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Largo, largo, largo, largo
ESTE MUNDO LOCO, LOCO, LOCO, LOCO
[It's o mad, mad, mad, mad world, USA, 1963), producción de Stanley Kramer, distribuida por United Artists; libreto: Tania y William Rote; fotografía: Ernest Laszlo; música: Ernest Gold; intérprete: Spencer Tracy, Phil Silvers, Ethel Merman, Peter Falk, Jonathan Winters, Mickey Rooney, Buddy Hackett, Dorothy Provine, Milton Berle, Edie Adams, Sid Caesar, Therry Thomas. Director: Stanley Kramer. 200m. (con intervalo).
Poco antes de morir, al desbarrancarse su auto, un delincuente (Jimmy Durante) confiesa a sus ocasionales testigos que en el parque Santa Rosita, bajo una enorme "w", ha escondido 350.000 dólares. Es de mañana; pocos minutos después, los 5 hombres y las 3 mujeres que comparten el secreto (Berle, Roonel, Hackett, Caesar, Winters, Merman, Provine, Adams) están embarcados en la búsqueda del tesoro, por las rutas y el aire de California, en una persecución tan disparatada como accidentada. Al caer la tarde, la carrera habrá terminado en la sala de un hospital.
A lo largo de las interminables tres horas del film, se agregarán más personajes (Silvers, Thomas, Shawn, Anderson, Falk) y se agregará, también, la policia del lugar, simbolizada por el capitán Culpeper (Tracy); que sigue los más mínimos pasos de los buscadores. El juego del vigilante y el ladrón es el centro de esta historia con la que el polémico Stanley Kramer (Fuga en cadenas, La hora final, Juicio en Nüremberg, Heredarás el viento) ha querido revivir la mejor tradición cómica del cine norteamericano, la de Mack Sennet, la de Harold Lloyd, la de Buster Keaton, que hasta interpreta un breve y anodino papel en la película.
Si Este mundo no provoca el impacto necesario es, en primer lugar, por su exagerada longitud, que obliga a recargar las situaciones, estirar las secuencias, un recurso que no tolera la comedia, excepto si a ese recurso lo respalda la imaginación. El propio Mack Sennet sabia en qué momento preciso interrumpir un gag, cómo dejar al espectador intrigado por la escena próxima. Cuando se produce el intervalo en la proyección de Este mundo, cualquier espectador está autorizado a suponer que la película ha concluido. No obstante, faltan cerca de 70 minutos.
Los autores —casi dos años de labor, en sucesivas reescrituras— no consiguieron enriquecer las anécdotas: se limitaron a prolongarlas, en una esforzada tarea de acumulación. Era el peor de los caminos. Los ejemplos abundan: como el guión necesitaba complicar las andanzas de los buscadores, empieza apelando al disparate: Caesar y Adams, para ganar tiempo, alquilan un avión, pero es un avión de 1916. Rooney y Hackett los imitan, pero quedan ellos a cargo de la máquina y sus lógicas acrobacias terminan por fatigar. El empleo del absurdo fracasa a la media ora y, entonces, el libreto amontona meras ocurrencias.
Sucede que no deja la puerta libre a la fantasía: comete el error de achatar las posibilidades del tema, de olvidar que el slapstick no se contentaba con deformar la realidad, con atribularla y distorsionarla. Pretendía, además, crear una nueva realidad y también un nuevo lenguaje cinematográfico, una visión anticonvencional de la rutina. Ese soplo rebelde no existe en Este mundo, su ausencia corroe todo su admirable arsenal de trucos y sorpresas. El film necesitaba un mago; tuvo un prestidigitador.
Se llama Stanley Kramer. Al cabo de los 20 films en que participó como productor o director, se descubre que es más emprendedor que talentoso, más audaz que renovador, más ambicioso que comprometido. Así se comprende que haya afrontado Este mundo, convencido a los financistas, adoptado el cinerama (cámara única), reunido un elenco deslumbrante y promovido un estreno en Hollywood con 250 periodistas invitados (ver Nº 53, pág. 50).
Kramer no vaciló en convertir a la película en un espectáculo polifacético, en una mezcla de megalomanía y virtuosismo. Pensó, sin duda, que sólo así ayudaba a cubrir las lagunas del guión, que sólo así disimulaba sus caídas. Él también se dedicó a la acumulación: automóviles que saltan, vuelan y chocan; aviones que evolucionan y se estrellan; estallidos de fuegos de artificio y dinamita, escaleras que se rompen y una antología de contorsiones. Si la anécdota fatiga, el derroche de Kramer no fatiga menos, a pesar de la perfección de los trucos y el habilidoso encuadre.
Este mundo proporciona, además, una competencia: la de descubrir actores; Zasu Pitts, una telefonista; Andy Devine, un sheriff; Los tres chiflados, bomberos; Jim Backus —la voz de Mr. Magoo—, un aviador ebrio; Keaton, un marinero; Joe Brown, un orador; Eddie "Rochester" Anderson, un taxista; William Demarest, un policía. Los actores principales se reparten algunas excelencias, especialmente el camionero Winters, el coronel Terry-Thomas, el capitán Tracy. Con este reparto, con la idea inicial, con el presupuesto invertido, con la burla que la trama esconde sobre la condición humana, Kramer debió haber dado más de sí.

Una gran ópera china
55 DIAS EN PEKIN
(55 Days at Peking, USA 1993), producción de Samuel Bronston presentada por Organización Rank; libro: Philip Yordan y Bernard Gordon; música: Dimitri Tiomkin; fotografía en tecnicolor: Jack Hildyard; vestuario, escenografía y ambientación: Veniero Colasanti y John Moore; director de la segunda unidad: Andrew Marton. Intérpretes: David Niven, Charlton Heston, Ava Gardner, Flora Robson, Leo Genn, Robert Helpmann, Kurt Kastnar, Paul Lukos, Elizabeth Sellan, Philippe Leroy y Jacques Serna. Director: Nicholas Ray. 180m.
En el verano de 1900, las representaciones diplomáticas acreditadas ante la corte de Pekín enfrentaron la rebelión de los 'boxer', terroristas chinos decididos a erradicar de su patria toda huella extranjera. La emperatriz viuda — Tzu-Hsi—, penúltima soberana de la dinastía manchú, alentó con no excesiva discreción a los boxer, y durante 55 días el asedio al sector europeo contiguo a las murallas de la Ciudad Prohibida fue noticia de primera página en el mundo entero.
Yordan y Gordon han atendido a los aspectos lineales de la historia, preocupándose de subrayar en ella lo más directamente patético o espectacular. De ahí que el film se resienta de puerilidad y convencionalismos, por un lado, y que, por el otro, permita asistir a una reconstitución pasmosa de un lugar y una época. Desde la capital de la China, con su tumultuosa vida callejera, sus costumbres y su imponente templo del Cielo, en el centro de la ciudadela imperial, hasta el interior de un hotel finisecular con su ornamentación seudogótica; desde la elaborada sala del trono del Dragón hasta el elegantísimo vestuario de Ava Gardner, toda la película gira alrededor de una portentosa visualidad, sostenida por la minuciosa indagación decorativa de Colasanti y Moore.
Lo demás es una simple narración de intriga y suspenso, con su correspondiente villano (el príncipe Tuan — afectada composición de Robert Helpmann —, coruscante de joyas y reverencias, con las uñas ocultas por larguísimos estuches de oro labrado) y, dada la época, su inevitable condesa rusa (la envejecida Ava Gardner), de osada conducta y virtud esencial. Nicholas Ray (52 años, ex actor, realizador de Rebelde sin causa y Rey de reyes) especula hábilmente con las dilaciones, las escenas de masas enfurecidas y las estrepitosas voladuras de polvorines y murallas. Menos sagaz se muestra en la descripción de caracteres, que no escapan a las convenciones: el inglés aparece imperturbable hasta la caricatura, el norteamericano se burla del protocolo, el ruso es sibilino y sensual. En tal sentido, la primera y la última secuencias son características: para demostrar el cosmopolitismo del barrio diplomático, cada país hace izar su bandera a la misma hora y a los compases de su himno nacional, lo cual ocasiona un fárrago sonoro no siempre bien modelado por un equipo algo errático; la llegada de las tropas europeas liberadoras promueve también un candoroso desfile en el que alborozadas —y despeinadas— señoras abrazan frenéticamente a soldados franceses, ingleses, norteamericanos, alemanes, rusos, austríacos y japoneses, que entran por distintas puertas y a los sones de sus marchas características.
La obvia preocupación de Ray (PRIMERA PLANA, Nº 55) ha sido construir un juguete valioso, deslumbrante y que puede destruirse con facilidad. La portentosa reconstrucción de Pekín —casi maniática en sus detalles— y de 1900, es reducida a polvo en los últimos tramos del film, con un despliegue considerable de fuegos artificiales y de extras (no siempre ortodoxamente orientales en su aspecto). El director aparece en el personaje episódico del ministro norteamericano en Pekín, Maxwell, quien se hallaba enfermo y delegó sus poderes en el embajador inglés (David Niven, de segura y sobria expresividad). Flora Robson, que alguna vez fue Isabel I (Fuego en Inglaterra) y que cultivó el exotismo como Ftatatita, la esclava de César y Cleopatra, conjuga ambas instancias en una convincente encarnación de la emperatriz viuda, astuta y maligna, más preocupada de sus ruiseñores enfermos que de las vidas humanas.

Revista Primera Plana 07.01.1964

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