A los 86 años, reconocida como gloria nacional de Francia,
la famosa diseñadora no baja la guardia y continúa siendo
dictadora de la moda
Tenía poco menos de treinta
años, un cuerpo escuálido, casi varonil, y una especialísima
manera de vestirse. Corría 1916 y el estruendo de los
cañones Berta no era precisamente el acompañamiento adecuado
para que la provinciana Coco Chanel hiciera su entrada
triunfal en París. El poco oportuno debut no fue un
obstáculo, sin embargo, para que los trajes de jersey, los
cinturones de cadenas, los zapatos que dejaban los talones
descubiertos fueran los pilares de un imperio que iba a
atravesar, inconmovible, medio siglo y las más dislocadas
aventuras modisteriles. Una comprobación que, "en persona",
pudo permitirse la zarina cuando el 22 de diciembre último,
con la cara semioculta por uno de sus legendarios sombreros
de ala ancha y envuelta en un tapado de visón que le rozaba
los tobillos, se instaló, desafiante, en una butaca del
teatro Hellinger de Nueva York para ver cómo Katharine
Hepburn se las ingeniaba para colocar sobre el escenario los
momentos detonantes de su biografía. A su alrededor,
quienes asistían al estreno de "Coco", habían decidido
rendirle un homenaje adicional: hombres y mujeres, esa
noche, se habían enfundado en sus modelos. Hace escasos
días, desde lo alto de una empinada escalera, la Chanel
atravesó una última prueba: contempló las modelos encargadas
de pasar la nueva colección Otoño-Invierno 70; escuchó los
eufóricos aplausos que cerraron su presentación; pudo
contabilizar en su equipo a dos nuevos hombres, justamente
los mejores asistentes de la casa Balenciaga (cerrada meses
atrás), una de sus más feroces competidoras. A los 86
años, C.C. se ha ganado, sin discusión, el derecho a ser
catalogada como la versión femenina del Bello Brummel y
reconocida como una gloria nacional. No en vano Charles de
Gaulle la recibió en audiencias privadas; no por casualidad
su suite del hotel Ritz recibe, de tanto en tanto, los
oropeles de los Burton o las aristocráticas pisadas de los
barones Rothschild. Enjuta, individualista, despótica,
recibió allí al periodista francés Louis Grenier que anotó
con paciencia y humildad sus a veces insolentes opiniones.
Lo que sigue, es la síntesis de aquella conversación.
—Usted nunca se manifestó demasiado partidaria de las
minifaldas, pero ahora se rumorea que cambió de opinión.
—Es el más discutido de todos los temas. Personalmente,
considero a la minifalda estúpida y sin pudor. No conozco
tampoco un solo hombre de los que dicen gustar de la
minifalda que esté dispuesto a salir con una mujer vestida
de ese modo. ¿Para gustar a quién? ¿Para mostrar rodillas
que rara vez son perfectas? Es un estilo pretencioso,
agresivo y detestable. Sé que actualmente una mujer puede
presentarse así delante de la reina de Inglaterra o en el
Vaticano, pero nadie me va a sacar de la cabeza que
constituye un ultraje. En Francia, actualmente, van a buscar
la moda a la calle y el resultado es que aún la gente más
distinguida se viste como los pordioseros. Esto es
irreparable para nuestro prestigio y convierte a América en
el centro de la moda. —¿Cuáles son para usted los
accesorios indispensables? —Soy partidaria de las joyas,
pero sólo de las joyas falsas. Encuentro provocativo y de
mal gusto andar por cualquier parte con millones atados al
cuello o a los dedos. La de las imitaciones es una industria
que ha dado trabajo a mucha gente y hace que los adornos no
sean poseídos únicamente por unos pocos privilegiados. El
requisito básico para poder llevar una fantasía es que
parezca más auténtica que las auténticas. No ocurre lo mismo
con los perfumes. Valéry sostenía que "una mujer mal
perfumada no tiene porvenir" y es absolutamente cierto. Las
mujeres con malos perfumes son ridículas; las que no los
usan son simplemente pretenciosas, creen que su olor natural
es mejor. Con frecuencia las mujeres cometen gaffes
terribles en su arreglo y no es culpa de ellas. ¿Qué puede
esperarse, si la mayoría es vestida por hombres? Y por
hombres que no aman a la mujer. —Carita es la peinadora
más importante de Francia. ¿Qué opina de ella? —Tiene
talento, pero lo que pienso de ella no impide que encuentre
nefastos a los peluqueros. Quieren vender cabello sin
preocuparse, ni mucho ni poco, por lo que hay debajo. Por
eso mis modelos están peinadas sencillamente, con su propio
cabello. Odio las pelucas y es en las funciones de gala
donde se ven las cosas más desopilantes: imposible adivinar
quién se oculta detrás de toneladas de pelo. La mujer debe
ser natural, de lo contrario se crea un fetiche innoble, sin
pizca de personalidad. —¿Cómo caracterizaría su
clientela? —A pesar del viento de locura colectiva que
sopla en el mundo de la moda tengo, todavía, una vasta
clientela, una clientela elegante. La elegancia es todo lo
que les pido y ellas conmigo saben a qué atenerse: conocen
perfectamente mis colores, mis tejidos, mi sobriedad. Están
seguras que, de mi casa, no saldrán disfrazadas de niñas, de
vagabundas, de apaches o de cosmonautas. Son dignas,
respetables, femeninas; mi rol consiste en hacerlas todavía
más dignas, más respetables más femeninas. No niego que la
moda deba trasformarse, pero impugno los excesos. Hace unos
años, por ejemplo, introduje los pantalones en el vestuario
femenino. Actualmente los usan en todo momento y en
cualquier circunstancia. De esa exageración son responsables
las boutiques. Representan algo equivalente a la Quinta
Avenida de Nueva York: la vulgarización, la uniformidad. Son
los tenderos de siempre: no entienden que la moda es un arte
y debe encararse con rigor. —¿Que importancia tienen para
su profesión los críticos de la moda? —Hay hombres —si a
eso se le puede llamar hombres— y mujeres. Los hombres son
gentiles, educados, corteses y no siempre demasiado
competentes, pero una cosa compensa la otra. Las mujeres son
más peligrosas. En principio puedo afirmar que no entienden
nada de moda, nada de nada. Vienen de Nueva York, Londres,
Roma o Hamburgo, pasan lo mejor que pueden unos días en
París y esperan, sobre todo, que los modistas les hagamos
atenciones y regalitos para que no escriban notas demasiado
severas. Yo, personalmente, nunca les he pagado ni las he
vestido gratis; casi siempre prefiero no recibirlas. Se las
conoce de lejos: llegan como un regimiento, mal vestidas,
mal peinadas y nueve veces sobre diez se dedican a hacer
críticas malévolas porque están envidiosas de las mannequins
o de las mujeres que pueden darse el lujo de usar este tipo
de ropa. —En varias oportunidades denunció usted que la
plagiaban. ¿Qué hay de cierto? —Siempre he sido copiada.
Basta prestar atención en la calle o mirar las vidrieras de
las boutiques. Eso me alegra; siempre he tenido el mismo
estilo y mi estilo parece gustar. Hay sólo dos o tres
personas en Francia a las que valga la pena seguir. Una de
ellas soy yo. Muchos sostienen que soy inaguantable,
inmodesta. No me interesa: estoy segura de representar la
elegancia y de que si me imitan es porque me admiran. Sé que
Yves Saint-Laurent me copia, sus modelos se parecen a Chanel
y no me fastidia: es su forma de reconocer mi talento.
—Hace dos meses asistió al estreno de una obra en la que se
cuenta su biografía. ¿Por qué dio autorización y cedió los
derechos? —Hacía casi trece años que Frederick Brisson,
productor de la obra y gran amigo mío, agotaba su paciencia
e insistía para que aceptara el proyecto. Recién ahora creí
llegado el momento de dar mi consentimiento. Tenía todas las
garantías: Cecil Beatón, a quien conozco desde mucho tiempo
atrás, se encargaría del vestuario interpretando el espíritu
de mis diseños: Katharine Hepburn me encarnaría; André
Previn tendría a su cargo la música de la comedia y el
director Michael Benthal se había fogueado haciendo
Shakespeare antes de tomárselas conmigo. No podía pedir más.
Aposté sobre seguro y volví a ganar. La obra fue un éxito y
la Hepburn, a pesar de ser tan poco elegante, estuvo
maravillosa. —¿Quién podría ocupar su lugar, convertirse
en su sucesor? —Creo que hace falta que alguien me
reemplace algún día y desearía que fuese un joven al que le
gustara lo que he hecho. Pero ocurre que no conozco todavía
a ese joven. Me parece difícil que aparezca a corto plazo.
Bastante difícil. Revista Siete Días Ilustrados
06.04.1970
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