitos. Nace El séptimo sello ("Det Sjunde
Insulte", 1956), la más poderosa evocación que la pantalla ha
logrado de los terrores y de las alegrías de la Edad Media. La
altiva soledad egoísta de sus primeros años se derrite bajo el sol
de la memoria: es el reencuentro final del anciano profesor —Víctor
Sjöström— con sus padres, jóvenes y blancos en el paisaje de la
niñez, al clausurarse Cuando huye el día ("Smultronstället", "El
rincón de las fresas salvajes", 1957), poema de un lirismo tan
profundo como sólo un alma nórdica podía alcanzar en el ejercicio de
la nostalgia. Tres almas desnudas ("Nara livet", del mismo 1957)
vuelve al mundo moderno y al Bergman desgarrado del comienzo, pero
con un acento esperanzado al final; la misma nota de insólita
alegría que cierra la misteriosa parábola de El mago ("Ansiktet",
1958), el mismo milagro que hace brotar un manantial en el lugar
donde una virgen fue violada y asesinada (La fuente de la doncella,
"Jungfrukallen", 1960). el mismo mensaje que clausura en El
silencio, la flagelación que comenzó con Detrás de un vidrio oscuro
y prosiguió con la suprema ascesis de Luz de invierno. El peregrino
de Dios no ha llegado a puerto, pero a la compasión ha añadido la
esperanza.
La historia de Käbi "Si no hubiera estado
casado con Käbi, no sé qué habría sido de mí después de La fuente",
confiesa Bergman. Käbi Laretei es su cuarta mujer, una célebre
concertista de piano, con la que habita en una vieja casa soleada de
Djursholm. "Mi encuentro con ella es más importante que mi propio
nacimiento." Esta frase diseña un giro sutil en la vida del
excéntrico, del solitario, del amargado, de quien fue acusado de
corruptor. La casa tiene teléfono, puede alojar a varios huéspedes y
Bergman no se pone algodón en los oídos cuando Käbi toca el piano.
Más aún: le ha dicho que si no la oye practicar, no puede elaborar
sus guiones ni sus piezas de teatro. A Kabi, y al hijo que con
ella ha tenido, dedicó Bergman el primer film de su trilogía sobre
la incomunicación de las almas: Detrás de un vidrio oscuro. Tal vez
porque su cuarta mujer lo ayudó a despojarse de los grumos que el
pesimismo interponía entre el mundo y la mirada del cineísta, que se
vuelve límpida a pesar de reconocer la existencia del mal. Pero
reconocerla no implica compartirla, y no parece casual que, después
del abismo —finalmente esperanzado— de El silencio. Bergman haya
emprendido una comedia donde figuran casi todas sus actrices
predilectas: Bibi Andersson. Harriet Andersson, Gretrud Fridh, Mona
Malm, Eva Dahlbeck y Karin Kavli. El film se llama Acerca de todas
estas mujeres, y sólo registra tres nombres masculinos; Nils Poppe,
Georg Frankquisi y Jarl Kulle.
La brasa en las manos Desde
octubre de 1962, Bergman venía preparando cautelosamente los feroces
relámpagos de El silencio. Tiene la costumbre de trabajar rápido en
sus libretos, no más de un mes entre la primera línea y la última,
pero esta vez retocó tres veces el texto antes de entregárselo a su
productor de la Svensk, el viejo Carl Anders Dymling. Cuando la
obra fue estrenada en Estocolmo, a fines de noviembre pasado, fue
como si la Tierra hubiese estallado repentinamente. En las primeras
tres semanas de exhibición, unas 600.000 personas formaron fila,
helándose —la temperatura no ascendió nunca más allá del grado
cero—, a la puerta de las tres salas que lanzaron el film
simultáneamente, movidas menos por el nombre de Bergman que por las
ásperas protestas contra la brutalidad sexual que se atribuía a la
obra en las discusiones públicas y en las cartas de lectores
enviadas a los periódicos. En L'Expressen, la señora Malm, que
confesaba 43 años, envió su queja en estos términos: "No es moral
introducir la cámara cinematográfica en el ojo de las cerraduras.
Menos aún si esa cerradura corresponde a un dormitorio". Al mismo
tiempo, el periódico Dagens Nyheter daba cabida a una carta del
señor Peer Nilsson, cuya menor imprecación decía así: "El silencio
llega al límite de la indecencia. ¿Es verdaderamente necesario
describir algunas intimidades?" Los críticos suecos,
habitualmente severos con Bergman, se alinearon esta vez sin fisuras
para emprender su defensa. La primera brecha fue abierta por Robin
Hood, el más influyente de los especialistas, quien escribió en el
Stockholm Tidningen al día siguiente del estreno: "El comienzo del
film es una sinfonía de imágenes: un tren rápido e irreal; en un
compartimiento, dos mujeres y un niño. No se sabe todavía nada sobre
las dos mujeres. Ellas no son más que imágenes, detalles dentro del
paisaje. En el compartimiento tampoco pasa nada; pero, mientras
tanto, el interés del espectador queda cautivado". Las cartas de
lectores abrumaron también a Robin Hood: "No entiendo su elogio
—apuntaba en el Stockholm una lectora, el 22 de noviembre—. Soy una
adolescente y las escenas eróticas me han dejado completamente fría.
Esto significa, sin duda, que el film tiene graves debilidades
artísticas: no comunica nada al espectador". Pero esas reacciones
fueron apenas el principio de la tempestad. Ingrid Thulin, una de
las protagonistas de El silencio (encarna a Ester, una traductora
con inclinaciones homosexuales, que se satura de whisky y
cigarrillos y se horroriza ante la salvaje lascivia de su hermana
Anna), recibió, hasta el día de Navidad, un total de 830 cartas de
protesta por haber aceptado el papel. En el Dagens Nyheter, la
Thulin tuvo que publicar una nota de justificación: "Hoy me dijo una
señora que jamás perdonará mi presencia en El silencio —escribió la
actriz—. Se declaró triste y mortificada como mujer. La comprendo.
Es la típica reacción de una anciana. Quizá tenga razón, desde su
punto de vista. Pero prefiero que un film tire por la borda ciertos
complejos sexuales, que se arriesgue a hacerlo, aun a costa de
que alguna gente se sienta molesta. Lo admito, El silencio es una
representación audaz de la realidad. Pero he visto escenas peores en
el cine: la gente enojada ante el film no hace más que delatar sus
inhibiciones personales". Por primera vez, la liberal censura
sueca se vio obligada a dar explicaciones públicas, ante el aluvión
de denuncias recibidas por el Ministerio de Cultura. "No debió
haberse permitido la exhibición —dijo en una entrevista radial el
doctor Georg Larssen, representante de un club bancario—. El comité
de censura se ha mostrado blando y debiera ser reemplazado." El
comité optó por defenderse. La señora Viveca Starfelt-Barthel, uno
de sus miembros más antiguos, explicó que "un director ,de films es
como un pintor o un escritor. Se trata de un artista, y por lo
tanto, carecemos de derecho para efectuar cortes en sus obras".
Sin pérdida de tiempo, el Centro Nacional de la Cinematografía sueca
lanzó Una declaración de apoyo a los censores: "Cuando la gente
habla de censura —decía el comunicado del doctor Eklund, director
del Centro—, no piensa sino en mujeres desnudas. Es un error. La
censura sueca condena la brutalidad, el sadismo, la violencia, las
fuerzas destructivas que nos rodean. Las relaciones entre los sexos
no nos parecen criminales. Y nuestra misión es alertar contra lo
criminal, no atentar contra el arte. Es por eso que El silencio no
será cortado. Una actitud semejante equivaldría a castrar las
esculturas griegas o a depurar el lenguaje de los personajes de
Shakespeare".
El estruendo en Buenos Aires A mediados de
diciembre, la Argentina recibió el primer flujo del escándalo. A esa
altura, El silencio no había sido todavía exportado a otro país, y
en Italia se temía que la visa de censura fuese denegada. En
prevención de que las juntas de calificación argentinas dispusieran
cortes, la empresa distribuidora, Dasa, organizó en los laboratorios
Alex dos funciones privadas para la crítica, a las que invitó
inclusive a 3 especialistas uruguayos. En esas funciones, Dasa
advirtió que el consenso periodístico no sólo eximía al film de
cualquier sospecha de pornografía sino que, además, comenzaba a
tildarlo de puritano. Cuando el estreno quedó resuelto, Dasa y la
empresa exhibidora (cine Luxor) acordaron vedar la entrada a la sala
de toda persona que no hubiese cumplido los 22 años. Ese gesto
violaba las disposiciones legales (que sólo admiten prohibiciones a
los menores de hasta 18 años), pero no fue cuestionado: el control
de documentos se cumplió de manera estricta durante los primeros
diez días de exhibición, y el veto se mantuvo hasta con los menores
emancipados. La actitud de los diarios de Buenos Aires resultó,
al fin de cuentas, la menos flexible: en La Nación y en La Prensa,
el juicio sobre El silencio no fue escrito por sus especialistas más
conspicuos, Bartolomé de Vedia y Carlos Burone, "por razones
circunstanciales". En La Prensa, el comentario fue abiertamente
adverso al film y a toda la obra de Bergman; en el vespertino La
Razón, las 40 líneas de opinión publicadas observaban una ambigüedad
que el título ("Filosofía confusa y un exceso de impudicia es el
film...") se ocupaba de desmentir. La más inteligente reseña sobre
El silencio fue escrita por Calki en el matutino El Mundo: tres
vastas columnas de texto defendían la tesis que, en sus
conciliábulos privados, los demás críticos habían reconocido como
justa ("En medio de los alaridos de escándalo de los espíritus
pacatos, nos encontraremos con su película más pura"). Pero fue
Clarín el que rompió con todos los diques: en la edición del viernes
31 de enero, al centro de sus páginas de espectáculos, consagró un
suelto con todas las características de comentario editorial, en el
que sustituía la crítica por estas otras afirmaciones: "Se trata de
un film que ha desbordado toda restricción de orden ético,
incurriendo en la exhibición más cruda de actos que el pudor y los
principios —determinantes incluso de un artículo represivo del
Código Penal— reservaron siempre para la mayor intimidad". Dos días
después, los críticos cinematográficos de radio Municipal hacían
pública su extrañeza ante "las limitaciones a la libertad de
expresión que Clarín, un diario que la exige para sí, está ahora
reclamando contra El silencio". La noche previa al estreno, en la
sala del Luxor, pudo saberse que el artículo de Clarín había sido
ordenado desde Punta del Este por el propio director de ese
matutino. Desde la tarde del lanzamiento de El silencio, largas
filas de espectadores siguen aglomerándose ante las puertas del
Luxor e improvisando discusiones apasionadas. Dentro de la sala, la
actitud es sin embargo de callado recogimiento. Entre los gestos de
respeto que la Argentina dispensó a Ingmar Bergman, quizá sea ése el
más laboriosamente conquistado. 11 de febrero de 1964 PRIMERA
PLANA
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