Uno de los nombres casi ignorados por el público es el de Jean
Rouch, aunque es uno de los más perdurables para el cine. La causa
es bien simple: ningún film de Rouch ha sido visto o explotado en la
Argentina, excepto Crónica de un verano, que llegó hasta el anterior
festival de la ciudad de Mar del Plata. Jean Rouch tiene 47 años;
es un hombre de amplia frente, carota sonriente y conversación
chispeante. En 1946 nadie hubiera pronosticado que ese joven
etnólogo, apasionado por las exploraciones, habría de convertirse en
un realizador aclamado en Europa. Él, tampoco lo hubiera
pronosticado.
Lumiére en avión Pero una
mañana de 1946, Rouch subió en París a un avión para trasladarse al
Congo y reunirse allí con los integrantes de una misión enviada por
el Musée de l'Homme, para el que trabajaba. Días antes de la
partida, había comprado una cámara de 16 mm: pensó que iba a
proporcionarle testimonios más efectivos que los de las fotos.
Rouch todavía recuerda el episodio: en el avión, con un prospecto
sobre las rodillas, intentó aprender el manejo de la cámara. Un
compañero de travesía se acercó y, en quince minutos, le enseñó los
pocos secretos del aparato. Rouch suele bromear diciendo que, cuando
llegó al Congo, sabía tanto de cine como un operador de Lumiére.
Casi diez años pasó Rouch filmando sus experiencias como etnólogo en
el África negra. Diez años en que el etnólogo fue consolidando sus
teorías y sus conocimientos y en que el cineasta —ya más experto que
un operador de Lumiére— desarrolló con talento especial para
servirse de su cámara, para resucitar con ella ambientes y
personajes y no —al estilo de algunos documentalistas— para
momificarlos. Hacia 1955, Jean Rouch descubrió que la etnología y
la sociología eran dos de sus tres grandes pasiones. La tercera era
el cine. Rouch descubrió, también, que los miles de metros
impresionados no pertenecían a un turista ávido de curiosidad, sino
a un autor concienzudo que podía verter en imágenes lo que pensaba y
lo que sentía. En 1950 no tuvo demasiada acogida cuando mostró
una breve parte de su material, bajo el título de Los magos de
Wanzerbé. En 1955, en cambio, la admiración rodeó a Rouch cuando
hizo circular Los hijos del agua, sobre los usos y las costumbres de
una tribu africana. Un año después, el asombro fue mayor: Rouch
mostró Los amos locos. Después de pacientes acercamientos, Rouch
consiguió introducirse en las mórbidas ceremonias de los "haouka",
en la ciudad de Accra, Nigeria. Los "haouka" trabajan en el pueblo
pacíficamente, aunque en bajos menesteres. El contacto con la
vida europea, el choque de esa civilización con sus extraños cultos,
los hace refugiarse un par de veces al año en sobrecogedores
rituales. Rouch filmó uno de ellos: una especie de sabbat
nocturno, con sacrificios, degüello de animales, ingestión de sangre
fresca y fenómenos psicomotores traducidos en contracciones, danzas,
mímicas. Con Los amos locos, Rouch subía un escalón en su
análisis del mundo negro. Mientras Los hijos del agua se concretaba
a un grupo aislado, Amos focalizaba, también, los contactos entre
uno de sus núcleos y la civilización blanca. Faltaba, todavía, la
pieza maestra, el golpe de genio. Vino en 1958, en Yo, un negro, y
los elogios llovieron sobre el autor.
Yo, un Rouch
Treichville es un misérrimo distrito del área de Abidjan, en la
Costa de Marfil. La mayoría de sus habitantes provienen de Nigeria y
viven precariamente; ganan su vida como conductores de taxis,
estibadores, prostitutas. Igual que en Los amos locos, a Rouch le
interesaba pintar el contraste entre blancos y negros, pero pintarlo
a partir de estos últimos. Como en todas las obras de Rouch, no
hay actores sino seres humanos que cumplen su rutina de siempre
frente a una cámara de 16 mm (el material luego es sonorizado y
ampliado a treinta y cinco milímetros). Por lo tanto, tampoco hay
argumento, excepto un comentario agregado por Rouch y los diálogos
que dicen los personajes y que ellos mismos crean. Los
protagonistas de Yo, un negro adoptan curiosos seudónimos: Edward G.
Robinson, Dorothy Lamour, Tarzán, Eddie Constantine. Oumarou Ganda
(Robinson) dice cosas como éstas en el film: "¿Por qué no podría
ser actor? ¿No soy francés como los demás, no tenemos la misma
patria? Arriesgué mi vida 24 horas al día sobre los campos de
batalla. A los 20 años estaba en los campos de batalla de Indochina,
de Tonkin. Entonces, ¿por qué no puedo ser actor, que es mi sueño de
toda la vida?". "Vamos a descargar estas bolsas de café.
Mírenlas. Bolsas, bolsas, bolsas. Cargar, descargar. Ese es mi
trabajo. Esa es la vida nuestra: bolsas. Una vida hecha de bolsas. A
mediodía compramos arroz por veinte francos y eso es todo lo que
podemos comprar. Algunos pueblos están un poco mejor. Pueden comprar
pan a diez francos la pieza y sardinas a veinticinco... ¿Cuánto
tiempo hace falta para ganar 800 francos? Cuatro días de trabajo...
¡Es demasiado!". Con una intensidad nunca conseguida hasta
entonces, Rouch sigue a los negros en su trabajo, en sus
expansiones; no queda nada fuera de su film: ni la explotación
laboral, ni la prostitución, ni los vicios. Lo importante es que
Rouch no se pone a hacer alegatos sobre las desventajas del
colonialismo: su objetivo es mucho más humano, nada político. En
todo caso, es una señal de solidaridad, un reclamo de amor para con
un pueblo de fabulosa dimensión interior. Como François
Reichenbach, a Rouch le interesa el cine-verdad; él mismo adoptó
este término, en 1961, para calificar su obra y lo tomó del teórico
ruso Dziga Vertov ("kino-pravda"). Pero mientras Reichenbach
persigue una mostración lírica, sin segundas intenciones, el
etnólogo y el sociólogo dirigen siempre los pasos de Rouch. Rouch
no ha viajado ciento de veces al África sólo en busca de exotismo.
Ni se ha lanzado a filmar sin conocer con minucia lo que estaba
frente a su cámara. Si los films de Reichenbach son reportajes, los
de Rouch son encuestas. Los de Reichenbach enfocan los efectos; los
de Rouch, además, buscan las causas. Rouch, en definitiva, es un
investigador. Reichenbach — igualmente valioso para el cine— un
transmisor. A uno y otro, de todas maneras, debe adjudicarse el
formidable impulso que el cine-verdad (o cine-directo) ha tomado en
Francia, en los últimos años. La RIF —organismo oficial— le ha
dedicado una sección. Por otra parte, la televisión consume
también mucho material del género. El cine-verdad, antítesis del
comercial, tiene ya maestros y discípulos. Decir que ha causado una
verdadera revolución artística, sería desconocer que todo arte es
una revolución en sí. Tres criterios esenciales rigen al
cine-directo: • Una actitud de observación y búsqueda por parte
de los cineastas, que los lleva a tomar su substancia en los
elementos mismos de la vida, sin transformarlos. • La filmación y
grabación de sonidos sincronizadas sobre el terreno, por medio de
aparatos livianos, silenciosos y portátiles. • Una nueva forma de
labor, una real actividad en equipo. El realizador y los técnicos
tienen que pensar lo mismo al mismo tiempo. Nada debe escapárseles.
Reconstruir un simple gesto es destruir toda la intención. Rouch
ha seguido estos principios, pero con inconvenientes. Hasta Crónica
de un verano, no pudo trabajar con imagen y sonido sincronizados.
Nunca dispuso de grandes capitales —grandes es un lugar común;
necesarios capitales es lo correcto— para llevar a cabo sus
empresas. Algo así ocurrió con su obra siguiente: La pirámide
humana. En setiembre de 1959, Rouch tenía copiados y premontados
diez mil metros de celuloide, que rodó en tres semanas, dos meses
antes, entre una decena de alumnos del liceo de Abid-jan. En
setiembre de 1959, buscando una autorización para legalizar y
terminar esa película, se vio obligado a escribir el guión, a hacer
las cosas al revés de lo normal. El interés de Rouch era formular
un estudio sociológico sobre los estudiantes del liceo, que recibe a
europeos y africanos sin distinción. Rouch eligió una división de
primer año y descubrió que más allá de las relaciones estrictamente
escolares, no existía ningún contacto entre los alumnos. No se
trataba de segregación racial, sino de mutua ignorancia. Los
héroes elegidos fueron Nadine, Alain y Jean-Claude (blancos),
Denise, Baka y Raymond (negros). Durante tres semanas y filmaciones
posteriores (Pirámide recién quedó concluida en 1960) los alumnos no
sólo aprendieron a rechazar el racismo sino a sentirse unidos y
movidos por los sentimientos de todo el mundo. Denise, cuando se
cierra la película, lo resume con esta frase: "Un día nos
separaremos. Pero este film nos enseñó la amistad".
La impúdica verdad En 1961, el premio de la crítica
internacional en el Festival de Cannes fue concedido a Crónica de un
verano, de Rouch. Esta vez, el etno-sociólogo' no había necesitado
salir de París para estructurar su nueva encuesta. El y Edgar Morin
—otro sociólogo preocupado por los problemas del cine y la
televisión— vagabundearon por la ciudad hasta encontrar a las cinco
personas que protagonizarían su experimento. A Rouch y a Morin
los acuciaba saber cómo era la vida del obrero Angelo o de la
oficinista Marie-Lou. Y se lo preguntaron, se la hicieron vivir y
revivir frente a las lentes de la cámara. Una vez terminado, el
film rebasó las esperanzas de su autores. Crónica era una especie de
informe Kinsey sobre el alma de un grupo de seres humanos; esos
seres humanos hablan y recuerdan; se mueven, con una aterradora
intimidad; pasan de la cursilería a la tragedia, de la tontería a la
altura. Es indudable que, hasta ahora, ningún medio de expresión ha
conseguido este lacerante, impúdico testimonio contemporáneo; esta
demoledora confesión de la grandeza y la sordidez. Crónica de un
verano —como casi todas las obras de Rouch— exhibe una factura
cinematográfica no virtuosa. Ciertos puristas le reprochan errores
de iluminación o de empalme o de grabación. Sin embargo, pocas veces
un cine con defectos técnicos debe producir tan profundo impacto
espiritual. (Hace dos semanas Rouch presentó en exclusiva, por la TV
francesa, El castigo, que une al mecanismo de Crónica, el tema de La
pirámide humana: un liceo.) Crónica de un verano concentró
elogios de la crítica y de personalidades científicas e
intelectuales. Algunos no la aceptaron: por ejemplo, Pierre
Marcabru: "Decir que no me gusta este cine —escribió en Combat— es
poco. Lo execro". Falta poco para su estreno en Buenos Aires. Será
el momento de avizorar quién tiene razón. Página 37 - PRIMERA
PLANA 26 de marzo de 1963
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