François Reichenbach
La vida es el mejor argumento detrás del visor de una cámara
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Entró en el estadio de boxeo por casualidad. Se sentó en la tribuna sin demasiado interés. Cuando terminaron los encuentros fue a los vestuarios. Era de noche, en París, al volver a la calle. Pero François Reichenbach tenía ya el tema de una nueva película. Dentro de unos días se estrena en Buenos Aires.
'Un coeur gros comme pa' (Un corazón así de grande) es el segundo largo metraje de Reichenbach y la superación de un estilo amasado en diez cortos y expandido en L'Amérique insolite (América insólita). ¿Cuál es ese estilo? Ni más ni menos que el del testimonio. Reichenbach no se niega a llamarlo cine-verdad, "pero sin ninguna tentativa de análisis, de psicoanálisis, de ensayo sociológico. Nada de preguntas, nada de respuestas. Simplemente, la búsqueda de lo real, hasta la indiscreción. Así, lo real se vuelve inesperado".
En principio, Reichenbach actúa como los primeros operadores del cine, aquellos "cazadores de imágenes" instruidos por los hermanos Lumiére para recorrer el mundo y traerlo a París en las bobinas de celuloide. Reichenbach ha ido más lejos: vive con una cámara de 35 mm en la mano y esto no es una metáfora. "Nunca me separo de ella. Veo mejor cuando la siento a mi alcance."
Si Reichenbach se limitara a revelar y copiar el material impresionado, a pegar sus fragmentos en la moviola y a proyectarlos sobre una pantalla, sería un autor de noticieros, un documentalista de traveltalks. Como su lejano predecesor Dziga Vertov, como Grierson, como Flaherty, como Sücksdorff, Reichenbach sabe que ese material no sólo debe mostrar sino decir, traducir. Y sabe que en la sala de montaje puede conseguirse el milagro.
No hace demasiado que comenzó a divisar estos secretos y, sin embargo, es hoy un técnico irreprochable, un trovador de la ironía y el lirismo, un hombre que ha conseguido hacer cantar a los lentes de su cámara, que los ha dotado de nervios y pupilas, de espíritu y agudeza, de magia y vibración.

Música, pintura, cine
François Reichenbach nació en París, el 3 de julio de 1922; bachiller recibido en el liceo Jeanson-de-Sailly, estudió música en el Conservatorio de Ginebra. En colaboración con Philippe-Gérard compuso canciones para Piaf, Germaine Montero y Renée Lebas, antes de interesarse por la pintura y convertirse en consejero de varios museos norteamericanos para sus adquisiciones en Europa. De la misma época es su actividad como crítico de arte y sus viajes a Estados Unidos.
En 1953 le prestaron una filmadora de 16 mm; cuando la devolvió, no sólo había comprado otra: tenía enlatados varios millares de metros de película. Su primo, el productor Pierre Braun-berger, le recomendó montarlos; el resultado se llamó Impresiones de Nueva York y Balada de Nueva York y los dos recibieron premios.
Era la época del reportaje, un reportaje instintivo, que se continuó en Rostros de París (1955), Houston, Texas y Noviembre en París (1956). En 1957 filmó Verano indio y Gran Sur y llegó a la cima del género: Los marines. Pero en esa breve descripción del entrenamiento de los infantes norteamericanos comenzaba la segunda época de Reichenbach; no bastaban el ojo atento ni los encuadres sorprendentes.
Hacía falta dar un sentido a esa realidad apresada al vuelo, había que transformarla en testimonio personal. Un sustantivo más engolado, arte, serviría para marcar la ambición final de Reichenbach.
Los ensayos iniciales fueron Carnaval en Nueva Orleans y América se relaja (1958); es fácil advertir que estos cortos preludiaban su primera obra mayor, rodada durante un año y editada en seis meses: América insólita (1959-60). "Es un diario", comentó Tennessee Williams, después de verla. Es algo más: una visión cáustica, tierna, de brillante armazón, sobre un mundo particular. Y es, finalmente, una endecha que Whitman hubiera rechazado, pero que Cummings o Crane podrían suscribir.
Un corazón empezó como una de las tres partes —el boxeo— de un nuevo film; las otras dos indagarían las bambalinas del strip-tease y del circo. En esa etapa de proyecto, Reichenbach descubrió a quien sería la figura central de la obra: Abdoulaya Faye, un senegalés de 24 años, pugilista amateur, llegado a París para alcanzar el profesionalismo.

Un film sin tiempo
El boxeo desplazó al strip-tease y al circo. Todo, por un par de frases que Reichenbach oyó a Faye: "Me hice boxeador porque mi padre es manco." "Si no gano esta noche, morderé al árbitro cuando esté de espaldas."
"Era el más curioso de los que conocimos — cuenta Reichenbach—, por su manera de comportarse, de vestirse. Durante semanas ignoró que sería la vedette del film. Lo grabamos y filmamos clandestinamente. Lo importante era tomarlo como personaje, conservando su espontaneidad. Faye pensó siempre que estábamos realizando un reportaje; sabía que lo filmábamos y lo seguíamos, pero no sabía cuándo. Sólo pensaba en su carrera y sus peleas."
Un corazón, naturalmente, carece de argumento. Reichenbach no ha creado una obra de ficción, se ha limitado a una intensa pesquisa alrededor de un personaje y a la necesidad de entregar su visión de ese personaje al público. Se necesitan apenas unas líneas para contar lo que ocurre en la película.
Faye —sus pasiones: su madre, el boxeo y Michéle Morgan— tiene que disputar su primer combate como profesional. Aquí se abre la película; se cierra al concluir la lucha, en la que es vencido. Tiempo real: dos horas. Pero en Un corazón, el tiempo real no existe.
La cámara y Reichenbach lo excluyen para construir su retrato. No obligan a Faye, simplemente lo acompañan. No le inventan anécdotas, no lo oprimen. Se dedican a vivir con él: descubren París juntos, se asombran en los museos y las calles, pinchan en la pared las fotos de Michéle Morgan, van a la adivina, escriben cartas a la madre.
Es, sin duda, el cine más puro que se conoce. Sücksdorff sabe, antes de gastar un metro de celuloide, qué sucederá a sus personajes. Los actores de Sombras, de John Cassavetes, improvisaron, pero siguiendo un hilo ficticio. Zavattini encuestaba a los jubilados antes de escribir su lacerante Umberto D.
Ni Reichenbach ni su fotógrafo Jean Marc Ripert ni su ayudante Bernard Meunier sabían qué cosas podían pasarle a Faye. Y Faye, tampoco. A lo sumo "provocaban situaciones", según ha señalado el autor. Por ejemplo: una noche, Faye dijo que le gustaría consultar a una vidente. Días después lo llevaron a casa de una y registraron la escena con cámaras ocultas. Terminada la consulta, descubrieron el secreto para filmar tomas de enlace (las manos de la mujer, etc).
Un corazón recibió el trofeo más codiciado de Francia: el premio Louis Delluc de 1961. Recibió encendidos elogios de la crítica. Recibió admiración en los festivales de Locarno y Venecia. Y muchas cartas, que podrían resumirse en estos renglones que Franco Colariccio, un obrero de la fábrica donde trabaja Faye, le envió a Reichenbach: "Usted me ha enseñado a ver lo que hay de bello en las cosas más triviales... usted es, ante todo, un poeta maravilloso, porque es capaz de hacernos levantar la cabeza a los que miramos al suelo."

Todo el amor
Poco después del estreno de Un corazón, Reichenbach confesó a un periodista que no quería "quedarse en el testimonio" y que su próximo film sería realizado a partir de un libreto. "Me es difícil concentrarme sobre un tema ya construido. Pero trataré de hacerlo: siento que me hace falta para llegar a una elaboración más completa."
Reichenbach, a pesar suyo, acababa de descubrir la magia de la narración. Le France —un reportaje sobre el trasatlántico homónimo — fue una pausa antes del nuevo experimento.
Ahora, desde hace un par de meses, dirige Babar, una suerte de inspección al amor contemporáneo. No abandona sus métodos tradicionales: el guión es apenas un bosquejo, los actores son no-profesionales, y Reichenbach filma cámara en mano todas las escenas, supervisa el trabajo de laboratorio y se ocupa del montaje.
Esta es la historia: Ana y Bernardo (Babar) trabajan en fotonovela, se enamoran, se casan y deciden pasar la luna de miel en Verona, como los personajes de una tira en que actuaron. En Verona, los hoteles están repletos y la pareja sigue a Venecia.
Allí, Bernardo tropieza con una mujer rara, el polo opuesto de Ana; Bernardo la sigue por las calles de la ciudad, pero nada sucede. De regreso, se siente culpable de un pecado que pudo haber cometido. Ana, por su parte, experimentó la angustia y los celos. Los dos han superado la primera prueba, se pertenecen más allá de los documentos.
La moraleja, sugerida por el propio Reichenbach, es que el amor perfecto exige una enorme simplicidad, no tolera las complicaciones.
Bernardo tiene 19 años y el director lo contrató como sonidista; él insistió en cubrir uno de los dos papeles centrales hasta que lo consiguió. Ana, de 17 años, procede de una familia burguesa amiga de Reichenbach. En la vida cotidiana son dos seres diferentes: él, un ambicioso; ella, una indecisa.
Sin embargo, Reichenbach los ha sometido a su liturgia, se ha introducido en ellos hasta tal punto, que Ana y Bernardo no se reconocen cada vez que ven los fragmentos rodados el día anterior. Algo más: cuando el realizador grita: "Corten", abre un
abismo, salta de Alfred de Musset a Peter Cheyney.
¿Qué piensan Ana y Bernardo del amor, de ese amor que no termina en el film? "Me pregunto si existe todavía. Basta con mirar las parejas que pasan al lado de una. ¿Cuántas son felices? Se aman un día, un mes, un año y adiós. Yo no creo en el amor. Claro, espero casarme algún día, ¿pero con quién? Los muchachos son tan estúpidos y egoístas."
"Me importa un comino el amor — ha declarado Bernardo—. Quizá más adelante. ¿Qué haría con el amor? Una vez me enamoré de una inglesa, pero era joven, tenía dieciséis años. Y las chicas, hay que ver. Para salir o flirtear, de acuerdo. El matrimonio, ya veremos. Me gustaría una chica bonita y fácil de manejar. Y a las chicas les gusta mandar."
Las diferencias no paran aquí. Según Ana, "el cine es sólo una experiencia interesante. Me hago muy pocas ilusiones. Hoy es la gloria, mañana el olvido". Bernardo, en cambio, piensa que "es una aventura prodigiosa con la que siempre soñé. ¡Cuánto daría por ser célebre!".
Bernardo sale a divertirse con sus amigos; Ana se queda en casa leyendo, reflexionando. Bernardo odia los libros. "Los diarios y gracias."
No obstante, Reichenbach piensa que es una pareja perfecta a fuerza de imperfecciones. A través del visor, Ana y Bernardo se transfiguran, porque se transfigura ese hombre corpulento, de conversación eufórica y grandes gestos, de manos férreas y pelo revuelto, ese hombre que ha aprendido a conocer los seres y los sentimientos desde abajo, apretando un disparador.
Es menos arriesgado de lo que parece, pensar que Babar será otro eslabón cautivante en su cálido, prolongado, chispeante examen de la condición humana. A los 40 años, Reichenbach está haciendo uno de los mayores intentos por apoderarse del espectador sin ningún truco.
Revista Primera Plana
12.03.1963

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Reichenbach
Abdoulaya Faye, senegalés, 24 años, llega a París para triunfar en el boxeo. Su única compañía son las fotografías de Michéle Morgan
Reichenbach
-Anne y Bernard, protagonistas de "Babar": visión del amor de hoy
-François Reichenbach y su otro yo, la cámara de filmar: después de la música y la pintura, un cine-verdad sin sociología ni análisis