Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 


Berlín, frontera del recelo
Revista Siete Días Ilustrados
24.02.1969

Una vez más la dividida ciudad alemana se convierte en foco de una crisis que amenaza con caldear la guerra fría. El bloqueo de Berlín, impuesto por las autoridades del Este, no sólo pretende evitar que sus rivales de Bonn realicen allí sus elecciones, sino también neutralizar las maniobras desplegadas por los partidarios de la reunificación
'Yo también soy berlinés'. Nadie ha olvidado esa frase impactante, acuñada por el asesinado presidente estadounidense John F. Kennedy cuando visitó Berlín Oeste, en 1961. ¿La repetirá —a su manera y con diferente estilo— el recién electo Richard Nixon, cuando el próximo 27 visite la ciudad dividida? Esta pregunta no sólo acucia a los berlineses; desvela a ambas Alemanias, la de Bonn y la de Pankow, separadas por el río Elba y por la hegemonía de los dos bloques, capitalista y comunista. Pero sólo los observadores más lúcidos advierten que, si Nixon se convirtiese en eco del recuerdo imborrable de Kennedy y repitiera Yo también soy berlinés, la misma frase significaría algo por completo distinto y se integraría en un planteo político nuevo.
Cuando Kennedy lanzó su exclamación emocional y demagógica, Berlín ya estaba dividida por el demasiado famoso muro, y la situación se hallaba congelada, sin límites previsibles, apta sólo para que deambulasen los patéticos espías de John Le Carré. El joven presidente pretendía únicamente tranquilizar a los alemanes occidentales, dándoles la seguridad de que no los abandonaría por lejos que avanzara en el camino de la coexistencia pacífica, abierto junto con el otro K, el entonces primer ministro soviético Nikita Khruschev. En ese momento, los gestos de desafío pesaban mucho menos en la balanza política que los actos de distensión mundial, y Kennedy no lo ignoraba.
Hoy, el presidente Richard Nixon y la troika que dificultosamente lleva las riendas en Moscú saben que el hielo de Berlín se resquebraja y que allí puede surgir un nuevo foco para caldear la guerra fría. Ya es evidente que la política de distensión y la tesis de la coexistencia pacífica han perdido vigencia. Las agujas del reloj de la historia han girado hacia atrás, hacia esa época dura en que se intentaba evitar un fatal enfrentamiento bélico con la táctica de tantear por medio de posiciones de fuerza la voluntad y la capacidad de respuesta del adversario.
La actual crisis de Berlín se desencadenó el 20 de diciembre del año pasado, cuando Bonn anunció que la elección del presidente de la República Federal Alemana (que será el sucesor del anciano Heinrich Luebke) se realizaría en Berlín Oeste el 5 de marzo próximo. La reacción inmediata no provino —como era de esperar— del presidente Walter Ulbricht y su Alemania comunista, sino de Moscú, que a través del diario Pravda esgrimió veladas amenazas de represalias. Es un hecho significativo, pues revela que la URSS pretende otra vez dirigir las relaciones exteriores de Europa Oriental. La rehabilitación de José Stalin —muy visible en recientes novelas y libros de historia soviéticos— ya asume vigencia política.
El gobierno de Bonn desdeñó la advertencia rusa y convocó a los 1.036 miembros de la Asamblea Nacional que elegirán al sucesor de Luebke. La reunión del 5 de marzo se realizará en el reconstruido edificio del Reichstag (Palacio del Congreso) que se halla ubicado junto al muro de Berlín, en el sector oeste. El sentido simbólico del acto fue patentizado por un corresponsal de la agencia UPI cuando escribió: "El Parlamento de Alemania Federal ha elegido al presidente de la nación en Bonn, capital temporal, en los últimos veinte años, pero esta vez resolvió hacerlo en Berlín, como símbolo de su fe en la reunificación". Dentro del marco de la renovada guerra fría, Bonn cobra mayor audacia y, lógicamente, suscita una respuesta igualmente agresiva de parte del régimen comunista de Ulbricht, quien, en evidente acuerdo con Moscú, el 9 de febrero anunció un severo bloqueo impuesto a Berlín.
Desde el día 10, los funcionarios y los militares de Alemania Federal, así como todos los envíos de materiales relacionados con la reunión de la Asamblea Nacional, encuentran férreamente cerrado el tránsito a Berlín Oeste, que está a 177 kilómetros de la frontera alemana federal, es decir, sólidamente enclavado en territorio comunista. En verdad, el régimen de Ulbricht se considera cabeza de una nación soberana (aunque no cuente con el reconocimiento de ningún país occidental) y, por lo tanto, tendría derecho a abrir o cerrar el tránsito por su territorio de acuerdo con sus propias normas. Pero le está vedado interferir en los corredores aéreos que controlan las cuatro grandes potencias: EE.UU., Gran Bretaña, Francia y la URSS. Mientras febriles consultas se realizaban en ambos bandos y a diversos niveles, los analistas recordaban los sucesivos episodios que, a partir de la Segunda Guerra Mundial, fueron convirtiendo a la antigua capital alemana en uno de los más explosivos polvorines existentes en Europa.

LA SEGUNDA BATALLA POR BERLIN
Hacía muy poco que las tropas soviéticas del mariscal Grigori Zhukov habían ganado la primera batalla de Berlín cuando comenzó la segunda, esta vez no contra los alemanes, sino entre los aliados de la guerra. La primera —aparente— victoria de los occidentales se produjo cuando instalaron, el 11 de julio de 1945, un comando cuatripartito en las ruinas de la capital germana, procediendo —a veces de viva fuerza— contra los ocupantes rusos, según reseña el historiador francés de la guerra fría André Fontaine. Pero habían evacuado Turingia, Sajonia y Mecktemburgo, para integrarlas a la zona soviética, con lo que dejaban a Berlín en territorio controlado por Moscú. Las "líneas de tregua" de 1945, trazadas a lo largo del Elba, son las mismas que hoy limitan a las dos Alemanias, y, aunque los occidentales no las reconozcan como fronteras, lo son de hecho.
Mientras Stalin creyó que una coalición de fuerzas antinazis, encuadrada por los comunistas, podía triunfar electoralmente y preparar el paso gradual de Alemania desde un sistema burgués progresista hasta un régimen netamente socialista, fue campeón de la reunificación germana. En octubre de 1946 sus esperanzas se derrumbaron cuando en las elecciones municipales de Berlín los comunistas y sus aliados sólo obtuvieron el 19,8 por ciento del total de los votos. Era una segunda victoria occidental, debida al electorado alemán ... Desde ese momento la URSS abandonó el proyecto de conquistar a Alemania por la vía de los comicios; decidió atrincherarse en su zona y comunizarla.
En Alemania Occidental la evolución fue diferente: el mantenimiento de zonas separadas de ocupación resultaba tan gravoso que se decidió reunificarlas. La cruda necesidad económica dio los fundamentos de la República Federal Alemana y preparó el hecho político, consumado con las elecciones de agosto de 1949, que pusieron al frente de la nueva nación, férreamente prooccidental, a un hombre enérgico y de confianza: el canciller Konrad Adenauer. La URSS contraatacó creando en su zona, el 7 de octubre de 1949, la República Democrática Alemana, que ocho meses después reconoció la frontera de Polonia en base a los ríos Oder-Neisse. Esto implicaba cederle definitivamente territorio otrora alemanes como compensación por las zonas polacas que la URSS había absorbido; significaba, sobre todo, que Moscú había encontrado en su nuevo aliado alemán la mejor garantía para mantener el beneficioso statu quo en Polonia.
Entre tanto, la URSS había perdido otra batalla en Berlín: en junio de 1948, los tres ocupantes occidentales habían decidido preparar la constitución federal alemana y la reforma monetaria que extenderían a Berlín Oeste. La URSS respondió el 23 de junio con el bloqueo de los accesos territoriales a la ciudad; los occidentales crearon un gigantesco puente aéreo que logró abastecer satisfactoriamente a Berlín Oeste. El 5 de mayo de 1949, la URSS reconoció su derrota y levantó el bloqueo.
Desde 1947, la guerra fría fue clavando sus puntales: el Plan Marshall de! 5 de junio de 1947, que permitió —con un enorme aflujo de dólares— el resurgimiento económico de Europa occidental y sobre todo de Alemania; el Comecon, su pálida réplica comunista, establecido el 28 de abril de 1949 para integrara Europa oriental y la URSS en una comunidad económica; el Tratado del Atlántico Norte (OTAN), del 4 de abril de 1949, dique militar de Occidente contra el comunismo; el Pacto de Varsovia, de 1955, tardía respuesta defensiva-agresiva contra la OTAN.

MURO: VERGÜENZA Y MILAGRO
El 17 de junio de 1953, dos meses después de la muerte de José Stalin, hubo un levantamiento en Berlín Este, que los tanques rusos sofocaron sin que los occidentales hicieran nada más que proferir virtuosas reprobaciones.
Desde el comienzo de la ocupación de su zona alemana, la URSS abusó de la buena voluntad de los pobladores por la áspera avidez con que extraía de allí lo necesario para reconstruir su territorio horriblemente devastado por los nazis. La creación de la República Democrática Alemana le brindó la amistad de un gobierno, pero no de un pueblo. La URSS no podía verter sobre el nuevo país comunista el torrente de ayuda económica que prodigaban los Estados Unidos a las naciones de Europa Occidental y, sobre todo, a la Alemania de Adenauer, cuyo resurgimiento económico era un irresistible imán para los germanos del régimen de Pankow, muy desfavorecidos y sobreviviendo en una economía de escasez. Además, la propaganda occidental les aseguraba que la reunificación no tardaría, mientras les hacía resaltar el cuadro auténticamente seductor de la otra Alemania. Muchos decidieron tomar el camino de la huida hacia donde brillaba el oro: el puente era Berlín Oeste.
Alemania comunista se iba quedando sin técnicos ni cuadros; en 1960-61, la hemorragia humana era tan grave que, cada 30 días, unas diez mil personas huían al sector berlinés occidental. La solución fue ligar la arteria por la cual se desangraba el país comunista: en forma brutal y efectiva, el 13 de agosto de 1961, ambos sectores de Berlín quedaron divididos por un muro. Los occidentales se limitaron a convertir el muro en un permanente slogan anticomunista; según un estudio realizado por la Universidad de Oxford, el drástico recurso, en realidad, significó un alivio para ambos bandos.
comando tripartito occidental en el Oeste y convertida, en el Este, en capital de la República Democrática Alemana.
La construcción del muro y el sembrado de minas en la frontera imposibilitó, prácticamente, la fuga. Entonces, los alemanes del Este decidieron acomodarse a la situación y pugnar por mejorarla. El camino elegido fue el esfuerzo y la eficiencia.
El experto francés del mensuario Le Monde Diplomatique, Georges Penchenier, explica el fenómeno por las características del pueblo alemán: "A la virtud coercitiva del muro se agregaron otras virtudes intrínsecamente germánicas: seriedad, aplicación, disciplina, gusto inmoderado por el trabajo. Un buen alemán no trabaja para vivir. Trabaja por trabajar. Esto es particularmente válido en lo que concierne a los habitantes del Este, sometidos desde la infancia a un verdadero condicionamiento político y técnico: hay que fabricar a la vez buenos comunistas y trabajadores eficientes".
A fines de 1964, el periodista de la agencia AP Preston Grover se extrañaba por el aire próspero que se respiraba en Alemania del Este. Desde 1965, la Feria Internacional de Leipzig demostraba, según el diario The New York Times, que el régimen de Pankow se había vuelto un mercado interesante. A principios de 1966, Morris B. Ellis, del importante diario estadounidense The Christian Science Monitor, reconocía la relativa prosperidad germano-oriental, que había logrado el más alto standard de vida dentro del mundo comunista, después de la URSS; también se admiraba por lo extremadamente barato del alojamiento, cuando se lo lograba. Poco después, el ministro de Finanzas Franz-Josef Strauss, durísimo católico bávaro, reconocía: "Los alemanes del otro lado (el Este) han obtenido grandes logros y están justamente orgullosos por ello". A fines de 1967, Georges Penchenier trazaba un minucioso balance del régimen de Pankow y concluía tajantemente: "Hoy, el verdadero milagro alemán se da en el Este".
También desde 1962 había ido progresando la distensión, que duró hasta comienzos de 1968. No es que faltaran roces y altercados entre las dos Alemanias, especialmente en el dividido Berlín. Pero formaban parte de un ritual, de una suerte de reafirmación de posiciones y de principios, que no entrañaban el menor peligro. Los EE. UU. estaban demasiado ocupados con la trampa mortal de Vietnam. La URSS se debatía contra el cisma chino, el desafío revolucionario cubano y la creciente independencia de Rumania. Entre ambas super-potencias funcionaba un tácito acuerdo en importantes aspectos.

¿QUE SERA DE BERLIN?
En 1968 todo cambió. Tras el misterio del Kremlin se agitaban fuerzas neo-stalinistas en auge, convencidas de que la liberación de Checoslovaquia no era sólo un escándalo más dentro del dividido mundo comunista; significaba un peligro de epidemia que acabara con la hegemonía soviética. Un clima de amenaza se gestó en Moscú. Su repercusión fue enorme en el régimen alemán de Ulbricht: aunque su país se cuente ahora entre las diez naciones con más altos ingresos per capita del mundo entero, su pujanza económica no disimula la debilidad política que implica el aislamiento diplomático de la República Democrática Alemana (aislamiento mucho mayor aún que el de Cuba). Ese factor de inseguridad y desconfianza perpetuas hace cada vez más frígido el gobierno de Ulbricht, que se plegó con entusiasmo a la nueva línea dura soviética.
En junio, para evitar que Bonn sancionara las leyes de emergencia (que según Pankow darían poderes dictatoriales al Ejecutivo de Alemania Occidental), el gobierno de Ulbricht impuso severas restricciones y exigencias al tránsito, por carretera y ferrocarril, convergente en Berlín Oeste, reclamando además pago de peaje. Bonn apeló a las más altas instancias occidentales, que en reuniones de la NATO reclamaron ante la URSS, condenando las medidas tomadas en Berlín (el gobierno de Ulbricht es ignorado por Occidente). La República Federal Alemana —superior a su rival del Este en lo político y en lo económico— aprovechó la coyuntura para reafirmar su nacionalismo y arrebatar argumentos a los neonazis. Se volvió a manifestar como única representante legítima de todos los alemanes; el territorio gobernado por Ulbricht sería sólo una "zona bajo dominio soviético". Pero Bonn hizo algo más. Repitió que Berlín Oeste era territorio federal y verdadera capital del Reich, contrariando a Washington, Londres y París, que no admiten esta tesis, por lo menos hasta ahora.
La noche del 20 de agosto de 1968 sobrevino la invasión a Checoslovaquia: la URSS calmó los ánimos occidentales asegurando que mantendría incólume el status berlinés. Pero en septiembre Moscú reafirmó su derecho (proveniente de los acuerdos que sancionaron el triunfo en la última guerra mundial) de intervenir militarmente en Alemania Federal para aplastar un resurgimiento neo-nazi y belicista. Airados, los tres occidentales !e replicaron que ese derecho ya era caduco e inválido, mientras Bonn recordaba que pertenecía a la OTAN, y que una invasión rusa desencadenaría la guerra en Europa. La URSS mantuvo sin embargo su derecho, desestimando las protestas occidentales.
La primera crisis de Berlín de junio-julio del año pasado (después de un prolongado lapso de apaciguamiento) parece menos grave que la segunda crisis, desencadenada ahora por la decisión de Bonn de elegir presidente en la zona oeste de la dividida y controvertida ciudad. Este gesto audaz se encuadra dentro del cambio ocurrido en Washington: la actual administración republicana está decidida a volcar sus esfuerzos en la consolidación de Europa occidental. El apoyo de París y de Londres es importante, pero todo está supeditado a lo que decida Nixon cuando visite Berlín Oeste el próximo jueves 27. Si acepta la tesis de Bonn de que Berlín Oeste es territorio federal, habrá clavado un nuevo hito en el desarrollo de la guerra fría y convertirá a la ciudad dividida en otro de los focos calientes que desvelan a un mundo temeroso de esa guerra imposible pero aparentemente cada vez más cercana.
La importancia fundamental que asigna la República Federal Alemana a Berlín Oeste tiene una explicación clara: con el paso del tiempo, Berlín Oeste se ha vuelto artificial y semianquilosada, con recursos económicos propios cada día más endebles, muy onerosa para el presupuesto de Bonn que es casi su pulmotor vital. Signo de la gravedad de la situación es que la población está integrada por una anormal proporción de ancianos, junto con gran número de jóvenes: las capas de edad intermedia han optado por irse.
Walter Ulbricht, metódico, duro y paciente, espera que el desecamiento y la artrosis progresiva de Berlín Oeste juegue a su favor. Bonn quiere evitarlo a cualquier precio: no sólo aumenta sin cesar los incentivos para los empresarios que quieran instalarse en la ciudad controvertida y amenazada, sino que ahora busca tocar el sentimiento nacional dándole esplendor político con la elección dé presidente. Espera la visita a Berlín Oeste de Nixon, como si éste fuera a aportar alguna secreta clave definitiva: olvida que 177 kilómetros de territorio comunista separan el sector oeste berlinés de Alemania Federal. Esos 177 kilómetros sólo podrían reducirse a cero con la reunificación de los germanos. En el cuadro político actual, férreamente bipolar, esa salida implica la guerra, y el triunfo de uno de los dos bandos. Faltaría saber, si, después, sobrevivirían suficientes vencedores como para saborear sin amargura su victoria.

 

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Muro
Berlín Oeste: escultura recordatoria de las víctima del muro
Belin

 

 

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