Dreyer
Una resurrección
La del creador más admirado y menos conocido del cine
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Al principio no fue solamente el Verbo sino también el Mal. Y apenas fue, el Mal comenzó a respirar y a hincharse dentro de las cosas. Uno puede, ahora, oír cómo esa respiración atraviesa solemnemente la obra del danés Carl Theodor Dreyer, cómo la atesta de satanes, de brujas, de obispos malditos y de vampiros. Uno puede sentir cómo pelea contra otra respiración u otro viento, el de los santos, el de los valientes y el de los iluminados. En medio de esas fuerzas ha crecido Dreyer y de ellas se ha ido alimentando para erigir su obra, sus 13 grandes films que se alzan como los más admirados y los menos conocidos de la historia del cine.
En los últimos 20 años, este clásico nórdico que para algunos es un genio y
para otros un estéril maestro, derruido y huérfano de discípulos, ha realizado apenas dos films mayores, Dies Irae (1943) y Ordet (1955), dos historias calumniadas y falsamente tildadas de impenetrables. Sólo en 1963 el espectador argentino podía saber, además, si ambas historias han sido lo suficientemente hermosas como para sobrevivir.
Ocurre que el distribuidor de la empresa Gala, Néstor Gaffet, está a punto de concertar la compra de esos dos títulos mediante una inversión de 16 mil dólares. Cercados por una vieja maldición comercial (la misma que todavía pesa sobre La térra trema de Visconti y sobre el Otelo de Orson Welles), los films de Dreyer permanecían desconocidos para el público de este país, con el pretexto de que sus derechos eran onerosos y de que no había aquí el necesario caudal de público culto como para compensar tanto gasto. Gaffet (que hace diez años introdujo a Bergman) estima que puede derribar ese mito.
Más que su obra previa, son las declaraciones de Dreyer las que han transformado a Ordet y Dies Irae en una suerte de templo vedado. Hace 7 años, el realizador danés dijo que ambos films eran abstractos, y esa definición fue interpretada literalmente por mucha crítica. Dreyer aclaró después que abstracción implicaba para él una oposición al realismo: "El artista debe abstraerse de la realidad para reforzar el contenido espiritual de su obra —explicó—. Debe describir la vida interior. Debe entregar un espectáculo no solamente visual sino también espiritual." Es lo que ha hecho: apoyándose sobre el calvinismo, exhibiendo siempre al hombre como un ser predestinado, oponiendo al principio de la vida el principio triunfal de la muerte; descubriendo a las mujeres de sus films como hechiceras, como inagotables portadoras del pecado original, el viejo maestro —contradiciéndose o peleando contra sí mismo— ha querido también ser un humanista, un creador de héroes que se purifican a través del martirio. Casi como en un espejo, su vida ha ido contemplándose en esa obra.

El libro de Satán
No hay datos ocultos de su biografía. Nació en Copenhague el 3 de febrero de 1889 y quedó huérfano a los 4 años. Su familia de adopción lo forzó a tomar clases de piano sólo porque las clases eran gratuitas. De algo le sirvió esa farragosa iniciación musical: a los 14 años ya se ganaba la vida como ejecutante en un café. No por mucho tiempo, sin embargo. Harto del piano, prefirió destruirse en la administración municipal, en un par de tiendas, en los mostradores de una sociedad eléctrica y de otra sociedad telegráfica.
Era un disconforme. No bien comenzó la guerra, en 1914, pudo ingresar como cronista teatral en el "Berlingske Tidende", pero al mismo tiempo se apasionó por la aeronáutica y emprendió trece vuelos. El periodismo acabó por devorarlo. A esa altura ya estaba en vinculación con la Nordisk Film, para la que trabajaba como redactor de intertítulos. Hacia 1915 esa empresa lo incorporó como revisor de guiones ajenos. Sobre la marcha, Dreyer preparó algunas historias propias y logró que Robert Dinesen le filmara la primera: se llamó Hotel Paradis (1917) y estaba basada sobre una novela de Roustog.

El nacimiento de la palabra
Su primer film es El presidente (Praesidenten, 1920), y el propio Dreyer ha confesado que "no soportaría verlo de nuevo". Puede que tenga razón: es la historia de un abogado que seduce a una pobre mujer y la abandona. Veinte años más tarde, el abogado juzga un caso de infanticidio, descubre que la culpable es su hija y expía la culpa suicidándose. "En esa época yo no estaba haciendo un film —dice Dreyer—: estaba aprendiendo un oficio".
De su velocidad para ese aprendizaje son testimonio las Páginas del libro de Satán (Blade ad Satans Bog, 1921), una monumental historia en la que ya Dreyer anticipa el estilo de Juana de Arco al trabajar sobre resueltos contrastes de blancos y negros, y sobre rostros tajeados de luz. El tema está dividido en cuatro capítulos, en los que se ilustran sendas violencias del demonio: primero, Satán es un fariseo que empuja a Judas hacia la traición; después, asoma como el consejero de un lascivo monje inquisidor; luego, asume la figura de un delator durante la Revolución Francesa; finalmente, es la fuerza que desencadena la muerte de una familia finesa durante los días de la liberación, en 1918. El propio Dreyer ha declarado que la estructura de las Páginas está inspirada en Intolerancia, la obra maestra de Griffith. Seguramente tiene su misma poesía, pero está lejos de su grandeza.
Entre 1921 y 1925, Dreyer realiza 4 obras menores:
• La cuarta boda de Margarita (Praesteenken, 1921), suerte de farsa sobre un joven teólogo casado con una mujer de 90 años.
• Amarás a tu prójimo (Elsker Hverandre, 1922), realizada en Alemania. La obra casi coincide con la aparición política de Hitler y —predestinación o no, diría Dreyer— cuenta minuciosamente una agresión antisemita.
• Erase una vez... (Der Van Engang, 1922), cuento de hadas sobre un príncipe disfrazado de porquerizo. Es el peor film de su autor, y el propio Dreyer, al condolerse de su fracaso, declaró: "He aprendido que los hombres se interesan sólo en los hombres".
• Miguel (Mikael, 1924), film alemán de análisis psicológico a propósito de un discípulo desagradecido. Lo mejor de la obra puede encontrarse en la atención prestada por Dreyer a los segundos planos dramáticos.

Los días de la victoria
El matriarcado, la observación en detalle de los pequeños objetos y el uso simbólico de los elementos escenográficos empapan toda la belleza de El ángel del hogar (Du Skal Aere Din Hustru, 1925), la obra de mayor repercusión popular que Dreyer haya realizado. Un marido tiraniza a su mujer y una criada lo doma: con esos datos casi dickensianos, el realizador elaboró un drama lleno de lírica simplicidad, una suerte de isla realista dentro de una vasta obra dominada por la obsesión de lo sobrenatural.
En 1926, Dreyer improvisa por primera vez un libreto en pleno proceso de filmación: es el de La novia de Glomsdal (Glomsdalsbruden), balada sobre el amor de un campesino pobre y una campesina rica. A 37 años de distancia, este film es ya un olvidado cadáver.
Pero Dreyer se eleva hasta la genialidad en su obra inmediata, La pasión de Juana de Arco (La passion de Jeanne d'Arc, 1928), incluida en todas las encuestas críticas como uno de los diez mejores films que haya dado el cine. La acción se concentra sobre el último año y medio de la vida de Juana; se atiene a la unidad del lugar y resuelve todo el relato con primeros planos, despojando el cuadro de figuras superfluas. Es el triunfo del despojamiento y el ascetismo; el primer paso con que Dreyer se lanzó al encuentra de sus más grande obra, su formidable y nunca empezada Vida de Cristo.
A partir de entonces, Dreyer no cesó de estar envuelto por el ímpetu del genio. Quizá la única salvedad sea Dos seres (Tva Manniskor, 1945), una obra realizada en Suecia por encargo de la Svensk, que entonces conmemoraba el 25º aniversario de su fundación. Es un drama de dos personajes —un matrimonio— sometidos a las intrigas de un chantajista.
Esa isla de fracaso está, sin embargo, precedida por La extraña aventura de Alian Gray (Vampyr, 1932), el mejor film fantasmagórico que se conozca. Es la historia de un pueblo sometido a la voluntad de un cadáver, una historia contada con una luz obsesivamente gris y con una potencia plástica enceguecedora. Por lo demás, Vampyr constituye la primera experiencia sonora del realizador, pero todo su movimiento es el de un film mudo. Los ruidos y la música fueron usados aquí como elementos complementarios, para acentuar la fuerza fantasmal del clima.
Después de Vampyr, Dreyer se incorporó como crítico cinematográfico al Berlingske Tidende y puso allí la misma pasión que había puesto en su obra. A esa altura, tenía casi todos los caminos cerrados. En 1934 había sido llamado desde Alemania para realizar una versión de Pan, la novela de Knut Hamsum, pero es notorio que volvió la espalda ante ese ofrecimiento porque no estaba "dispuesto a trabajar en un país antisemita".
Debió esperar hasta 1943 para realizar Dies Irae (Vredens Dag). Es quizá su film más vituperado, y sólo ahora ha comenzado a revelar su verdadera grandeza. Con solemnidad, con ascetismo, con parsimonia, Dies Irae hace estallar un drama de amor y brujería; es la historia de Anne, una muchacha acusada por su suegra (su suegra que es, a la vez, la abuela de su amante) de conversar con el demonio y ejercitarse en la hechicería. Dreyer ha dicho que en toda esta obra respira una violenta tensión, y que es erróneo suponer que tal tensión no cabe dentro de la lentitud con que está organizado su relato, de la interminable duración de sus planos. "Lo que importa —afirmó— es el movimiento de la acción. Las tensiones se crean en la calma". Es el film más lleno de horror que haya engendrado Dreyer; es también el más poéticamente perverso.
La solemnidad vuelve a asomar en Ordet. Dreyer venia vagabundeando desde 1945. Unido a Grierson y a Cavalcanti, en Londres; arrastrado por un productor francés hasta el África ecuatorial; devuelto otra vez a Inglaterra; atrapado en Nueva York y sumido en la pobreza dentro de Copenhague, Dreyer dejó como rastro de esa travesía un aluvión de proyectos irrealizados: su libreto inglés "S.O.S", su tema francés "L'homme ensamblé", su rechazado film sobre Maria Estuardo, Acabó por ganarse la vida con la realización de 7 documentales daneses, el mejor de los cuales, Viejas iglesias (1947) es de una sobrecogedora fuerza religiosa.
Ordet lo vuelve a sí mismo. Es la historia de una familia con tres hijos varones: uno de ellos no cree en Dios; otro, ex estudiante de teología, imagina que Cristo se ha reencarnado en él y habla con las sombras; el tercero está enamorado de la hija de un fanático. Hay una muerte y una resurrección final; pero esa resurrección, según el propio Dreyer, no es una mera violación de las leyes físicas, sino una demostración de que cualquier hombre es capaz de cualquier milagro. La obra dura dos horas y media, y en ese lapso hay sólo 114 tomas (para semejante duración, 900 era una cifra normal): no hay film más lento ni más lleno de magia interior que éste.
Cada vez que Dreyer habla de sí mismo, insiste en su ansiedad por filmar la vida de Cristo. La imaginó como .una suerte de parábola sobre la crueldad alemana en 1942; la vio como un inmenso fresco celebratorio en 1950; un fresco que se abría con el bautismo en el Jordán y se cerraba en el Gólgota. Ha engendrado; ha devorado; ha vuelto a engendrar ese film. Ahora, a los 74 años, esperarlo no es para Dreyer sino una esplendorosa manera de morir.
PRIMERA PLANA
19 marzo de 1963

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