China propone jugar al ping-pong Volver al índice
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"Estados Unidos debe reconocer explícitamente que Taiwan es un problema interno, y que sólo el pueblo chino tiene derecho de liberar la isla. Por lo tanto, corresponde que retire todas sus tropas; su agresión a esa parte inalienable de China sería entonces un problema internacional, y estamos dispuestos a negociar ya mismo. La puerta está abierta; ahora depende de la real voluntad norteamericana para abordar con seriedad el problema de Taiwan." Hacia fines de marzo, ante el periodista y escritor norteamericano Edgar Snow —amigo personal de Mao Tsé-tung hace un cuarto de siglo, uno de los primeros occidentales autorizados para permanecer seis meses en China después de la Revolución Cultural—, el primer ministro Chou En-lai ratificó la posición de Pekín ante Washington, en una nueva e importante etapa de las relaciones chinas con el resto del mundo.
La apertura de China hacia la vida diplomática internacional caía por su propio peso: la última votación de las Naciones Unidas señaló con claridad absoluta (Confirmado Nº 284) que, una vez apaciguadas las aguas de la Revolución Cultural, consolidando el frente interno, era inevitable la reversión del aislamiento asiático. Orientado hacia el esclarecimiento de la prensa occidental, el primer ministro chino sostuvo ante Edgar Snow que el proceso iniciado con el primer dadzebao, si 25 de mayo de 1966, había concluido, y que acaso el último paso de la etapa será una Constitución que se conocerá en la última mitad de 1971. Mientras tanto, confirmada en su rumbo por el reconocimiento de varios países occidentales —los últimos fueron Italia y Canadá—, China sigue adelante, y aun tiende líneas hacia Estados Unidos.
La visita de una quincena de jugadores norteamericanos de ping-pong fue una muestra del curso que ha tomado la diplomacia china; las derrotas infligidas a los deportistas —descontadas de antemano: los chinos dominan hasta el hartazgo las relaciones con la pelotita de celuloide, paleta por medio— fueron una amable excusa para ratificar amistosos sentimientos hacia el pueblo estadounidense. Menos sensacional que los espectáculos montados en la Opera de Pekín, el deporte fue una excelente vidriera tiara reflejar la tendencia que predomina por hoy en China; la retribución de atenciones —una embajada toma forma para participar en torneos atléticos norteamericanos— hará de marco para reservados, importantes contactos entre diplomáticos de los dos países.
Obviamente, el derretido cubito deportivo reclamó la rutinaria imaginación de las redacciones occidentales; una simple ojeada a la mayoría de los titulares y comentarios permitiría inferir que mañana mismo se abrirían embajadas en Pekín y Washington, y nada está más lejos de la realidad. Es que algo más que cautela requiere un verdadero deshielo entre las dos capitales: falta resolver el futuro de Chiang Kai-shek, el constante acercamiento entre EE. UU y la URSS, la ubicación de Japón y la India en el damero distinto que propone la nueva actitud china; en suma, Washington debe afrontar —como siempre, forzada por la realidad— el ímprobo trabajo de revisar toda su política internacional, incluido el abandono de prejuicios y objetivos superados.
Las declaraciones de William Rogers, apenas insinuada la apertura de un proceso que puede reclamar una década hasta su clausura, tuvieron como meta ganar tiempo, recuperar el aliento ante las proposiciones de Pekín. Paralelamente, Richard Nixon reclamó de su "dador de sangre intelectual", Henry Kissinger, una revaluación de la política norteamericana en Asia: la sola posibilidad de dialogar con China sobre Taiwan modifica completamente el cuadro de la acción norteamericana tanto en Indochina como en Japón, el Golfo de Bengala y la India, y reclama previsiones distintas a las formuladas —y aplicadas con minuciosa pulcritud— por el finado John Foster Dulles. Para Nixon, el paso chino significa una paradoja, y acaso un nuevo as para su poker electoral: transformar un fantasma belicoso de 750 millones de habitantes en un casi amigo podría hacer impacto en la conciencia media norteamericana.
Ahora bien, Estados Unidos debe afrontar —además del problema concreto de sus relaciones con Pekín— la coyuntura diplomática y psicológica que eligió China: mientras los GI's siguen desgastándose en el pantano indochino, y el frente interno continúa inclinándose hacia distintas formas de pacifismo, Nixon debe afrontar la presión de la opinión pública, cosa que personalmente le desagrada: él es un consumado negociador parlamentario, capaz de domar varios lobbies a la vez, pero incapaz da ocultar su irritación cuando la prensa y los potenciales electorales toman una posición bastante alejada de sus previsiones.
Así las cosas, se hace difícil prever las bases que Estados Unidos trataría de imponer a China para ensayar el diálogo; las inclinaciones personales de Kissinger bien pueden orientarse hacia la defensa a cualquier costo de Chiang Kai-shek, con la intención de no introducir un principio de crisis en la política asiática norteamericana. Para contrabalancear esa tendencia, sin embargo, se abren dos elementos de singular importancia, que el prestigio de Washington no podría soslayar: la presumible convocatoria china a una conferencia mundial sobre desarme nuclear. forzada desde su condición de poseedora de un considerable arsenal atómico, y el papel de líder de naciones pequeñas que encara Pekín al tomar la iniciativa de intentar el deshielo internacional. En esa reflexión que hoy desvela a Kissinger y Nixon, que comparte desde su desplazamiento William Rogers, reside algo más que la actitud a asumir por Washington: que China se avecine implica un nuevo ángulo para seguir adelante con la línea de acercamiento tendida hacia el polo de Moscú.
21 de abril de 1971 - CONFIRMADO

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