Con el diablo en el cuerpo
Caza de brujas en el siglo XX
Volver al índice
del sitio
Hace tres años los miembros de una secta suiza de fanáticos religiosos mató a golpes a una joven, acusándola de bruja. El crimen, recientemente descubierto, reveló las sórdidas actividades del grupo, comandado por un ex sacerdote paranoico y su mujer

Bernadette Hasler ni soñaba con escribir el diario de su vida hasta que sus padres le recordaron, a golpes, que hacerlo era una de las tareas exigidas a los miembros de la Comunidad Familiar Internacional Por la Paz. Bajo un nombre tan espectacular (como bien intencionado) se esconde, en realidad, una de las sectas religiosas más retrógradas y fanáticas del mundo, y que recluta la mayoría de sus adeptos entre los pobladores de Hellikon, un villorrio perdido entre montañas, no muy lejos de la carretera que une Basilea con Zurich, en Suiza. La secta obedece ciegamente los caprichos de un cura paranoico excomulgado por la Iglesia, Joseph Stocker, y de una llamada Madre Santa que convive con el ex sacerdote. Ellos son los encargados de mantener viva la fe de sus discípulos, a cualquier precio. El más barato: obligarlos a contar por escrito cada uno de sus días sin omitir detalles. Un método cómodo para detectar pecados. Los de Bernadette, por ejemplo.
Presionada por el matrimonio Stocker y trastornada por las torturas mentales y físicas a que era sometida por sus propios padres, Bernadette (17 años) optó por obedecer. "Desde hoy pertenezco solamente al Diablo. Lo amo porque es bello. Ha venido a visitarme ayer a medianoche. El es más bueno que Dios. El mismo día en que tomé la primera comunión, a los diez años, celebré mis bodas con el Diablo. Veo a todos los hombres desnudos porque Satanás me otorgó esta gracia. Pensando en ellos, mi cuerpo tiembla de alegría", escribió en la primera página de sus memorias. "Es necesario pensar para ella un castigo ejemplar", decidieron los feligreses de la comunidad. Uno de los más puritanos, Emil Bettio (comerciante, 40 años, cuatro hijos), asumió con gusto el papel de fiscal. El interrogatorio revivió, en pleno siglo XX, una ceremonia ritual común en la Edad Media: la caza de brujas.
"¿Es cierto que sigues viéndonos desnudos, Bernadette?", inquirió Bettio. "No", respondió ella. "No mientas. En tus ojos adivino que me ves sin ropas". "No, no es cierto". "Sí, Bernadette, confiésalo. El Diablo está aún dentro de tu cuerpo". Durante tres días continuó la ceremonia, matizada por golpes dados con un
bastón, finalmente triturado sobre las espaldas de la muchacha. El cuarto día Bernadette confesó lo que le pedían. Cuarenta y ocho horas después, en la madrugada del 15 de mayo de 1966, moría a causa de las heridas recibidas.
Pasaron casi tres años antes de que el caso llegara a la justicia. Todo el pueblo —incluida la familia Hasler— se complotó para mantener en secreto la muerte de Bernadette. Pero la noticia se filtró, aunque tarde, y Stocker, su mujer, Bettic y tres hermanos llamados Barmettler —quienes se encargaron de hacer desaparecer el cadáver— están ahora procesados por homicidio. Todos los diarios europeos se ocuparon del asunto; el periodista italiano Franco Pierini, del semanario L'Europeo, viajó hasta Hellikon para tratar de desentrañar el tortuoso expediente. Lo logró a medias. No es tarea fácil para un hombre de la era cósmica internarse en la mentalidad de gente que vive con siete siglos de atraso. Lo que sigue es su crónica textual.

"LA CULPA ES DE STOCKER"
Hasta hoy, Joseph Hasler —padre de Bernadette y dedos hijos más, Oskar y Magdalena— no había querido recordar con nadie esta historia. El es uno de los fundadores de la secta acaudillada por Stocker y su cómplice, Magdalena Kohler. Fue el primero en creer sinceramente que el Padre Stocker estaba destinado a salvar al mundo. Por eso le confió la educación de sus dos hijas, además de 30 millones de liras (alrededor de 17 millones de pesos), los ahorros de toda una vida dedicada a la agricultura.
—¿No se siente culpable de la muerte de su hija?
—Toda la culpa es de Stocker. Era él quien hacía todo. Nosotros no teníamos ningún poder y sólo debíamos obedecer. En caso contrario debíamos soportar la venganza del Señor, que se hubiera manifestado con fuerza inexorable. Fuimos siempre una familia muy católica que desde tiempos muy remotos cumplió sus deberes religiosos. Estamos convencidos de que los devotos deben rendir pleitesía a Dios y recibir sus favores. Nuestra devoción máxima se encarna en María, madre de Dios. Nuestra congregación iba en peregrinación hasta Fehrbach, Alemania, donde se decía que había aparecido la Virgen. La aparición, lamentablemente, no se repitió, pero igual concurríamos al lugar. Uno de esos años encontramos al Padre Stocker —creo que fue el primer domingo de diciembre de 1956—. Predicó y dijo cosas importantes. Habló del secreto de la virgen de Fátima y predijo el fin del mundo para una fecha próxima. "Dios necesita gente dispuesta a expiar sus culpas para salvar a los que habrán de salvarse, para que el mundo no desaparezca del todo bajo el terror del comunismo y de la bomba atómica", pontificó Stocker.
Hasler hace una pausa y enciende un grabador donde tiene registrada la voz de Stocker; grave, dueña de un alemán culto y solemne. Cuesta poco imaginar el ascendiente que habrá tenido sobre sus crédulos feligreses.
—Eran los tiempos de la crisis de Suez y la invasión a Hungría —continúa el padre de Bernadette—. Dos años más tarde Stocker y su mujer vinieron a vivir en nuestra propia casa. Huían de Alemania, no sé por qué extraño asunto. Por entonces comenzaron a juntar dinero para fundar la Comunidad y yo, hombre piadoso al fin, me decidí a ayudarlos. Estuvieron ocho años con nosotros. Al principio se comportaban como huéspedes distinguidos, pero poco tardaron en ser los verdaderos amos de la casa.
El relato que hace de la vida cotidiana basta para demostrarlo:
—Los primeros meses, nuestra familia y todos los adherentes a la Comunidad debían iniciar cada mañana dirigiéndose a la habitación donde dormía Stocker, para recibir su bendición antes de ir a trabajar. Nos arrodillábamos delante de su puerta y orábamos hasta que él salía a bendecirnos.
—¿Vestía hábitos sacerdotales?
—A veces. Otras, nos recibía directamente en piyama. Cuando estaba enfermo nos bendecía desde la cama. La ceremonia se hacía cada vez más tarde, y con el tiempo terminó saliendo de su habitación, junto con la Kohler, para reclamar el almuerzo.
—¿Nunca dudaron de ellos?
—¿Y cómo hacerlo? Si no mandábamos a nuestros hijos a la escuela regenteada por ellos en Singen —llamada también el Arca de Noé— decían que la furia divina los fulminaría, que no éramos dignos de la fe puesta por la Virgen en nuestros hijos. Si no aportábamos el dinero reclamado para la Comunidad, nos acusaban de estar entregados al Diablo, quien cerraba nuestros bolsillos hasta hacernos morir a todos. Pero el tema principal era, naturalmente, el sexo. Stocker y la Kohler habían establecido que el mundo tenía necesidad de purificación. Por eso sancionaban duramente hasta las relaciones entre marido y mujer. A nosotros, por ejemplo, nos prohibió tener más hijos. Todas las mañanas la Kohler nos escrutaba detenidamente, a mi mujer y a mí: quería descubrir en nuestro rostro si habíamos "pecado"; Stocker la escoltaba, y no perdía la oportunidad para endilgarnos sus razones, siempre muy convincentes, según las cuales no había que traer más hijos al mundo. Para mayor seguridad, todos debían confesarse; pero ésa no era una confesión común: ambos sacerdotes exigían la descripción minuciosa de los pecados, y explicaban que en el lecho matrimonial montaba guardia permanente el demonio. "¡Cuida a tu mujer!", nos gritaba Stocker. "¿No comprendes que la ronda el Maligno?" Y así se arribó a la confesión por escrito de las culpas reales o imaginarias y de todo aquello que pudiera ser considerado como tal. Esos diarios íntimos eran desmenuzados luego en las asambleas de la Comunidad y se calificaba con terrible dureza cada acto de lascivia y perversión. Todo era juzgado allí: desde la cantidad de leche comprada para los chicos, hasta la vestimenta del marido y la mujer. Ellos, los jueces, estaban siempre presentes, como Dios...
—¿Los castigaban por esos supuestos pecados?
—Nos decían que éramos espiados en todo momento, y que debíamos espiar a los demás. La pena última, por supuesto, era el castigo divino: el Señor nos destruiría, sin necesidad de ningún Juicio Final. Hace nueve años que yo no hablo con mis vecinos, a causa de ese espionaje mutuo. Nos han prohibido concurrir a cualquier otro templo; mis dos hermanos —ambos solteros— sufrieron además una extraña prohibición: no podían frecuentar a ninguna muchacha sin solicitar autorización a los Supremos Sacerdotes de la Orden. Pero, cada vez que pedían ese permiso, Stocker se retiraba "a meditar", y su respuesta era siempre negativa.
—¿Hubo alguna diferencia entre Stocker, o la Kohler, y ustedes?
—Bueno, creo que caímos en desgracia cuando confesamos nuestro temor de que estuviéramos aportando demasiado dinero para este Culto. Se mudaron entonces a la villa que Emil Bettio, el mismo que sería más tarde fiscal de mi hija, había comprado para ellos en Ringwill. Querían que les pidiéramos perdón; ordenaron a mis hermanos Oskar y Eligen que fueran a verlos, y les dijeron que si seguíamos en culpa sería aniquilada toda nuestra familia. Después me llamó Stocker por teléfono: me concedía media hora para implorar el perdón. En esa media hora ocurrió de todo: una tempestad asoló la casa, cayeron rayos y truenos, y el viento ululaba como las ánimas del infierno. La media hora se fue, sin que nos diéramos cuenta...
Ahora, quien habla es la otra hija del matrimonio Hasler, Magdalena, de 16 años. No obstante la falda corta que le otorga un aire gracioso y juvenil, la muchacha no logra ocultar su preocupación. Se siente perseguida por la posible venganza de las fuerzas ultraterrenas que podrían desencadenar sus verdugos:
—Bernadette y yo dormíamos juntas; no es verdad que el Diablo haya visitado nuestra habitación. Fue una simple broma, una ocurrencia adolescente que terminó en tragedia. Ya sé que no hay que jugar con el demonio. Quién sabe si todo esto no acarrea una maldición sobre nosotros.
Joseph Hasler, entre tanto, sólo atina a murmurar:
—Podríamos haber constituido una magnífica Comunidad Familiar Por la Paz. Stocker y la Kohler destruyeron a mi hija, y contaminaron el pueblo de Hellikon. Hoy, la Comunidad está dispersa por culpa de ellos. Quizás algún día Dios quiera enviarnos un hombre realmente justo y redentor.
Revista Siete Días Ilustrados
10.03.1969

Ir Arriba

 

Bernardette
Bernadette Hasler: luego de ser torturada durante tres días, la joven confesó lo que pretendían sus verdugos: "El Diablo sigue estando dentro de mi cuerpo". Al cuarto día falleció a consecuencia de las heridas recibidas. Sus padres ocultaron el crimen.
Hasler
Familia Hasler
Stocker
ex sacerdote Stocker