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Wilder, un cruel maestro para quien el hombre es impuro o no es nada
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Tres reflectores de 2.000 watts rasgan de golpe las naves de Notre-Dame y arrojan violentos manchones de luz blanca sobre los pilares de piedra. Detrás de los reflectores, en la sacristía, un hombre solo, fuma, sentado sobre un banco de madera. A sus espaldas se yergue una enorme imagen de Cristo con la cruz a cuestas, un Cristo de mármol cercado por una nube de velas. De vez en cuando, el hombre levanta los ojos y mira hacia el cielo despejado de esta catedral que no tiene bóvedas ni arcadas, de esta Notre-Dame que no está en París, sino en el estudio Nº 4 de la Goldwyn, sobre Formosa Avenue, en Los Ángeles.
A unos 50 metros de la sacristía se agitan decenas de extras, verduleros, carniceros y charlatanes de feria, una vasta marea humana que fluye y refluye al compás del monótono "roll'em" (vamos a filmar), gritado y chasqueado como un látigo por el asistente de dirección. Roll'em, roll'em, repite el hombre de la sacristía, y mientras lo dice, uno puede verle los ojos celestes parapetados tras sus anteojos de carey, el pelo incipiente —blanco en las sienes y sobre la nuca—, el mentón cuadrado y recogido, Roll'em. "Aquí termina el film —explica el hombre—. Ahora, Irma y el gendarme Néstor van a casarse in extremis, sólo unos pocos minutos antes de que su hijo ilegítimo nazca en esta sacristía." Todo está dispuesto
para filmar; el fotógrafo Joseph Laselle asciende con la cámara sobre una grúa de 4 metros y desde allí domina el enorme altar mayor. "Irma será una hermosa y limpia historia sobre la emancipación de una prostituta —dice el hombre de la sacristía—, una historia hecha con placer y sentimiento."
Irma es Shirley MacLaine, Irma la "douce", la dulce. Es también la obra número 19 de Billy Wilder, un vienés nacido el 22 de junio de 1906. Billy, desde su banco de madera y sin dejar ni por un segundo el cigarrillo, habla un poco más sobre Irma, insiste en que ella encarna, por encima de todo, "el mito romántico de las prostitutas cuyo corazón es puro". Y después, se levanta del banco, mira hacia el cielo y hacia las naves de esta Notre-Dame ilusoria, toma su megáfono y ruge ¡Action! Entonces, su Irma-Shirley MacLaine y su Néstor-Jack Lemmon, rodeados por la vasta corte de verduleras y charlatanes, emprenden una vacilante marcha hacia el altar mayor, bajo los implacables y acerados ojitos de este Billy que nunca cesa de fumar.
Es la escena número 483, y en la pizarra de filmación está apuntada esa cifra junto al nombre de Wilder. El único dato imprevisto es el titulo del film, no 'Irma la douce', como uno hubiese esperado, sino Paula l'acide (Paula la agria), escrito con grandes letras blancas. A Billy le apasionan esos chistes.

La mirada hacia el Oeste
Wilder casi nunca confiesa que fue bailarín profesional entre 1922 y 1924; prefiere contar que llegó al cine a través del periodismo, soslayando sus fracasos en el ballet de la Opera vienesa y subrayando, en cambio, su fama como cronista policial y deportivo en el "Nachtansgabe" de Berlín. Quizá no sea para menos: hacia 1925, Billy era una especie de genio que. tan pronto abrumaba de sarcasmos a Fritz Lang como vaticinaba en sus reportajes eclesiásticos que Eugenio Pacelli, legado pontificio, sucedería a Pío XI en el papado.
Por esa época no pensaba en el cine. Se pasaba las tardes jugando al ajedrez en el Romanisches Cafe. Fue en el verano de 1927-1928 cuando Robert Siodmak le interrumpió una partida ganadora para proponerle que colaborase en el libreto de Menschen am Sonntag (Hombres del domingo). Billy se resistió; terminó diciendo que sí, y a los 6 meses estaba ya contratado por la empresa UFA para trabajar en nuevos guiones. Escribió 9, hasta que Hitler tomó el poder y lo forzó a exiliarse en París. La aventura francesa duró un año, pero le sirvió a Wilder para ejercitarse como realizador. Sin conocer bien el idioma se arriesgó a dirigir a Danielle Darrieux en Mauvaise graine (Mala semilla, 1933). Resultó un fracaso.
"Lo que quería era irme a Hollywood —ha confesado Billy—. De modo que entré en los Estados Unidos como inmigrante, reclamé carta de ciudadanía y me puse a escribir historias para la Paramount. Siempre asistía a las filmaciones para protestar contra los cambios impuestos a mis libretos. Me harté de hacerme mala sangre y resolví dirigir mis propios temas. Así empecé."
Lo cierto es que durante ese período (1934-1942), Wilder pudo demostrar quién era: hay rastros memorables de su paso en los libretos que escribió para Lubitsch (La octava mujer de Barba Abul, 1938; Ninoshka. 1939) y para Howard Hawks (Bola de fuego, 1941). Aprovechó esos rastros para dar su gran golpe.

Testigo de cargo
Se ha dicho que Wilder es, junto con Hitchcock, "el más tenazmente cínico de los directores americanos". La frase no es justa, porque confunde cinismo con pesimismo, porque no insinúa el dato que mejor caracteriza a Billy, esto es, su sistemática negación de la pureza, su despiadado apego a personajes alejados de toda salvación.
Esos rasgos están ya en The Major and the Minor (La picara Susú, 1942, con Gingers Rogers y Ray Milland), su primera obra. Wilder ha contado que el productor Arthur Hornblow le permitió realizarla a condición de que no se equivocara comercialmente. Tuvo suerte, y de paso, se permitió entregar una tersa visión de los hoteles neoyorquinos y de un pequeño pueblo en Iowa. Luego fracasó a medias en Five graves to Cairo (Cinco tumbas al Cairo, 1943, con Eric von Stroheim), pero se rehízo inmediatamente con Double indemnity (Pacto de sangre, 1945), una tragedia policial cuyos protagonistas eran Barbara Stanwyck, Fred Mac-Murray y Edward G. Robinson. Allí Billy empleaba el flashback de un modo maestro; la primera escena describía al corredor de seguros encarnado por MacMurray grabando ante un dictáfono la génesis de su crimen, poco antes de ser arrestado por la policía. Ese tenso dato era una exacta apertura para la crueldad destilada por toda la historia: el corredor y su amante estafaban a un banco y asesinaban al marido en discordia, pero también terminaban engañándose mutuamente. De allí en más, nunca hubo piedad para los personajes de Billy.
Su mundo ha sido consecuente con la fealdad y el vicio; la codicia se ha erigido siempre en el pecado capital de sus criaturas. Casi no hay obra de Wilder que no se concentre sobre una pareja plagada de dobleces, de sordidez y de incapacidad para la salvación moral. Billy sólo parece capaz de crear antihéroes o, a lo sumo, caricaturas de héroes. De ahí que él se haya definido como un epígono del expresionismo, en la medida en que sus criaturas son invariablemente débiles para quebrantar el oscuro asedio de la atmósfera sucia que los envuelve. Más todavía, se ha declarado discípulo de esos dos grandes del expresionismo que fueron Lubitsch y von Stroheim, y su ideal, "si fuera posible, consistiría en una mezcla del uno más el otro".
Esa definición de un estilo, ese hallazgo de un mundo propio, es sobre todo patente en el período que va de 1945 a 1951: entre esos años se acumulan sus dos mayores obras maestras y se acentúa su corrosivo sadismo. The lost weekend (Días sin huella) data del 45 y es un áspero informe sobre un dipsómano incurable, encarnado por Ray Milland. Aquí, Wilder introduce sumariamente un personaje positivo (la novia), pero lo asfixia con una paralela descripción de maníacos y pervertidos: el enfermero de Milland es un homosexual, el propio Milland se revuelve en un hospital donde otros dipsómanos ululan, o se enloquece en su cuarto neoyorquino donde lo acecha un repulsivo murciélago.
Hay dos comedias menores en el 47 y en el 48, The emperor Waltz (El vals del emperador, con Bing Crosby) y A foreign affair (La mundana, con Marlene Dietrich y John Lund), aunque la primera incluya ciertos espléndidos toques copiados de la operística vienesa. El intervalo se quiebra con un estallido de talento, Sunset boulevard (El ocaso de una vida, 1950).
Allí, Wilder funde ficción y realidad, exhibe a una Gloria Swanson que se alimenta de su propio mito y a un von Stroheim reducido al rango de sirviente. Y los funde a través de la confusión, de la desorientación, de la crueldad: la escenografía no es tal; la casa de la protagonista, mohosa y barroca, es en verdad la casa de la Swanson, así como el set adonde ella va con su chofer es el set donde Billy está trabajando. El espectador, por ese camino, se siente sumergido en un país de cajas chinas, en una brutal selva (el cine) cuya caricatura es idéntica a la más fiel de sus fotografías.

También le gustaba cálido
La obra siguiente es otra crítica social, The big carnival o Ace in the hole (Cadenas de roca, 1951, con Kirk Douglas), consagrada a exhibir las argucias de un periodista que quiere obtener una nota sensacional prolongando el suplicio de un hombre enterrado en un pozo. Su crueldad, sin embargo, es menos comunicativa allí que en Stalag 17 (1953, con William Holden) o en esa brillante comedia que realizó a mediados del 55, The seven year itch (La picazón del séptimo año), con Marilyn Monroe. Aquí, Wilder creaba sarcásticamente una meliflua imagen del bienestar conyugal, una imagen en la que el marido aparecía sumido en sueño: adocenados y en la que poco a poco se desenmascaraba todo el juego de represiones que gobierna la relación matrimonial en los Estados Unidos. Una de sus crueldades menores consistió en describir a Marilyn mientras caminaba sobre la boca de aire de un subterráneo, con las polleras levantadas.
En el intervalo hay alguna comedia de segundo orden, Sabrina (1954, con Audrey Hepburn y Humphrey Bogart); después, se yergue el mayor fracaso en que Billy haya incurrido, The spirit of St. Louis (El águila solitaria, 1956, con James Stewart), una apología del vuelo de Lindbergh cuyas debilidades están, justamente, en la falta de convicción con que Wilder deslizó el único testimonio idealista de toda su obra.
Sabrina, igual que Love in the afternoon (Amor en la tarde, 1957, con Audrey Hepburn, Gary Cooper y Maurice Chevalier), está al menos salvada por la voracidad que subyace en sus inocentes personajes femeninos. Pero como The spirit, son obras de tono menor. Billy vuelve a ser el de siempre sólo en Testigo de cargo (Witness for the prosecution, 1959, con Tyrone Power, Marlene Dietrich y Charles Laughton), un espléndido ejercicio policial cuyo bondadoso protagonista termina descubriendo, en la última escena, un horroroso trasfondo de crueldad.
Las dos obras posteriores confirman su corrosividad, su pesimismo, su afección por un universo anormal: en Some Like it Hot (Una Eva y dos Adanes, 1959, con Tony Curtís, Jack Lemmon y Marilyn Monroe), bajo la apariencia de una sátira sobre los Twenties, Billy agita chistes sobre el erotismo y la duplicidad de la naturaleza humana, rematándolos con una acida frase final ("Nadie es perfecto"), cuyo profundo sentido irónico ha sido poco observado; en The apartment (Piso de soltero, 1960, con Shirley MacLaine, Fred MacMurray y Jack Lemmon), el golpe bajo consiste en confrontar el idealismo del protagonista con la avidez de la muchacha a quien él protege. Este material implica una gigantesca elipsis, a través de la cual Wilder ha insinuado el vertiginoso desarrollo de la civilización americana, confrontándolo con la sumisión del individuo a la idea del éxito.
One, two, three (Uno, dos, tres, 1961, con James Cagney y Horst Buchholz) quiebra bruscamente ese juego: sin convicción y sólo con habilidad, Billy desliza allí una sátira anticomunista cuyo olor a compromiso no está siquiera disimulado por la gracia del relato y por la tersura del estilo.
En Irma la douce, su mundo de siempre vuelve a pertenecerle. Wilder trabajó tres meses en París antes de filmar en Hollywood los interiores de esa obra. Su mayor preocupación, parece, ha consistido en atrapar líricamente el verdadero mundo de las prostitutas francesas, su melancólico vagabundeo por la rué de Saint-Denis, sus afanes maternales, su ansiedad por un matrimonio burgués.
Hasta ahora, ha sido el libretista de todos sus films y el productor de casi todos; ha logrado que su nombre sea señalado junto al de William Wyler y al de John Huston como un ejemplo de independencia y de integridad artística; ha ganado dos veces el Oscar y ha sido descripto como un maniático de la perfección v como un maestro de la crueldad. Con tantos atributos, ha de dolerle que nadie vea en él a un creador.
Revista Primera Plana
25.05.1963

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